Esta es una historia verdadera. La historia del sueño americano hecho realidad. La historia de un hombre que se ganaba el pan con el sudor de su frente cambiando sábanas y almacenando cajas de medicamentos en un hospital, pero que en realidad era un artista encerrado en el cuerpo de un celador; la historia de un genio desatendido por la fortuna, condenado a rutinarias labores en la sombra, prisionero de una existencia anónima e ingrata sin que el mundo tuviese noticia alguna de su potencial, como aquel Albert Einstein que languidecía día tras día ante la ventanilla de una apolillada oficina de patentes. El protagonista de nuestra historia desperdiciaba su talento acarreando sábanas de una habitación de hospital a otra, en aquel torturante laberinto de corredores blancos teñidos de una rutina y vacuidad tan inapropiadas para un ser de su sensitiva naturaleza artística. Porque la verdadera ambición de nuestro protagonista, el más grande objetivo de su vida, no era el de permanecer deambulando para siempre entre los corredores de aquel hospital, sino el de convertirse en un gran cineasta. Escribir, dirigir y protagonizar una película con la que emular a sus grandes ídolos: Orson Welles, Marlon Brando, Tennessee Williams. Cuán noble empeño el de devolver al séptimo arte aquel bouquet de una era perdida, aquel savoir faire de los viejos maestros. Un moderno Fénix de los ingenios languideciendo en un empleo sin futuro como otros tantos genios olvidados antes que él: Tommy Wiseau, así se llama nuestro protagonista. Un individuo único, un hombre que lo dejó todo, que dio el paso hacia lo incierto y fue finalmente recompensado con el reconocimiento internacional. Uno de los últimos cineastas auténticamente independientes en conseguir que se escuche su voz en mitad de una industria dominada por los grandes estudios. Y ya de paso, el más sublime proveedor contemporáneo de cochambre d’auteur.
Cama tras cama. Sábana tras sábana. Almohada tras almohada. Así, día tras día en un bucle infinito. Aquello tenía que terminar. Lo de desplegar fundas de almohadón no era tarea para un virtuoso de sus polimórficas condiciones, para un intelecto renacentista como el suyo. Él, un bohemio atrapado por el sistema, un poeta a sueldo de la industria sanitaria. Pero, ¿quién era Tommy Wiseau? Difícil de decir. Está rodeado por todo el decimonónico misterio que nos atrevamos a pedirle a un icono de la periferia romántica, de los rebeldes márgenes del Arte: nada se sabe sobre su vida pasada, nadie tuvo nunca muy claro de dónde provenía, nadie ha conseguido descifrar su extraño acento. Él dice que nació en los Estados Unidos, que creció en Nueva Orleans y que pasó una temporada en diversos países de Europa, entre ellos Francia. Sí, eso es lo que él dice. Pero lo mismo podría haber escapado de la tripulación de algún carguero clandestino polinesio. O quizá se curtió como extra cinematográfico haciendo de pandillero en películas de serie B coreana y algún día descubramos su pasado en cintas de karate, o Dios no lo quiera, en alguna embarazosa —y por qué no decirlo, potencialmente muy desagradable— película pornográfica. Incluso podría ser como el Jerome Newton de The man who fell to Earth: un ser de allende las estrellas que llegó a la Tierra en una nave espacial y que para costear sus ambiciosos proyectos vendía anillos de oro que había traído desde su lejano mundo en una maleta. Ya incluso antes de su triunfo, Tommy Wiseau era una figura fantasmal, un espectro perdido en los pasillos de un centro médico, alguien del que ni sus propios compañeros sabían gran cosa. Un genio en la agonía de una rutina para mediocres, pero también un hombre enigmático. Hasta que un buen día decidió volver a la vida. Para lo cual, como todos sabemos, hay que salir definitivamente del hospital. Cuando abandonas aquellas estancias con olor a desinfectante, cuando dejas atrás la asepsia alcanforada y el sol templa tus mejillas, el viento hace parpadear tus ojos y los trinos de los pájaros te dan la bienvenida, es entonces cuando sabes que has resucitado y que hay toda una nueva vida ante ti. Tommy Wiseau salió del hospital. Tommy Wiseau fue a por todas.
