Proyectaba con la férrea determinación de quien se sabe único. Dibujaba sus edificios con lujuria, imaginando cuerpos de mujer en virguerías estructurales de hormigón armado.
Carioca de nacimiento y de sentimiento, todo en su vida era excesivo: su talento para crear formas nuevas, su compromiso político, su atracción por el sexo opuesto, su aversión a subirse a un avión. Primer “hijo predilecto de Nueva York” al que se le vetó la entrada en EEUU, de él llegó a decir Fidel Castro que la próxima vez que lo dejara plantado mandaría un barco desde Cuba a buscarlo. Excelso representante de una profesión intoxicada por el ego propio, tuvo la desfachatez de construir la capital de su país natal, Brasil, cobrando un sueldo básico de funcionario. Y de compartir la autoría del proyecto ganador del concurso más importante de su época, el de las Naciones Unidas, después de haber salido vencedor por unanimidad. Maestro sin escuela, la trayectoria de Óscar Niemeyer (Río de Janeiro, 1907) es la quintaesencia de un país que lo eligió como estandarte y que acabó obligándolo a exiliarse. Verdadero poeta del hormigón armado, ese niño que realizaba dibujos imaginarios en el cielo acabó convirtiéndose en el arquitecto brasileño más importante del siglo XX.
Heredero de los principios compositivos y formales de la modernidad arquitectónica, un día tropezó con la línea curva y sembró el mundo de formas audaces. Saludado unánimemente como el creador más valiente de su generación, en su trabajo encontramos fantasía y rigor, ingenio y mesura, exceso y fundamento. Siempre con una prerrogativa irrenunciable: la búsqueda de la forma bella, atemporal, aspiración máxima ante la cual se supeditan función y contenido. Transcendiendo modas y estilos pasajeros que arrastraron a muchos de sus contemporáneos, la arquitectura de Niemeyer refleja la inocencia del creador que recela de los academicismos e impone la libertad del trazo natural ante la rigidez de la máquina de habitar de la arquitectura moderna europea. Más allá de consideraciones funcionales o de estilo, son la belleza como valor absoluto e irrenunciable y la sorpresa como elemento vehicular de la experiencia arquitectónica, los pilares sobre los que se asienta una trayectoria profesional que abarca ya más de siete décadas y cuatro continentes. Figura mayúscula en su país y referencia indiscutible para sucesivas generaciones de arquitectos, la vida y obra de Niemeyer evidencian un profundo compromiso con una manera muy personal de entender la arquitectura, la política y la vida.
Nacido en el seno de una familia acomodada de corte liberal, la educación del joven Niemeyer transcurrió entre los “sambas” del Río más bohemio y los pasillos de la Escuela de Bellas de la capital, lugar del que siempre afirmó que nunca aprendió gran cosa. Alumno aplicado, le tocó vivir el convulso período que se abrió en Brasil con la llegada a la Jefatura del Estado de Getúlio Vargas y al Decanato de la Escuela de Lucio Costa, figura que sería determinante en su carrera profesional. “Todo lo que sé de arquitectura, lo aprendí en el estudio de Lucio”. Este, por aquel entonces un reconocido arquitecto carioca, ejercía la profesión a caballo entre la arquitectura de inspiración colonial portuguesa y la nueva lógica racionalista del movimiento moderno. Aupado fugazmente a la dirección de la Escuela a comienzos de los años 30, en apenas un curso académico reorganizó la docencia y revolucionó la enseñanza, permitiendo la entrada en la Academia de ideas arquitectónicas de vanguardia. Niemeyer, a la postre primero de su promoción, entró a trabajar como delineante en el estudio de Costa y fue poco a poco participando de los mejores proyectos del estudio. Este aprendizaje, que comenzó cuando apenas cursaba 3º de carrera, resulta vital para entender lo rápido que aprehendió muchos de los conceptos arquitectónicos que más tarde serían fundamentales para el desarrollo de su personalísima arquitectura.
