No recordaba cuántos huevos duros se había comido el personaje de Paul Newman en La leyenda del indomable. He tenido que buscarlo: fueron 50 en una hora. Tampoco sé cuántos se comió realmente (no voy a buscarlo, prefiero fantasear) pero conociendo la reputación de Newman en su juventud y su obsesión por “el método”, quiero creer que se comió todo los que pudo con la intención de que Cool Hand Luke, aquel prisionero cabroncete metido en una institución de Florida por descabezar parquímetros, apareciera a ojos del espectador como alguien capaz de zamparse medio centenar de huevos duros.
La leyenda del indomable es una de mis películas favoritas de Newman, por encima de cualquier clásico que a uno le pueda venir a la cabeza al nombrar a este titán de la interpretación. La película, dirigida por Stuart Rosenberg y estrenada en 1967, es tan radical en su esencia como puede serlo El club de la lucha, El salario del miedo o Las uvas de la ira, una patada al establishment que apostaba por más porras, más guardas, más vallas como todo método de reinserción. El final del filme, sin guiños ni memeces, sumaba aún más gasolina al incendio y marcaba un hito en la carrera de Paul Newman, un galán de manual, guapo hasta decir basta y con unos ojos que hubieran convertido a la mujer de Lot en estatua de sal sin necesidad alguna de intervención divina.
Sin embargo y como acostumbra a pasar con los mitos, llámense Bogart, Sinatra, McQueen o Marvin, la clave del personaje (y probablemente de la persona) era algo que el humano intuye pero la cámara captura: la autenticidad. En el libro que Sam Taylor Wood dedicó a las lágrimas de los actores Newman aparecía, simplemente, con una mano, su derecha, que le cubría parcialmente el rostro. Otros actores aparecían desolados, derramando lagrimones del tamaño de un limón, pero él no. A él le bastaba con mirar a cámara con un solo ojo. Cuarenta años antes, Sid Avery, el rey del retrato hollywoodiense, le había fotografiado en su casa, haciéndole el desayuno a Joanne Woodward (su chica de siempre, la que quiso, la que tuvo y con la que probó que algunos romances sí son eternos), en pantalones cortos y esa sonrisa de truhán con el que te reirías mientras te cuenta que hace un par de días robó un furgón blindado. Nuevamente, esa naturalidad desarmante se introducía por el objetivo de la cámara y se te metía directamente en el hipotálamo, sin filtros.
Newman era de esos tipos que claman a gritos que su reino no es de este mundo. Tipos que trazan una línea en el suelo y te advierten que no la cruces, tipos que a medida que envejecen revelan su verdadera fortuna: como Clint Eastwood, Ray Winstone, Christopher Plummer o Tom Wilkinson. Con cada arruga, con cada achaque, añaden una capa a la cebolla y se vuelven más complejos, más sombríos, más brillantes. Si uno echa un vistazo a Dos hombres y un destino y El golpe, y luego a Veredicto final y Al caer el sol, quedarán pocas dudas de lo bien que le sentó a Paul Newman añadir velas al pastel. Naturalmente, ahí quedan El buscavidas, El hombre de Mackintosh o Harper investigador privado pero parece que llegados a cierto punto, cuando ya no eres el joven apuesto que arrastras adolescentes a las salas, en lugar de bajar el telón lo subes hasta que te topas con el techo. De ese Newman maduro, sin miedo, capaz de darle entidad dramática a un papel de fumar, me quedo con ese (semi)villano (de los pocos que interpretó) llamado John Rooney. Fue en Camino a la perdición, la —muy— infravalorada película de Sam Mendes, donde Chicago volvía a su esplendor (quizá el que nunca tuvo) y donde Newman se calzaba los zapatos de boss atormentado por las estupideces de su hijo. Cada plano de ese filme en el que asoma John Rooney es un homenaje al actor, un tributo a medio siglo de carrera. La escena bajo la lluvia, con el mito refugiado bajo un paraguas y la parca (en forma de metralleta en las manos de un asesino profesional) acechando bajo la luz de las farolas es, llana y simplemente, la última vez que el público pudo disfrutar en pantalla grande de la acojonante mirada de aquel señor de Shaker Heights, un pueblo de Ohio, donde había nacido el 26 de enero de 1925.
De Newman siempre me gustaron sus andares, algo inclinados, como si así, eludiendo la línea recta, el horizonte le quedara más mano. Me gustaban sus películas con Robert Benton, porque este le trataba como a un colega, y eso se notaba hasta cuando le filmaba el cogote. Me gustaba su bigote, sus americanas y sus zapatos lustrosos, porque le daban pinta de detective privado, de los que se tiran a tu mujer y se beben tu vino bueno. Pero sobre todo me gustaba el tío que se escondía detrás del actor: no hacía falta mirarle dos veces para entender que no había más cera que la que ardía. No era alguien con quien te irías a tomar una copa o a cenar, era el tipo al que llamarías si estuvieras en problemas. Por eso era (y es) imposible no sentir respeto por aquel gigante que podía hacer más enarcando una ceja que otros con cinco años estudiando con algún gurú de la actuación.
El próximo 26 de septiembre hará cinco años que Paul Newman nos dejó. Discreto, silencioso, alejado de los focos, alérgico a la fama. A través de su marca de salsas había donado docenas de millones de dólares a todo tipo de causas benéficas (no precisaba de hacer comunicados ni salir en la tele dando la mano a nadie) y seguía acogiendo en su casa a estudiantes de inglés. Seguía yendo a su restaurante favorito, seguía yendo a ver carreras de la NASCAR y seguía cocinando, como siempre había hecho. Su legado, más allá de la actuación (y su monumental carrera) se encuentra en algún lugar entre la grandeza y la humildad. Había sido un mal estudiante, un notable operador de radio (en la Segunda Guerra Mundial), un galán, un crápula, un actor fabuloso y, en 2007, había dicho “ya no me veo capaz de seguir interpretando” antes de irse a su casa sin montar ningún numerito.