Ganó rápidamente seis millones de dólares. Buena pregunta, amigo lector: ¿cómo amasa tan rápidamente seis millones de dólares un ex-celador que acaba de dejar su trabajo? Dice él que importando chaquetas de cuero desde Corea. Podríamos creerlo, aunque también podríamos pensar que no era precisamente cuero lo que importaba. Pero quién puede afirmarlo con seguridad: estas dudas forman también parte del encanto, del misterio, del enigma. Nunca sabremos exactamente todo lo que queremos averiguar sobre el pasado de Tommy. Mejor así. Una pregunta es siempre mejor que una respuesta. Digamos únicamente que aquellos dólares acudieron a sus bolsillos. Es la magia de Wiseau. No nos cuestionemos la magia.
Una vez reunidos aquellos seis millones, el emprendedor Tommy abandonó el exitoso tráfico internacional de chaquetas para invertir su nueva fortuna en cumplir aquel viejo sueño de rodar una película. Su proyecto se iba a llamar The Room, un drama intimista sobre un triángulo amoroso que conduce a un trágico desenlace. El guión, naturalmente, estaba escrito por él. Basado en una novela también escrita por él. A su vez basada en una obra de teatro también escrita por él. Así es Tommy Wiseau: va de formato en formato como la Zarzamora, siempre buscando la mejoría, siempre persiguiendo el progreso. Aquella novela no la hemos leído, pero suponemos nunca le hubiese supuesto una nominación al Nobel. Desde luego no consiguió que nadie se la publicase; ni la obra teatral ni la novela provocaron que el cruel y miope negocio del espectáculo descubriese el potencial literario del autor. Pero ahora que tenía el dinero y podría finalmente plasmar su visión en celuloide, el mundo estaría forzado a conocer el nombre de Tommy Wiseau. Nada sería igual desde entonces.
Se compró dos cámaras de distintos formatos, según parece porque no tenía muy claro cuál de las dos convenía más a sus fines, ya que aquel era su debut en la creación cinematográfica y los años de cambiar sábanas nada enseñan sobre lentes y resoluciones de imagen. Reunió un equipo de producción formado por gente tan amateur como él, aunque a día de hoy ni el propio equipo sabe muy bien cómo se produjo todo aquello. La perpetua ceremonia de confusión que es la vida de Wiseau se trasladó de manera perfectamente natural al plató, pero lo verdaderamente importante era que The Room estaba en marcha, que su ansia de convertirse en director de cine estaba finalmente —muchas fundas de cama y chaquetas coreanas más tarde— al alcance de su mano. ¿Que cómo transcurrió aquel rodaje? Intentar componer una crónica coherente y unificada a partir de los fragmentarios testimonios de los implicados es una tarea de titanes. Se dice que el reparto tuvo que ser rehecho cuando Wiseau echó a algunos de los actores iniciales para contratar después a otros. Esto es, una vez más, lo que él dice. Al parecer no le encajaban con el papel, no tenían la personalidad indicada o simplemente no satisfacían sus elevados estándares de calidad. Y por eso los despedía. O quizá sencillamente eran los propios actores quienes se marchaban cuando veían lo que se estaba cociendo, un proceso de filmación que resultaba ruborizante incluso para tratarse de la producción amateur de un novato.
De hecho, uno de los co-protagonistas del film era un conocido suyo que en principio se negaba a salir en pantalla y únicamente quería participar como ayudante, pero que terminó aceptando actuar cuando el exigente Tommy echó también al tipo encargado de interpretar aquel papel, siempre según la versión oficial en la que la gente era “despedida” y no huían despavoridos ante lo que estaban viendo. La otra protagonista, la pareja cinematográfica de Wiseau en el film, era una chica de pueblo literalmente “recién bajada del autobús”, una especie de versión real del personaje de Penny en la serie The Big Bang Theory (salvando las distancias, claro: que nadie espere encontrarse algo parecido a Kaley Cuoco). La chica llegaba a Los Angeles en busca de una oportunidad. Y qué oportunidad. Nada más pisar suelo californiano entró a formar parte de aquella nueva película destinada a romper los moldes del séptimo arte. Una vez más, Wiseau fue a por todas. Los miembros del rodaje recordarían después cómo asistieron con una mezcla de horror y vergüenza ajena al primer día de rodaje con la nueva, en que Wiseau se empeñó en grabar las secuencias de sexo con ella, así, de primeras, prácticamente “abalanzándose” sobre la recién llegada. Si los testigos se sonrojaban solo con verlo, cabe imaginar la macedonia de sensaciones que debió de experimentar la pobre debutante: “¿de verdad el cine consiste en esto? ¿Esto va a ser siempre así?” Nada como una dura —y embarazosa— primera jornada de rodaje para sentir en tus carnes que definitivamente acabas de debutar en la industria. Como dice la canción: no hay negocio como el negocio del espectáculo.