La llegada al poder de Vargas supuso la integración de diversos intelectuales de corte progresista en las diferentes estructuras del Estado. El más célebre fue Gustavo de Capanema, por entonces ministro del nuevo gobierno, que en 1935 encargó a Lucio Costa la elaboración del proyecto para el edifico del nuevo Ministerio de Educación y Salud en Río. Costa reunió un equipo de colaboradores jóvenes, y convocó a Le Corbusier, un arquitecto suizo que en 1923 había revolucionado el mundo académico con la publicación de su Vers une Architecture, un manifiesto en el que se abogaba por la necesidad de trascender los estilos arquitectónicos del pasado y se proponía la búsqueda de una nueva arquitectura contemporánea. Trece años después, la “arquitectura moderna”, fundamentada en sus cinco puntos fundacionales (planta libre, fachada libre, separación entre cerramiento y estructura, ventana corrida y cubierta ajardinada), periódicamente teorizada gracias a los CIAM (Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna) y sostenida en el ejemplo de grandes maestros como Alvar Aalto, Mies van der Rohe y el propio Le Corbusier; era ya una realidad.
El arquitecto suizo apenas permaneció en Brasil un mes y medio, dejando tras de sí una estela de propuestas y una profunda huella en el equipo redactor del proyecto. Especialmente en el miembro más joven de todos, un Niemeyer licenciado dos años antes que fue el encargado de acompañar al maestro durante toda su estadía en la capital. Así, fueron seis semanas de intenso aprendizaje durante las cuales no solo asimiló los códigos formales y compositivos del maestro suizo y los cinco puntos de la arquitectura moderna, sino que además pudo participar de su análisis de la realidad carioca, asomándose a las relaciones entre ser y entorno y entre edificio y territorio que dicho análisis planteaba. Muchos de esos conceptos ya le resultaban familiares después de casi un lustro en el estudio de Costa, pero fue entonces cuando el joven arquitecto brasileño los asimiló definitivamente. Tanto influyeron estas semanas en su formación que una vez que Le Corbusier se hubo ido, y tomando como referencia un dibujo dejado por el suizo, supo dibujar intuitivamente la propuesta definitiva para el Ministerio, mejorando cualquier solución presentada hasta entonces. En apenas un trozo de croquis —que hubo que ir a buscar a la calle porque un inseguro Niemeyer lo había desechado por la ventana—; este supo dibujar la solución definitiva del edificio, imponiendo su criterio y dejando atónitos al resto de miembros del equipo reunido por Costa. Un primer hito que ha sido siempre considerado como la primera piedra de su inabarcable carrera profesional.
El arquitecto suizo volvió a Europa dejando en Río un ejemplo y una praxis que influyeron decisivamente en la superación de la tradición formalista neocolonial que se propugnaba unos años antes desde la Escuela de Bellas Artes. La construcción del Ministerio abrió pues un periodo de esplendor sin precedentes para la arquitectura brasileña, propiciando la aparición de un nuevo estilo que no era sino la cristalización de los movimientos arquitectónicos de vanguardia de esos años, hasta entonces tímidos en sus planteamientos y minoritarios en su extensión. Algunos de los integrantes del equipo que reunió Costa (Niemeyer, Reidy, Vasconcellos…) acabaron siendo los abanderados de ese nuevo estilo, nacido de la síntesis de influencias extranjeras y de su combinación con elementos de la cultura local, que durante las tres décadas siguientes convirtió a Brasil en una de los focos arquitectónicos más interesantes a escala global.
A pesar de que Le Corbusier siempre lo negó, este intercambio arquitectónico no fue unilateral: tal y como afirmó años más tarde el socio ad eternum del suizo, Ozenfant, la arquitectura tardía del maestro suizo evidencia una poderosa influencia de las líneas sinuosas aprendidas de los arquitectos locales durante su estancia en Río.
