Estamos en Nueva York, en el primer tercio del siglo XX. Un pequeño equipo de operarios se sitúa en una de las entradas del famosísimo Brooklyn Bridge, por entonces uno de los dos símbolos más internacionalmente reconocibles del país junto a la Estatua de la Libertad. El puente se erige sobre el East River, conectando el barrio de Brooklyn con la isla de Manhattan, así que constituye una arteria esencial en el movimiento interno de la metrópolis. Los operarios depositan sus materiales y comienzan lo que parece la construcción de una cabina de peajes con barrera incorporada, todo ante la atenta mirada del hombre que les está pagando el sueldo. El individuo observa los trabajos con aire satisfecho, pensando ya en la lucrativa tarifa que planea empezar a cobrar a todo aquel que pretenda atravesar el puente: en la populosa y transitada ciudad neoyorquina, un peaje situado en la entrada constituirá una más que redonda fuente de ingresos y supondrá la recaudación de una pequeña fortuna diaria. Qué mejor y más fácil manera de hacer dinero a espuertas que controlando una de las entradas al corazón de la urbe y cobrando a quien intente entrar o salir de ella. Negocio seguro. No puede fallar.
Pero no tardarán en aparecer unos agentes de policía y plantarse ante los operarios. ¿Qué demonios creen que están haciendo? Los obreros se encogen de hombros y señalan al hombre que los ha contratado; ellos solo están haciendo su trabajo. Los policías se dirigen entonces al jefe de la improvisada obra, pero este se muestra ufano, acercándose a ellos con actitud condescendiente: “¿Sucede algo, agentes?” Naturalmente que sucede algo: está construyendo una cabina en la entrada del puente, ¿quién se supone que le ha dado permiso? El tipo responde algo parecido a “yo me he dado permiso” y, sonriente, les enseña un documento que parece estar en toda regla: el título de propiedad. Están ustedes, señores agentes, hablando con el legítimo dueño del Puente de Brooklyn de Nueva York. Y como dueño que es, puede permitirse cobrar el acceso a quienes tengan la intención de atravesarlo, así que por ello se dispone a construir la cabina de peajes. Aunque parezca mentira, esta escena fue bastante habitual en Nueva York durante una época y no una, ni dos, sino bastantes veces tuvo que intervenir la policía local para impedir que alguien se empeñase en construir —otra vez— un puesto de cobro a los viandantes.
Los policías sacuden la cabeza. Tendrán que explicarle al supuesto dueño del puente de Brooklyn que el susodicho pertenece —naturalmente— al ayuntamiento de la ciudad de Nueva York. Que no puede pretender construir una cabina de peaje allí por su cuenta y riesgo. Que su flamante título de propiedad, por más auténtico que parezca, es una falsificación. Que ha sido una víctima más de George C. Parker, el hombre que entre 1883 y 1928 vendió el Puente de Brooklyn a más de cuatro mil quinientos incautos con los bolsillos repletos de dólares. Una media de un par de ventas por semana durante varias décadas. Sí, amigo: no es usted el legítimo propietario del acceso a Manhattan. Parker, el más grande timador de su tiempo, le ha estafado a lo grande.
Una oportunidad única
Las hazañas de Parker llegaron a formar parte del imaginario popular e incluso llegó a influir en el idioma, ya que en el lenguaje coloquial estadounidense existe la frase “si te crees eso, entonces tengo un puente que venderte”, nacida de las miles de ocasiones en que nuestro protagonista le encasquetó una de las infraestructuras más famosas de Nueva York a algún poco reflexivo comprador.