El guión que Wiseau repartió entre sus actores, fruto de sus años de anónimo crepitar de ingenios, fue unánimemente considerado por sus nuevos empleados como “ilegible”. Al parecer, la posmoderna sensibilidad literaria de Wiseau no era bien entendida por los intérpretes aficionados que lo rodeaban, quienes tenían verdaderos problemas para pronunciar con serenidad aquellas partes de diálogo que él consideraba bellamente conmovedoras pero que para los demás eran sencillamente atroces. El argumento estaba centrado, como decíamos, en el dramático triángulo amoroso entre los tres protagonistas —el personaje de Wiseau, su novia y su mejor amigo—, un drama intimista perlado con dolorosos engaños y traiciones. También se puede decir de aquel argumento que estaba desarrollado de manera completamente caótica en una sucesión de secuencias que a menudo no parecían llevar a ninguna parte, plagadas de diálogos sin sentido y de subtramas que aparecían en una secuencia y desaparecían misteriosamente sin concluir, aunque para entonces el guión ya nos había distraído con muchas otras inconsistencias y estupideces. Nadie en el rodaje entendía nada de todo aquello, pero Wiseau tenía el dinero de las chaquetas coreanas, así que era el jefe. Como de todas maneras allí no había prácticamente nadie con experiencia alguna en la verdadera industria cinematográfica, todos tiraron adelante siguiendo a su líder.
En el 2003 fue finalizado el film, del que el propio Wiseau supervisó el montaje y en el que, llevado por ese afán de perfección propio de los auténticos colosos del cine, dobló su propia voz en varias secuencias a posteriori con, por así decir, resultados de una sorprendente hilaridad. Con The Room ya enlatada y lista para la distribución, Wiseau alquiló una valla publicitaria bien visible en una zona muy transitada de Los Angeles. Eligió una foto en primer plano de sí mismo como imagen promocional; hemos de decir —no es ninguna broma— que como consecuencia de ello muchos conductores dedujeron que se trataba de una película de terror. Wiseau se gastó parte del dinero que todavía le quedaba en una exigua campaña de promoción donde, muy modestamente, etiquetó su propio film como “una película con la pasión de Tennessee Williams”. Contrató algún espacio televisivo barato para emitir un bastante poco prometedor trailer. Finalmente, el talento en alza del séptimo arte alquiló una sala para la proyección y organizó una premiere con la asistencia del reparto en pleno. Para reondear la glamourosa ocasión, el antiguo celador y magnate de las chaquetas se presentó aquella noche del estreno montado en una vistosa limousine. Esto es Hollywood, amigos: pórtate como una estrella y la gente se tragará que eres una estrella aunque tengas cara de haber debutado como extra en un episodio de The Walking Dead. Sin embargo, el detalle de la limousine no impresionó demasiado a los que sin estar invitados habían pagado una entrada para ver la película. De hecho, miembros del propio reparto recordarían más tarde como en aquella gloriosa jornada de estreno hubo espectadores que estaban en taquilla reclamando la devolución de la entrada… cuando aún no había transcurrido ni media hora de película. Un auténtico triunfo.