De Pampulha a Brasilia, la afirmación de un lenguaje nuevo
Un año después del MES, Lucio Costa y Óscar Niemeyer viajan a Nueva York, esta vez en calidad de asociados, para la construcción del Pabellón de Brasil para la Feria Mundial. Considerada como una obra pionera, en el edificio ya se empiezan a vislumbrar rasgos y detalles que evidencian la aparición de esa nueva arquitectura moderna brasileña, apoyada en principios canónicos corbusieranos que, conjugados con nuevas formas de entender el carácter plástico de ciertos elementos arquitectónicos, le confieren un cariz singular. Además de constituir la primera obra construida en el extranjero, el Pabellón le valió a Niemeyer el primero de sus reconocimientos, una medalla al “Ciudadano de Honor” de Nueva York que le reconocía su aportación a la ciudad. Irónicamente, una condecoración tal no le impidió tener su entrada vetada durante décadas en los EEUU debido a sus posiciones políticas comunistas.
Es en 1940 y en el Conjunto Arquitectónico de Pampulha en el que podemos reconocer por primera vez el genio de un Niemeyer comprometido con la búsqueda de formas nuevas, con la apuesta por la belleza formal como idea generadora indiscutible de cualquier operación arquitectónica, independientemente de la función, el entorno y carácter de lo construido. El encargo consistía en una serie de dotaciones para una nueva área de ocio en la periferia de la ciudad de Belo Horizonte y contaba con un hotel, un casino, una sala de baile y una iglesia. Sin olvidar los conceptos básicos de proporción, orden, composición y correcta organización funcional asimilados previamente, se vale de las posibilidades constructivas del hormigón armado para imaginar una arquitectura de forma libre, única hasta ese momento. Aunque en el resto de los edificios del conjunto ya se adivina su intención de desarrollar su propio lenguaje formal, es en el último edificio del conjunto, la Capilla de San Francisco de Asís, donde Niemeyer da rienda suelta a su genio creativo, y crea la primera de las grandes formas arquitectónicas que le hicieron célebre. Edificio más interesante del conjunto, la Capilla constituye pues el manifiesto fundacional de una nueva forma de entender la arquitectura: más libre, más pura, más propia. “La forma bella encuentra en sí misma su propia justificativa”.
Apenas una década después de haberle servido de “chico de los lápices”, Le Corbusier convence a Niemeyer, convertido ya en una estrella emergente del panorama arquitectónico mundial, para que forme parte del equipo que presentará el suizo para el nuevo edificio de las Naciones Unidas, en Nueva York. El concurso, convocado en 1947 y coordinado por el arquitecto americano Wallace Harrison, pretendía reunir a lo más granado del panorama arquitectónico mundial, tal y como había sucedido 20 años antes en el concurso para la sede de la Sociedad de Naciones. El solar, ubicado a la orilla del Río Hudson, fue el lienzo en el que arquitectos venidos de todo el mundo compitieron por ser capaces de concebir un edificio a la altura de una institución como la ONU, ideada como símbolo universal del deseo de reconciliación de la posguerra.
Una vez en Nueva York el brasileño volvió a superar al maestro suizo. Obligado por los organizadores del concurso a desvincularse del equipo de Le Corbusier y a presentar una propuesta propia, Niemeyer elaboró en una semana (siempre tuvo especial habilidad para elaborar proyectos geniales durante sus noches en vela; el Casino de Pampulha fue otro magnífico ejemplo) un proyecto que, una vez presentado, fue automáticamente elegido por unanimidad. Propugnaba la creación de una gran Plaza de las Naciones Unidas alrededor de la cual se organizaban los elementos que integran el conjunto, y en la que la Asamblea General cobraba un papel importante, destacado, cerrando la Plaza por uno de sus lados. Un ejercicio compositivo claro y ordenado que confería al conjunto la importancia debida y que podemos considerar precursor de la Plaza de los Tres Poderes, construida en Brasilia tres lustros más tarde. Le Corbusier no aceptó la resolución del concurso y presionó en privado al arquitecto brasileño para imponer su solución, antagónica en su planteamiento: la Asamblea debía ocupar el centro del solar y alrededor de este gran edificio simbólico se organizaba el resto de los volúmenes. Resultaba una organización compositiva menos potente que la presentada por Niemeyer, que hacía desaparecer la Plaza de las Naciones Unidas. A pesar de haber sido escogida su propuesta y contra el criterio de la organización, este aceptó modificar su propuesta, elaborando al alimón con su antiguo maestro el proyecto definitivo, para muchos un trasunto descafeinado de la idónea solución proyectada al inicio por el ubicuo brasileño. “Es usted un hombre muy generoso”, llegaría a afirmar el viejo maestro suizo muchos años más tarde.