¿Cómo no vamos a echar de menos al maldito Paul Newman?
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Sin lugar a dudas un de los mas grnades actores de la hitoria reciente. Mi actor favorito y votado mejor actor de la historia por sus compañeros actores. Increible que solo ganase un oscar a mejor actor y por una de sus peores peliculas (the colour of the money) y que interpretaciones como The hustler (El buscavidas), el largo y calido verano, el premio, La gata sobre el tejado de zinc, Cool hand Luke y en muchas otras no se llevase el premio.
No es increíble si uno asume que el Oscar no tiene nada que ver con la calidad de un trabajo y se limita a disfrutar de un grande en todo lo que hizo: como profesional, como hombre, como esposo y… ¡hasta como piloto de carreras!
cualquier cosa que se diga de Newman no le hará justicia; como actor fue de menos a más, pero como persona fue siempre fascinante. Generaciones pasadas, presentes y futuras disfrutaremos de su cine sabiendo que es irrepetible, que con él se rompió el molde.
Estoy encantado de toparme con él en la pantalla. Algo parecido a lo que se siente en el reencuentro con un amigo entrañable. Esto por delante, para evitar suspicacias. Además, me parece un actor excelente – creo que ya lo era en sus años mozos aunque algunos se lo negaron tanto tiempo como pudieron – que fue creciendo a lo largo de su muy prolongada carrera. Lo que no sabía era que sus compañeros de profesión le hubieran elegido como mejor actor ¿de la historia? Creía que ese título estaba copado de forma vitalicia por Brando y Olivier. En cuanto a lo que aquí se ha dicho sobre «el romance eterno» con Joanne Woodward, me atrevería a sugerir que la eternidad de esos matrimonios, se alcanza siempre y cuando la señora se resigne a su papel de consorte de PAUL NEWMAN, con todo lo que eso conlleva. Es decir, pasar por alto los inumerables devaneos que este adonis habrá ido acumulando a lo largo de los lustros. Así es mucho más fácil – para el hombre – mantener esa idílica estampa en shorts cocinando con su mujercita. Y si no, que se lo digan al viejo zorro de Connery, al que Diane Cilento plantó en su día, supongo que harta de tanta jarana extra-marital; Connery aprendió la lección y se buscó a la menuda y complaciente pintora Micheline Roquebrune. Ahora mismo, pasan como ejemplo de matrimonio firme como la roca. Otro…
Acerca de ser elegido mejor actor de la historia, fue en una votacion de la asociacion de actores americanos, nada que ver con el Hollywood de los oscars y el negocio. Por lo que dices de su vida amorasa con Joan Woodward, solo te cuento una anecdota que el mismo contaba. Cuando se caso con ella despues de divorciarse de su primera mujer (se caso muy joven y el matrimonio fracaso al poquito tiempo), solo le fue infiel 1 vez en su vida, y Joan le pillo, le echo de casa y le dijo que no mas, Paul la rogo durante unos meses que volviera con el y cuando al final le acepto de nuevo, (dicho por el mismo) se dio cuenta que ella era la mujer de su vida y que ninguna otra podria nunca hacerle mas feliz. Nunca mas le fue infiel y eso que como tu bien dices en ese mundo es bastante facil.
Por cierto, ¿no les parece algo destartalada la cocina para ser de Joanne Woodward y Paul Newman…? ¡Ja, ja, ja…!
¿Nadie va a decir nada de los calcetincitos de Paul?
¿Pues y qué pasa…? Impecables calcetines blancos con impecables mocasines en un impecable Newman. ¡Envidioso! ¡Jaja!
Genial artículo. Suscribo todas las palabras…
Como muy bien dices: Bogart, Sinatra, McQueen y Newman son los más grandes sin duda alguna (igual nos falta Brando). Bueno os dejo un pequeño y humilde ranking con mis actores clásicos favoritos para que le echéis un ojo: http://goo.gl/tGOmD
Un saludo! Ah! y se me olvidaba felicitarte por el artículo… ;)
No es que «igual nos falta Brando», es que ha sido y es, el tipo más magnético que ha pasado por una pantalla. Y además, es el que está en boca de todos sus compañeros de profesión a la hora de mencionar a sus actores favoritos; por algo será… Un poco como lo que pasa aquí con Fernando Fernán Gómez aunque salvando océanos de distancias en lo que se refiere al «magnetismo».
Y por favor, no incluya en en el mismo texto «actor» y «Sinatra» porque damos lugar a un oxímoron del tamaño de un asteroide de esos que tienen que caer un siglo de estos.
Usted ha visto pocas pelis de Sinatra ¿verdad?
He visto muchas y en cualquier caso, las suficientes para decirle que no tiene usted ni idea. Sinatra fue un fenómeno social pero un cantante blanco del montón y un pésimo aspirante a actor.
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«En el libro que Sam Taylor Wood dedicó a las lágrimas de los actores Newman aparecía, simplemente, con una mano, su derecha, que le cubría parcialmente el rostro. Otros actores aparecían desolados, derramando lagrimones del tamaño de un limón, pero él no. A él le bastaba con mirar a cámara con un solo ojo. » Joder qué observación más absurda. A saber cómo llegó cada uno a esas lágrimas y a esa foto como para sacar conclusiones.