Ante tan descorazonadora reacción del público, no es extraño que el film pasara dos semanas en cartel sin pena ni gloria, con los pocos espectadores que cometían la osadía de pagar una entrada reclamando su dinero a los pocos minutos de proyección (aunque no le fue mucho peor que a Supernova, el psicodélico “flick” de Marta Sánchez, cuyo estreno tuvo más salas vacías que la Moncloa en día de partido de Champions). El arte de Wiseau no estaba siendo comprendido. A los cretinos sin sensibilidad que rechazaban The Room el cine de Wiseau les parecía concebido por un niño de siete años, pero es que los grandes vanguardistas siempre han de enfrentarse a la incomprensión de la turba insensible e ignorante. Qué sabrán ellos. La chuma y la canalla quieren explosiones y cosas hechas por computadora; quieren esas películas de James Cameron que son repulsivas historietas de amor camufladas bajo toneladas de efectos especiales en diecisiete dimensiones cuyo presupuesto podría haber reflotado varias economías del tercer mundo.
La cosa pudo haber quedado para siempre así y The Room pudo haber sido sepultada en el más completo olvido de no ser por la casualidad. O llamémoslo la insana curiosidad de un espectador que se metió en la sala porque probablemente no sabía qué más hacer aquella tarde. El tipo, que era colaborador de una web humorística, compró su entrada y entró a ver The Room sin tener muy claro qué se iba a encontrar. No había nadie más en la sala; todas las demás butacas estaban vacías, lo cual no auguraba nada bueno. Pero se sentó. Vió la película. Entera. Y pasó todo el metraje, con perdón de las damas presentes, descojonándose hasta las puñeteras lágrimas. No pidió que le devolviesen el dinero de la entrada. Es más: quería volver a verla. Pagando. Aquel mismo día telefoneó a varios amigos suyos y les insistió en que tenían que acompañarlo al cine para contemplar aquel artefacto antes de que fuese retirado de circulación. Cuando pensamos en películas involuntariamente hilarantes, imaginamos algo de terror con efectos especiales malos, de ciencia ficción baratas, en Historias del Kronen y Gente pez, o esas de romanos que tanto le gustan —Dios sabe por qué— al psicótico de Emilio de Gorgot, simpático responsable de haber titulado esta sección como se titula y a quien algún día se la devolveré con otra sección paralela titulada “Mi gozo en un Gorgot”, “Deja de comer croquetas, pedazo de Gorgot” o alguna otra cosa a la altura de tan insigne a la par que trastornado redactor de Jot Down.
Pero The Room no era nada de eso. Ni terror, ni ciencia ficción, ni romanos, ni una tertulia en Intereconomía. Era un drama. Una película “de sentimientos”. Y aun así no tenía nada que envidiarle en poder carcajeante a lo más granado de la “comedia involuntaria” de serie B. Así que a pocos días de que la película —dada su triunfal carrera comercial— sufriese su programada retirada de cartel, nuestro amigo el de la web regresó al cine con un pequeño grupo de conocidos, habiéndoles aleccionado previamente sobre la joya que estaban a punto de contemplar. Todos se lo pasaron en grande. Cuando tras un par de fines de semana el film fue definitivamente retirado, el boca a boca había conseguido que en el último día de proyección se congregasen en la sala un centenar de nuevos espectadores, quienes reían a mandíbula abierta y aplaudían fervorosamente el nuevo descubrimiento. Lo que veían en pantalla no reflejaba “la pasión de Tennessee Williams” precisamente, sino que podía ser más bien considerado el drama más cochambroso e hilarante de las últimas décadas y quién sabe si de todas las épocas. The Room estaba empezando a ser reverenciada por su primer puñado de fanáticos; la mecha se había encendido. El film desapareció de las salas de cine conforme a lo programado, pero Internet se encargaría del resto. El culto estaba a punto de estallar.