Uno de los aspectos más reconocibles de la poliédrica personalidad de Niemeyer fue su incombustible militancia en el seno del Partido Comunista Brasileño, al que se adhirió a comienzos de la década de los 40. Profundamente preocupado por la situación de los más desfavorecidos, el conflicto entre arquitectura y sociedad siempre fue uno de los temas más recurrentes en la obra del arquitecto carioca, que encontró en la política la vía para luchar contra esa realidad. Tan profundo y sincero era su compromiso con el ideal comunista que no era infrecuente que se celebraran reuniones y comités del PCB en el propio estudio de Niemeyer, que veía cómo paulatinamente se convertía en una de las figuras más populares de la intelectualidad brasileña de izquierdas.
En el Brasil efervescente de los años 40 y 50 apareció una generación de intelectuales (músicos, literatos, arquitectos) que se atrevió a imaginar un nuevo futuro para el país sudamericano a través de sus obras y que encontró en la figura de Óscar al paladín de ese espíritu renovador. A partir de los primeros años de la década de los 50 será cuando trasladó el optimismo vitalista de su arquitectura de formas nuevas a una escala urbana, primero en São Paulo y más adelante en Brasilia.
En la capital paulista Niemeyer continuó su investigación en materia de vivienda colectiva comenzada unos años antes con la construcción del edificio Niemeyer en Belo Horizonte, en el cual ya intenta adaptar sus líneas sinuosas de inspiración natural a las necesidades programáticas de un edificio de viviendas en altura. La cristalización de toda esta investigación es el edificio Copan, gigante singular que a modo de oasis de formas sinuosas destaca en medio del anodino desierto de rascacielos de hormigón que lo rodea. Obra de gran trascendencia en materia de vivienda, a pesar del orden racionalista que impone a las diferentes tipologías de vivienda, en su interior aparece ya un lenguaje de rampas y pasarelas interiores marca de la casa que, además de la fachada curva de potentes brisoleils, conferían al proyecto un carácter inédito. Convertido en una referencia indiscutible dentro del abigarrado skyline de la ciudad, aún hoy constituye uno de los edificios más interesantes de la capital paulista.
Otra obra de gran importancia es el Parque de Ibirapuera, enorme espacio verde inserto en medio del delirante tejido urbano de São Paulo, que Niemeyer se encargará de dotar con edificios culturales y de exposición. Así, es en esta operación arquitectónica en la que evidencia el contraste entre los trazos precisos y formas geométricas claras de los diferentes edificios del conjunto y la línea curva entendida como gesto en el territorio, manifestada en la sinuosa marquesina de hormigón que recorre el parque y conecta los edificios entre sí.
De esta época destaca también la construcción de la Casa das Canoas (1953), residencia personal del arquitecto. Edificada en media de una vegetación exuberante, en mitad de las montañas de Río, la casa se desarrolla en dos partes: por un lado, un volumen semienterrado que acoge las partes privadas de la vivienda, y por otro una delicada cubierta sinuosa de hormigón blanco que enmarca una traslúcida planta baja y que es sostenida por unos pilares metálicos mínimos, que le confiere al conjunto una sensación de levitación en mitad de la naturaleza circundante. Hermoso ejemplo de esta síntesis entre modernidad arquitectónica y cultura local que caracterizaba al nuevo lenguaje arquitectónico que propugnaba Niemeyer, la Casa das Canoas recuerda a otras viviendas paradigmáticas del movimiento moderno. No lo entendió así Walter Gropius, arquitecto fundador de la racionalista escuela alemana de la Bauhaus, que afirmó que “la casa no era reproducible”. “Gropius no entendió nada”, escribió más tarde Niemeyer, furioso.