George C. Parker tenía poco más de veintitrés años cuando se completó la construcción del puente de Brooklyn, pero apenas tardó unas semanas en idear y poner en marcha la estafa de la venta del mismo. Ya en 1883 Nueva York era un confuso hervidero en constante crecimiento donde llegaba gente de todas partes intentando abrirse camino. Un lugar donde alguien espabilado podía hacer toda clase de rápidos y fáciles negocios, ya fuesen legales o ilegales: la ciudad era como El Dorado para los ambiciosos y los aprovechados. Por otra parte, casi nadie tenía demasiado claro qué bienes urbanos se consideraban de usufructo público y cuáles no, y la idea de que un puente pudiese ser de propiedad privada no resultaba chocante. De hecho, Parker comprendió pronto cuál era uno de los resortes más efectivos para llevar a cabo un buen timo: apelar a la codicia del estafado. Con su carisma y su habilidad para ganarse la confianza de sus víctimas, Parker se presentaba como el constructor del puente. Describía un posible negocio de peajes que sonaba muy prometedor, embelleciendo la imagen de cientos, miles de neoyorquinos que pagarían una tarifa día tras día, semana tras semana, mes tras mes, enriqueciendo hasta la náusea a quien fuese el afortunado propietario del puente: ¿Queréis entrar o salir de Manhattan? ¡Tendréis que pagarme a mí!
Sin embargo, Parker explicaba después por qué no podía hacerse cargo personalmente de la lucrativa gestión de los peajes del puente. Lo suyo era la construcción, no la gestión aduanera, y no tenía ganas ni interés en ocuparse de cabinas de cobro y barreras porque sencillamente tenía mejores cosas que hacer. Así que su idea era deshacerse de la propiedad del puente cuanto antes, incluso dispuesto —muy a su pesar— a venderlo por debajo de su verdadero valor. En ese momento sus víctimas estaban ya con las glándulas salivales vibrando en la feliz anticipación del suculento bocado. La idea de sablear diariamente el bolsillo de miles de conciudadanos resultaba demasiado tentadora: un negocio de peajes se antojaba algo tan simple y lucrativo que resultaba difícil resistirse a la tentación. Así que muchos de ellos picaban. Parker les enseñaba un título de propiedad que parecía perfectamente homologado y a continuación firmaban un contrato de compraventa que también tenía aspecto de resultar auténtico.
Conforme pasaban los años, Parker fue refinando sus métodos, entre otras cosas porque sufrió un par de condenas carcelarias relacionadas con aquellas estafas. Para engañar a sus víctimas llegaba a montarse un vistoso despacho donde discutir y formalizar la transacción. Toda su documentación falsificada estaba cuidadosamente elaborada y parecía estar en regla, dando gato por liebre incluso a experimentados hombres de negocios. A sus víctimas no se les ocurría pensar que la idea de que aquel puente fuese de propiedad privada y que un único individuo, por la gracia de de sus sacrosantas narices, cobrara peajes en uno de los principales accesos al corazón de la ciudad, no tenía demasiado sentido ni sería permitida por las autoridades. La codicia los cegaba.
El estafador ajustaba el precio a reclamar por la venta del puente según la apariencia de los estafados, formándose una idea de lo que cada uno de ellos sería capaz de pagar al contado como entrada. La cantidad variaba bastante, pero la estafa resultaba generalmente muy beneficiosa: calculada en dinero actual, su ganancia por venta podía rondar entre los varios miles de euros y —muy ocasionalmente, cuando el estafado era particularmente rico— un millón de euros, o incluso más. Aceptaba un pago inicial en metálico, pero también se permitía el lujo de ofrecer un cómodo programa de financiación para quienes no podían abonar toda la cantidad al instante: algunos de sus compradores estuvieron pagándole plazos durante meses, antes de averiguar que su adquisición no tenía ninguna validez legal (de hecho, los hubo que solo se enteraron de la verdad precisamente cuando la policía les impedía situar cabinas de peaje en las entradas del puente). Con todo, nunca faltaba clientela. Es más: la estafa no pasó desapercibida para otros colegas del gremio y surgieron imitadores que también se dedicaban a vender el puente a inocentes negociantes o a turistas acaudalados, aunque solían emplear métodos menos sofisticados. Situaban un cartel de “En venta” y se quedaban al acecho de crédulos que se interesaran por el asunto. Entonces les enseñaban las distintas dependencias del puente, liándolos con sus visiones de futuro negocio, y finalmente formalizaban la venta. Estos imitadores escogían cuidadosamente los horarios en que colocaban sus carteles, evitando las rondas de la policía.