Poco a poco, imágenes del film y comentarios empezaron a circular por la red. Wiseau empezó a recibir cartas de agradecimiento y felicitación de nuevos fans de The Room. Supongo que debió de sorprenderle bastante, algo así como si un buen día le llega un telegrama a Francis Lorenzo anunciándole la concesión de un Oscar. Pero más allá de la sorpresa, y con aquel olfato comercial que le había permitido enriquecerse vendiendo ropa importada, editó el film en DVD para satisfacer a aquella nueva y creciente oleada de admiradores. Los internautas comenzaron a editar y publicar recopilaciones con las escenas más carcajeables, los momentos más surrealistas, las líneas de diálogos más absurdas y sobre todo con las más brillantes perlas interpretativas del protagonista, el propio Wiseau. La demanda seguía creciendo. El astuto Tommy terminó alquilando otra sala para volver a llevar su magna obra a la gran pantalla y durante el verano siguiente algunas proyecciones aisladas reunieron a nutridos grupos de entusiastas. Incluso gente del negocio —de la parte seria del negocio, queremos decir— empezó a dar su apoyo al nuevo fenómeno del cine independiente. No faltó alguna que otra estrella que dio un paso al frente y se destapó como entusiasta del trabajo cumbre de Wiseau: por ejemplo, la actriz Kristen Bell se convirtió en una inesperada fan de The Room, empezó a hablar de la película a todo el que quisiera escuchar y la muy cachonda colaba referencias a los estrambóticos diálogos del film allá donde le dejaban.
Con la repercusión cibernética y el respaldo de algunas figuras del negocio, el culto siguió creciendo y las proyecciones fueron haciéndose más frecuentes. Ya no se producían ante salas vacías, ni nadie pedía que se le devolviese el dinero de la entrada. La nueva oleada de espectadores reaccionaba con una histeria digna de una proyección de The Rocky Horror Picture Show, creando de hecho todo un ceremonial comparable al que rodea al mítico musical de los setenta. El jaleo en las salas de cine cuando se abría el telón y se proyectaba The Room era cada vez más monumental: la gente se reía, gritaba, ponía a parir las secuencias, recitaba los diálogos de memoria y hacían cosas tan extrañas como lanzar docenas de cucharillas de plástico a la pantalla mientras gritaban como descosidos “Spoons! Spoons!” justo cuando aparecía un aleatorio plano de una cuchara en la película. Tommy Wiseau, por algún motivo inextricable, es propenso a filmar cubertería sin función narrativa alguna; quizá es eso lo que él entiende como “arte”, como un niño que adorna una carpeta con macarrones.
Viendo que el éxito estaba llamando a su puerta pero no por los motivos inicialmente previstos —nadie parecía tener intención de compararlo con Orson Welles— y que todo el mundo se estaba tomando su creación a cachondeo, el antiguo traficante de chaquetas empezó a insistir en que The Room no era un drama, no. Que desde el principio ya había concebido su película como una comedia (¡mentira!), como si no fuese dolorosamente palmario que realmente había querido filmar una película a lo Elia Kazan. Pero no dejes que la verdad estropee un buen acceso de caradura, y para apoyar su nueva tesis de que The Room era una comedia empezó a manipular su viejo material en el mejor estilo de las novelas de Orwell o de George Lucas. Retocó el trailer original añadiendo frases ciertamente poco creíbles como “Una estrafalaria comedia que es un desmadre” y “la mejor película del año”, en una apabullante demostración de jeta (casi) sin precedentes en la historia del cine. Ciertamente, la desvergüenza de Tommy Wiseau no conoce límites, pero su fútil intento de marear la perdiz no consiguió engañar a nadie: evidentemente The Room había sido concebida como un drama… solo que era el drama más desastroso de todos los tiempos. Y sus fans lo amaban precisamente por ello.