La consagración definitiva en su país llegará con la construcción de la nueva capital de Brasil. A instancias de su mentor político y amigo Juscelino Kubistchek, convertido entonces en el Presidente de la República (había sido anteriormente el alcalde de Belo Horizonte que le encargó Pampulha); el arquitecto carioca será el encargado de dar forma, función y contenido a los edificios institucionales de la nueva capital. Construir exnovo una nueva sede del Gobierno en mitad un terreno aislado, yermo y de difícil acceso en medio del Planalto Central constituyó una verdadera epopeya: se limpiaron terrenos, se desviaron ríos, se crearon lagos y se abrieron carreteras. Todo en aras de edificar, en apenas tres años, el símbolo que personificase el espíritu de la joven nación emergente. Si el proyecto para el plan urbano fue elegido a través de un concurso público, en el que prevaleció la opinión de Niemeyer a la hora de escoger al ganador —que no fue otro que su antiguo maestro Lucio Costa— a la hora de proyectar los diferentes edificios Niemeyer gozó de un poder omnímodo para crear una arquitectura que supiese conjugar las necesidades programáticas de una sede de gobierno con la monumentalidad y simbolismo exigidos a la nueva capital de la nación.
Brasilia constituyó la afirmación del Niemeyer más absoluto, un ejercicio arquitectónico sin precedentes que reveló el inmenso genio creativo de un arquitecto comprometido con la creación de una capital eterna. Comenzada en 1957 e inaugurada apenas tres años después, Brasilia constituyó un laboratorio de nuevas formas y tipologías que paulatinamente fueron dibujando un nuevo horizonte para el desolado centro del país. Así, además de edificios singulares de formas geométricas rotundas, reconocibles ejemplos de su personalísimo estilo, aparece aquí una nueva tipología que Niemeyer empleará, con variaciones, para los distintos palacios de gobiernos de la capital: un prisma de vidrio inserto en una caja estructural independiente. Con una organización formal análoga en casi todos los “Palacios”, en base a dos losas de hormigón blanco que enmarcan el prisma de vidrio, es en los pilares que sostienen la caja estructural donde se despliega toda la creatividad de Niemeyer y el talento de su equipo de ingenieros. Así, crean nuevas formas para esos elementos estructurales, formas que pronto se convertirían en uno de los símbolos de la capital. En palabras de André Malraux, “las columnas de los palacios de Brasilia constituyen la última evolución de los órdenes arquitectónicos iniciados en las columnas jónicas griegas”.
El trazado urbano de la capital se realizó en base al proyecto de Lucio Costa, que tendía dos grandes ejes urbanos sobre el territorio —uno Monumental, Este-Oeste, donde se ubican los edificios oficiales; y otro Norte-Sur, Residencial— donde encontramos las unidades habitacionales, organizadas en torno al concepto de Supermanzanas, conjuntos de bloques de viviendas que compartían entre ellas una dotación mínima de servicios sociales. En el extremo Este del Eje Monumental se ubica la Plaza de los Tres Poderes, gigantesco vacío urbano concebido a modo de plataforma de observación del paisaje arquitectónico que la circunda. Las sedes del Gobierno (Palacio de Planalto), del Parlamento (Congreso Nacional) y del Tribunal Supremo flanquean ese enorme espacio urbano y configuran un escenario arquitectónico superlativo, construido para glorificar el espíritu de los pioneros de esta nueva Tierra Prometida.