Parker se preguntó por qué limitar su actividad a aquel puente, sobre todo porque la estafa de los peajes se había ido haciendo notoria y resultaba más complicado encontrar víctimas. Con su habilidad para enganchar a ricachones ansiosos por apoderarse de cualquier cosa, lo cierto era que podía extender la estafa a otros lugares. Comprendía bien que, además de despertar el afán de lucro podía jugar con el ego de aquellos hombres: ¿qué mejor manera de autoafirmarse como triunfadores que poseyendo alguno de los símbolos más célebres de los Estados Unidos de América? Desde su despacho ficticio llegó a vender pequeñas minucias como la Estatua de la Libertad o el Madison Square Garden a opulentos infelices convencidos de que podían terminar presumiendo de ser los flamantes propietarios de semejantes monumentos de fama mundial. Parker era tan hábil que consiguió que le comprasen incluso ¡tumbas! En alguna ocasión se hizo pasar por el nieto del legendario general y antiguo presidente del país, Ulysses S. Grant. Como supuesto miembro de la familia, consiguió vender nada menos que el aparatoso mausoleo del pobre hombre. Afortunadamente, en este caso la policía no tuvo que acudir al National Grant Memorial para impedir que alguien desenterrase a Grant para colocarlo en una urna y cobrar entrada.
George Parker vivió muy bien a base de vender repetidamente algunas de las piezas arquitectónicas más notorias de Nueva York, pero con el transcurso del tiempo la gente empezó a estar más alerta ante la estafa de los monumentos famosos, así que resultaba más difícil encontrar a compradores. Pero no hablamos de un hombre que no fuese capaz de reinventarse a sí mismo, y terminó recurriendo a otros productos menos manoseados por los timadores y también más manejables. Se dio cuenta de que no siempre necesitaba complicarse la vida falsificando elaborados documentos de propiedad inmobiliaria, porque también podía vender los derechos de obras teatrales o musicales de éxito… con los que él, por descontado, no tenía absolutamente nada que ver. Haciéndose pasar por productor, cobraba buenas sumas por permitir que otros productores —estos de verdad— montasen sus propias versiones de espectáculos exitosos. Así, no solo aparecía gente intentando construir cabinas de cobro en el Puente de Brooklyn, sino que también podía aparecer de la nada toda una producción teatral que estaba “pirateando” sin saberlo una obra de la que no tenían los derechos, aunque hubiesen creído pagar por ellos.
El ocaso del artista y el auge de los discípulos
A sus cincuenta y ocho años, George C. Parker era el mejor estafador del país y había vivido muy bien de su peculiar profesión. Solo había pasado dos temporadas en prisión, algo bastante remarcable teniendo en cuenta que no era un trilero callejero ni un timadorcillo de poca monta, y que durante su vida realizó —literalmente— miles de estafas de gran envergadura. Sin embargo, a la tercera fue la vencida: en 1928 fue detenido y acusado de fraude por tercera vez. El juez no tuvo reparos: adujo los antecedentes de Parker para condenarlo nada menos que a cadena perpetua. Así terminaba su carrera criminal: ingresó en la prisión de Sing Sing, de donde ya no saldría nunca.