Las proyecciones mensuales de su magna obra se convirtieron en una tradición en diversas ciudades estadounidenses, Wiseau siguió vendiendo DVD’s a través de su empresa Wiseau Films e incluso creó juguetes basados en la película… aunque no, en ese apecto no le ha ido como a George Lucas con el merchandising de Star Wars. Por algún incomprensible motivo no hay tanta demanda de las figuritas de The Room como de muñecos de Darth Vader. Pero bueno, ahora Wiseau estaba lo más cerca de la cumbre que puede estar —sin dedicarse a la política o a la telebasura— alguien que no sabe prácticamente hablar. Bien es cierto que su carrera cinematográfica no ha progresado lo que muchos hubiésemos esperado y que Wiseau se atrancó después de su debut y obra maestra, pero no ha sido olvidado. Concede numerosas entrevistas y los fans de The Room suelen acudir en buen número a las conferencias públicas de Wiseau, que generalmente tienen lugar antes de alguna proyección. Sin embargo, se echa de menos que haya podido crear otro clásico. Y no es que el pobre no lo haya intentado. Mientras crecía el culto a The Room quiso sorprender al mundo con un ocumental de contenido social llamado Homeless en America. El reportaje no puede tomarse muy a broma, la verdad, especialmente porque muestra la tragedia humana de la gente sin hogar… pero hay que admitir que es bastante plano, muy aburrido y que por ello no tuvo el menor impacto. Convencido por otro lado de que The Room lo había convertido en el nuevo rey de la comedia (él no la había escrito como tal, pero en la cabeza de Wiseau todo funciona así: el éxito le demuestra cosas que no existen), presentó el trailer de una futura serie de humor llamada The neighbours… serie que nadie le ha comprado y que no se ha emitido jamás en ninguna parte. Y no es extraño, viendo el trailer, que es absolutamente terrible. Solo Wiseau es capaz de crear un drama hilarante como The Room y sin embargo provocar lágrimas de angustia con su intento de comedia voluntaria. ¿O era todo en realidad una meta-broma? Sabrá Dios cómo se justificó a sí mismo, pero The neighbours no llegó a conocer ni un episodio piloto.
Su siguiente trabajo fue el corto de terror cómico The House That Drips Blood on Alex, que resultó igualmente decepcionante y no ha merecido cultivar un culto como The Room. La buena comedia involuntaria ha de ser precisamente eso: involuntaria. Tommy Wiseau es un freak, no Billy Wilder, y cuando intenta hacer reír a propósito no lo consigue. Aunque es precisamente esa incapacidad para reconocer sus limitaciones lo que forma parte de su encanto. Eso sí, también impide que deje de dar la murga, así que ha vuelto a la carga con el absolutamente desastroso The Tommy Wi-Show, un programa accesible mediante Youtube donde juega a videojuegos mientras hace comentarios supuestamente ingeniosos (¡no!), aunque siempre resulta reconfortante volver a escuchar su extraña pronunciación y sus desvaríos sin sentido. Al menos aquí una pequeña parte de su “comedia” vuelve a ser involuntaria. De todos modos parece que se le ha terminado el dinero de las chaquetas y que ha de optar por formatos cada vez más pequeños y económicos.
Pero también Orson Welles lo pasó mal después de Citizen Kane. No lo olvidemos. Las leyendas, como los buenos vinos y las tetas de Christina Hendricks, se engrandecen con el tiempo.
En fin, ya está bien de palabrería y vamos con lo bueno: algunos de los momentos más célebres de su obra maestra, The Room, acompañados del correspondiente enlace a Youtube para el disfrute de ustedes, los caballeros, y muy especialmente de ustedes, las señoritas (pueden dejar su número de teléfono en la redacción y yo las cumplimentaré debidamente cuando salga de la cárc… cuando termine con mi desinteresada labor humanitaria con… ehmm… con huérfanos congoleños, eso es. Y con perritos abandonados). Estas secuencias de The Room son algo más que entrañables píldoras de psicodelia dramática; constituyen auténtico cine con mayúsculas. Canela fina. Bocatto di cardinale. Los voy a ir enumerando sin orden ni concierto, ya que creo que el sentido de total confusión es muy indicado para el correcto disfrute de estas perlas de celuloide. Aquí, la confusión es como las cosquillitas de las burbujas del champagne. Vamos allá con un puñado de Secuencias Que Han Hecho Historia:
—Poderío. El personaje protagonista que interpreta Tommy se enfurece cuando su novia Lisa lo acusa falsamente de haberla pegado, pero el arrebato de rabia se le pasa rápidamente cuando sube al terrado y se encuentra a su mejor amigo, Mark (hay que decir que Mark anda liado con Lisa a sus espaldas… es una larga historia, compren la novela). Una demostración de matices interpretativos dignos de Marlon Brando o del mejor Laurence Olivier: Oh hi Mark.