Mención especial entre los edificios de la capital merece la Catedral de Brasilia, construcción icónica a la que el profundamente ateo Niemeyer consiguió dotar de un carácter profundamente espiritual: un espacio circular de 70 metros de diámetro, accesible únicamente a través de un túnel subterráneo que conduce al interior, cerrado mediante unos nervios estructurales de sección hiperbólica que enmarcan e incorporan el infinito cielo azul infinito como cubierta celeste. Tan audaz fue el gesto estructural que se tardaron años en concebir un cerramiento vítreo que funcionase para cubrir un espacio de esas dimensiones.
Unos años antes de acometer la construcción de la capital brasileña había sido invitado a proyectar uno de los nuevos edificios del Hansaviertel, nuevo barrio de Berlín, en lo que fue una oportunidad no solo para construir por primera vez en el Viejo Mundo, sino también para poder visitar las principales urbes europeas y extraer valiosas conclusiones acerca de la arquitectura monumental y su inserción en el territorio: “aquellas obras que perduran mejor en el tiempo son aquellas de sensibilidad y poesía, más allá de las características funcionales y utilitarias”.
Exilio, divino tesoro
Año 1964, un golpe de estado sacude Brasil e instaura una dictadura militar que habría de mantenerse en el poder durante un cuarto de siglo. Niemeyer se encuentra en París cuando su estudio y las oficinas de su revista Módulo son arrasados, sus colaboradores arrestados y su reputación comprometida. Espantado, vuelve a Río a finales de ese año, y es llamado a declarar al día siguiente. “He sido siempre y continúo siendo un comunista convencido, apoyo totalmente la lucha del pueblo cubano a través de su comandante Fidel Castro”, le espetó al oficial que lo interrogaba para hacer constar cuáles eran sus inamovibles convicciones políticas. Su posición como arquitecto de la capital y la importancia de su figura allende los mares le valieron evitar la cárcel, pero paulatinamente fue siendo víctima de un hostigamiento generalizado por parte de las autoridades militares, que tenían por objetivo impedirle desarrollar con normalidad su actividad profesional. Tanta intensa era la presión y tan estrecha la vigilancia a la que le sometía el nuevo régimen que al final tomó la decisión de exiliarse en París. “Sin saberlo, los militares me dieron una de las mayores oportunidades de mi vida: ejercer en el extranjero”, afirmaría unos años más tarde el arquitecto brasileño
Convidado por el entonces ministro de cultura, Jack Lang, tal era la dimensión de la figura del arquitecto brasileño que fue el propio Charles de Gaulle quien firmó el decreto especial que le permitió ejercer como arquitecto en suelo francés. Además de la posibilidad de continuar su carrera arquitectónica, su exilio voluntario en Francia le permitió participar de la intensa vida cultural de la capital francesa, dotándole de interlocutores de la talla de André Malraux o Jean-Paul Sartre y permitiéndole relacionarse con lo más granado de la intelectualidad francesa.
Entendido el medio en el que Niemeyer se instaló a su llegada a París, no es de extrañar que la primera obra de importancia que realizó fuese la Sede del Partido Comunista Francés, un primer encargo que le abrió las puertas de una Europa ávida de sus formas arquitectónicas de inspiración natural. Conjunto arquitectónico compuesto fundamentalmente por un bloque de oficinas y un gran auditorio, Niemeyer hará uso de su lenguaje arquitectónico para organizar las oficinas en un edificio en altura de planta sinuosa, con reminiscencias del Copán paulista, elevado sobre grandes pilares y bajo el cual se construye el auditorio semisubterráneo, cuya cúpula asomará sobre rasante. Un potente ejercicio formal que le valió una crítica favorable unánime. De hecho, años más tarde, el presidente Pompidou, a la hora de escoger los ganadores del concurso para el Centro Pompidou, afirmaría sin rubor que fue precisamente el edificio de su sede “lo único de valor que habían hecho jamás los del Partido Comunista”.
Los edificios más importantes de este período, además de la sede del PCF, no fueron sin embargo construidos en Francia: fue en Italia, primero, y en Argelia, después, donde Niemeyer demostró hasta qué punto eran audaces los planteamientos arquitectónicos que traía consigo.