Por entonces era ya considerado el más grande con man de su tiempo. Un con man, o “artista de la confianza”, es un estafador especialista en ganarse la familiaridad de un tercero para involucrarlo en estafas complejas que no podría realizar sin mediar esa estrecha relación. Todo el mundillo de los estafadores sabía que Parker era el más grande y gracias al prestigio adquirido entre sus colegas de profesión, durante sus últimos años en la cárcel los demás presos lo trataban poco menos que como a una estrella. Ellos, como los propios guardias, disfrutaban muchísimo escuchándole contar historias sobre sus cuatro décadas de grandes engaños. Si algo no le faltaba a Parker era precisamente un buen arsenal historias que contar. Pasó ocho años entre rejas y murió en 1936, a los sesenta y seis años, todavía ocupando su celda. Pero, como decíamos, su larga carrera creó escuela. Además de sus imitadores tempranos y mientras Parker aún estaba en activo, la venta del puente de Brooklyn o de otros monumentos parecidos llegó a incorporarse en novelas picarescas o incluso en películas, tanto norteamericanas como británicas. La idea fue anotada por individuos de similares habilidades y los mismos o menos escrúpulos, que decidieron ponerlas también en marcha.
Aquello produjo escenas tanto o más cómicas que la de los individuos intentando levantar cabinas de peaje en un puente público. En 1929, un año después de la detención de Parker, un estafador cuya identidad nunca llegó a conocerse se presentó ante los adinerados dueños de una cadena de fruterías haciéndose pasar por vicepresidente de la empresa concesionaria de la estación central de tren de Nueva York. ¿Qué relación tiene la fruta con los trenes? Ninguna, por descontado, pero el individuo consiguió convencerles de que la estación iba a desmantelar su oficina de información al cliente —en adelante la información la proporcionarían los propios taquilleros con el propósito de ahorrar… “recortes”, que diríamos ahora— y que iban a alquilar ese espacio para colocar alguna tienda que aprovechase el flujo diario de miles y miles de viajeros. El tipo llegó incluso a montar un lujoso despacho «de vicepresidente» en un edificio anejo a la propia estación, con lo que la verosimilitud de su engaño era total, porque solamente alguien de la verdadera empresa concesionaria hubiese sabido que aquello no era el despacho ni del vicepresidente, ¡ni de nadie! Tras camelarse a los dos empresarios llegó a un trato: durante un plazo de varios meses, en los cuales todavía estaría funcionando la oficina de información, le pagarían varios miles de dólares mensuales hasta completar la suma total del arrendamiento. Finalmente, en una fecha estipulada, podrían tomar posesión de su prometedor rincón comercial en la multitudinaria estación. Así que llegado ese día los estafados se presentaron en la estación, dispuestos a desalojar la oficina de información para empezar a montar su frutería. Traían consigo su contrato, pero eso no evitó que se organizase una buena trifulca cuando los atónitos empleados del centro de atención al cliente se negaban a abandonar sus puestos de trabajo. Los papeles de los supuestos compradores estaban a nombre de una empresa ficticia y firmados por un vicepresidente del que nadie había oído hablar, que por supuesto ya se había fugado con el dinero… y mientras tanto, ¡aquellos dos tipos se empeñaban en plantar allí su puesto de verduras! La escena era soberanamente surrealista. Pero cuando el asunto se aclaró y se descubrió la estafa, resultó que la cosa tenía todavía más guasa. El timador, como último guiño de sinvergonzonería pícara, había elegido como fecha de supuesto cierre de la oficina el día 1 de abril… precisamente el equivalente anglosajón de nuestro “día de los inocentes”. Ahí es nada.
Nunca se volvió a saber de él.
También en Europa surgieron casos de vendedores de grandes edificios famosos. En París tuvo lugar una de las más delirantes: se trataba de la venta de la torre Eiffel… ¡como chatarra! La famosa torre fue construida inicialmente para la Feria Mundial de París de 1889: en su momento se suponía que tras una década de ocupar el lugar que todos conocemos junto al río Sena, sería desmantelada. Dado que su estilo chocaba frontalmente —y sigue chocando— con la arquitectura de aquella zona de la ciudad, fue concebida como una estructura meramente temporal. Sin embargo los parisinos se acostumbraron a su presencia y además se convirtió en un reclamo turístico más, así que aunque no dejó de ser considerada temporal, el desmantelamiento previsto fue aplazado sine die. Así pues, en los años veinte la torre todavía seguía en pie, como bien sabemos, e incluso hoy lo seguirá estando mientras no se produzca una invasión alienígena (por algún motivo, los marcianos de las películas tienden siempre a ensañarse con la torre).