—El pobre Tommy se siente engañado por la vida cuando en plena fiesta de su cumpleaños descubre que Mark y Lisa andan efectivamente liados. Tras un descafeinadísimo intento de pelea en el que podemos asistir al glorioso espectáculo de Wiseau imitando a una gallina (animal que, por lo visto, para él suena como una rata lijando plástico). La penetrante secuencia finaliza con otro conmovedor despliegue interpretativo en el que podemos ver el alma del personaje completamente volcada sobre la pantalla; difícil es que no se nos salte alguna lágrima contemplando tal capacidad para transmitir su dolor interior. Todos me han traicionado, estoy cabreado con el mundo.
—El romántico Tommy compra flores para Lisa. Esta secuencia es una apabullante demostración de la habilidad de Wiseau para el montaje, cuando los diálogos aparecen desordenados, causando una sensación de total estupor en el espectador, pero ¡hey! David Lynch también lo hace… así que debe de estar bien: La floristería.
—El momento más famoso de The Room es cuando Tommy le muestra a Lisa su rabia por haber sido injustamente acusado por ella de malos tratos. Es aquí cuando podemos entender aquello de que la película tiene “la pasión de Tennessee Williams”, porque Wiseau toma lo mejor de James Dean (de hecho le copia una frase) y lo transforma en lo mejor de Wiseau, lo cual, obviamente, ¡es mucho mejor que lo mejor de Dean! Una secuencia para la historia.
—Otra demostración de poderío emocional: Wiseau no solamente sabe expresar rabia y frustración con la efectividad de un James Gandolfini, sino también deja fluir su faceta más tierna y vulnerable con una conmovedora verosimilitud. Ya sabes lo que dicen, el amor es ciego. Lagrimones.
—Además de nuestro genio favorito, hay otras luminarias interpretativas en la película, como la actriz que interpreta a la madre de Lisa (bueno, y el reparto en pleno, pero en fin). Tras un diálogo aparente normal, y como quien comenta que va a llover, la mujer anuncia con toda tranquilidad que le acaban de diagnosticar un cáncer. ¡Boom! Sorpresivo giro de guión… que después no va a ninguna parte porque el tema ni siquiera se vuelve a mencionar. Pero eso es lo de menos, cuando la noticia de la tragedia ha sido comunicada de manera tan desgarrada y emotiva.
—No obstante ser un gran actor, Tommy Wiseau también es un director con pulso. Capta la realidad cotidiana con la perceptiva sencillez de un John Huston… o con la sencilla inmovilidad de una cámara de seguridad: La cafetería.
—Intensidad. Esa es la palabra para describir el momento en que Lisa descubre que su joven amigo Danny está tomando drogas y le debe dinero a un peligroso camello. Por fortuna, en mitad del festival de berridos que nuestro cineasta favorito entiende por “escena emocionante” llega Tommy al rescate (“es como un padre para ti”) y todo parece mágicamente solucionado, con alguna que otra embarazosa caricia incluida. La cúspide del drama. Aunque es todavía mejor cuando Danny le agradece a Tommy que le haya ayudado con su problema (aunque no sabemos muy bien cómo) y este responde con un hilarante tono de… llamémoslo paternalismo, así al azar, porque los tonos de Wiseau son siempre indescifrables.
—Una de las características más distintivas de Tommy Wiseau es su peculiar risa, que a veces emite boqueando como un pez en las situaciones más insospechadas. Sigo pensando que no hay que descartar su procedencia alienígena, ya que parece desconocer la función concreta de la risa, cómo expresarla o cuándo es el momento indicado para dejarla fluir. Sobre todo cuando reacciona riéndose ante una anécdota trágicamente truculenta que le cuenta su amigo Mark. O eso, o está como una regadera. What a story, Mark.
—Cualquiera que haya visto films de John Ford, Frank Capra o Akira Kurosawa sabe que uno de los puntos delicados para un actor es representar la embriaguez sin parecer un payaso, especialmente cuando su personaje es abstemio y se emborracha por primera vez. Sutileza, esa es la palabra. Afortunadamente, Tommy Wiseau atesorasutileza de sobra; es absolutamente incapaz de actuar, así que es difícil que sobreactúe alguna vez. I love you darling, haha-haha.
—A The Room se la ha denominado “la Ciudadano Kane de las películas malas” y no por nada. Nuestro entrañable Tommy quiso imitar la famosa secuencia en que un anciano Charles Foster Kane destrozaba una habitación entera consumido por la rabia, así que incluyó algo similar en su película. Ni que decir tiene que el resultado es uno de los instantes más intensos y escalofriantes en la historia del celuloide, aunque alguien debió decirle a Wiseau que su personaje, al contrario que el de Orson Welles, no era un anciano y no necesitaba moverse como tal. Pero bueno, dejemos que fluya su creatividad. Y qué decir del momento final en que (¡spoiler!… bueno, en realidad poco importa) el protagonista coge una pistola y, desesperado por la traición de su novia y su mejor amigo, decide acabar con su propia vida (“¿por qué? ¿por qué me está ocurriendo esto a mí?”, dice con un desgarrador tono que todavía me quita el sueño), pronunciando una inolvidable despedida: “Señor, perdóname”. Los pelos como escarpias.
Hay muchas más secuencias que podría citar, pero creo que esta muestra da buena idea de por dónde van los tiros… además de por el paladar del protagonista del film (“hahaha, what a story, Neyra”). Invito a los lectores a que sigan profundizando en el conocimiento de esta joya del séptimo arte. Por último, decir que frases y secuencias de The Room han sido homenajeadas y citadas en multitud de medios (hasta en The Simpsons, aunque sin mucha gracia) y Youtube está repleto de referencias y homenajes. Como cuando Wiseau interrumpe un discurso de Obama, o cuando le pone voz al anuncio lacrimógeno de Tiger Woods (sublime, ¡sublime!), o a Batman, aunque sin duda alguna mi favorita es la versión de Star Wars en la que Darth Vader habla con la voz de Tommy Wiseau: impresionante.
En fin… si el cine fuese siempre así y no como las películas de Lars Von Trier, no habría crisis ni guerras y todos seríamos mucho más felices y vestiríamos satisfechos nuestras chaquetas de cuero coreano.
You’re tearing me apart, Jot Down!
Pues con semejante análisis habrá que verla, que parece dejar a la altura del betún a todas las joyas de serie B juntas.
Tommy Wiseau es, al igual que las personas enanas, uno de esos chistecitos de Dios.
Por si se han quedado con ganas de más momentos inolvidables de esta notable cinta os recomiendo que echéis un vistazo al vídeo que le dedicó el Nostalgia Critic, y al que se puede llegar con una rápida búsqueda en youtube.
Recomiendo las escenas de cama con incómodo sexo con coito a la altura del ombligo.
Se que tommy es super bizarro, pero eso justifica Que las personas enanas, son un chistesito de dios? ….el chiste para mi eres tu, pues no puedes profundisar mas alla de lo superficial.
Gracias por el descubrimiento Sr. Neira, la verdad es que algunos de esos cortes son ciertamente divertidos :-)
Más divertido que la película en sí son los comentarios de los usuarios en Youtube.
The Room es mala, pero no es ni con mucho la peor peli de la historia. Eso sí, te ríes mucho, sin que el autor lo pretenda.
Sería injusto no hacer referencia a la reseña con la que muchos conocimos esta «obra» http://www.youtube.com/watch?v=Zkg4h8yUQoU
Señor: debo haber estado dormido todo este tiempo, que digo dormido, muerto mas bien.con joyas como esta como se puede perder el tiempo en visionar a los clásicos si están todos concentrados en uno?
Señor, perdóname !!
¡Ja, ja, ja, ja! ¡Genial, López Neyra! ¡Y yo que me creía el peor bicho sobre la faz de la tierra! Habría que precisar, que gente muy parecida a Tommy Wiseau -Dario Argento, Mario Bava, e incluso, Jess Franco- gozan aún de gran predicamento entre lumbreras de la crítica cinematográfica. Concretamente, en las páginas de revistas como «Dirigido Por», en las que alguno de sus prebostes ensalzan completamente en serio y sin rubor alguno a esos primos hermanos de Wiseau.
¡Felicidades por el artículo!
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