Sin embargo, en aquellos años veinte todavía no estaba completamente claro si la torre Eiffel no tendría las horas contadas. Sobre todo porque el ayuntamiento parisino estaba teniendo problemas para financiar su conservación: la enorme estructura de metal resultaba costosa de mantener y era una carga para el presupuesto del consistorio. Las cosas se pusieron feas, hasta el punto de que la prensa local comenzó a barajar la opción de que finalmente se desmontase la torre como se había planeado en un principio. La idea levantó una oleada de protestas entre muchos parisinos, pero el desmantelamiento era una opción plausible, gustase o no a los ciudadanos. Tanto es así, que el checo Victor Lustig rápidamente vio la oportunidad cuando leyó la noticia en el diario. Pensó que la torre Eiffel desmontada se convertiría en un verdaderamente enorme montón de metal que vender a buen precio… y solo necesitaba encontrar a un comprador lo bastante cándido para colocárselo. Haciéndose pasar por un funcionario gubernamental, Lustig convenció a un hombre de negocios francés de que la torre iba a ser desmontada y que podría quedarse con todo aquel metal para reciclarlo o revenderlo. Tras un complicado juego de engaños —estuvo a punto de ser descubierto, pero evitó que su cliente sospechara inventando una historia aún más enrevesada y rocambolesca de supuestos sobornos—, formalizó la venta de la futura chatarra y salió el país con una lustrosa maleta repleta de billetes. El comprador, ni que decir tiene, se quedó con un palmo de narices cuando supo que Lustig tenía tanta relación con la torre Eiffel como con las pirámides de Egipto. Al propio estafador checo le salió tan bien la jugada que se sintió tentado de repetir: un mes después regresó a París e intentó reproducir la jugada, pero fue descubierto por la policía y tuvo que salir huyendo a toda prisa hacia los Estados Unidos. Seguramente contaremos con más detalle su historia en otro artículo, porque su biografía es toda una historia, y además hablamos de un hombre ¡que llegó a estafar al mismísimo Al Capone!
Más suerte tuvo el escocés Arthur Ferguson, un actor con residencia en Londres que trabajó en una de aquellas películas basadas en la estafa de la venta de monumentos. Intrigado por la inocencia de los turistas estadounidenses y sabiendo que el timo descrito en el film tenía base real, decidió pasar a la acción. Durante años Ferguson vendió a turistas minucias como el Big Ben, la estatua de Nelson o incluso —por un precio menos módico, eso sí— ¡el Palacio de Buckingham! ¿Cómo se las arreglaba para encasquetar a un comprador nada menos que la residencia oficial de la familia real británica? Difícil precisarlo, pero cuando fue descubierto huyó a los Estados Unidos y una vez allí, ¡consiguió vender la Casa Blanca!
Así que ya sabe, amigo lector: si alguien se le acerca ofreciendo la venta del Museo del Prado o del Palacio de la Zarzuela, desconfíe… hablamos de una estafa con una muy larga historia. Eso sí, si lo que le ofrecen es un hospital o una escuela pública, no desestime de inmediato la oferta… ¡podrían estar diciéndole la verdad!
Muy buena historia.
Si hay gente para todo…
Super interesante el articulo!
Me gustaria leer mas de gente que hace este tipo de engaños! algun libro en particular para recomendar?
Muy interesante. Genial historia.
http://nuevayorknoseacabanunca.com
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Curiosa y divertida historia
El provecho de la codicia.