La Sede de la Editorial Mondadori, a las afueras de Milán, fue el encargo europeo más notable. Destinado a albergar las oficinas y almacenes de la editorial, Niemeyer proyectó un edificio como dos aspas que se cruzaban, una parte subterránea y otra sobre rasante. La parte visible es un volumen paralelepipédico que constituye una variación sobre la tipología de los palacios de Brasilia y que recuerda enormemente al Palacio de Itamaraty de la capital brasileña. Aquí sin embargo se introdujo un juego de variaciones entre los pilares de hormigón que enmarcan el edificio y se modificó el esquema estructural del edificio, resultando en un edificio muy interesante.
En una de sus visitas a la capital italiana Niemeyer recibió una invitación para dar una clase magistral en la Universidad de Yale. Como de costumbre, su visado fue denegado. “No se imaginan lo feliz que me hace que no me den el visado, caballeros. Es la prueba de que en 20 años no he cambiado, sigo siendo el mismo”, declaró el incorregible brasileño.
En Argelia, Niemeyer y su equipo tuvieron la oportunidad de realizar un campus universitario en la tercera ciudad del país, Constantine. Concebida inicialmente como un conjunto arquitectónico de más de 40 edificios, pronto se puso de manifiesto que la mejor manera de responder a las necesidades programáticas y condicionantes climáticos era reducir al máximo el número de edificios. El resultado es un conjunto de de aulas, oficinas, laboratorios y auditorio agrupados en unos pocos volúmenes alrededor de una gran plaza. Especialmente destacable es el edificio de las aulas, concebido como una gran viga en voladizo, una espectacular estructura de hormigón con vanos de 50 metros y voladizos de 25, un audaz gesto estructural resuelto, gracias a la pericia de su equipo brasileño de ingenieros, con un muro exterior de apenas 30 cm de espesor. Perfecto epílogo de este paréntesis internacional en la trayectoria del arquitecto carioca, la construcción de la Universidad de Constantine puso de manifiesto, en palabras del carioca, “que nada tenían ya que enseñarles ya a este lado del Atlántico”.
A pesar de todo este éxito internacional y del profundo respeto profesional que le profesaba una Europa ávida de su fantasía, Niemeyer añoraba profundamente su patria. Su exilio le permitía visitar con cierta frecuencia su ciudad natal, no tenía vetada la entrada en Brasil. Sin embargo, se resistía a ejercer la profesión en un ambiente que le era manifiestamente hostil: arrasados su estudio y la sede de su revista, suicidados, encarcelados o ejecutados muchos de sus antiguos amigos y colaboradores y confiscados muchos de los proyectos que tenía en curso en el momento del golpe militar, una vez en Francia el brasileño siempre desestimó volver y ejercer la profesión en connivencia con el régimen. Asistía expectante los acontecimientos políticos de su país, permanentemente en contacto sus compañeros mientras desarrollaba sus proyectos mediterráneos. Por ello, a pesar de la profunda nostalgia que impregnaba sus escritos en aquella época, no fue hasta la caída del régimen cuando decidió volver a instalarse en Río.
El regreso triunfal
Llega 1982, cae la dictadura y se convocan de nuevo elecciones democráticas en Brasil. El mejor embajador que nunca tuvieron las playas de Río, con apenas 75 años, volvía a recibir encargos y ganar concursos en la tierra que lo vio nacer. Es entonces cuando se pone de manifiesto que cuanto más años transcurrían, mayor era la creatividad que el arquitecto carioca desplegaba en sus edificios y más evidente era el talento que subyacía tras sus dibujos temblorosos.
Convertido ya en una figura mayúscula entre sus contemporáneos, es en esta década cuando enfrenta por primera vez en Brasil una realidad diferente a la de las obras anteriores: ya no se le piden solo grandes construcciones, sino también soluciones simples, alejadas de excesos formales de épocas pasadas y más ligadas a los problemas que experimentaba una población cada vez más empobrecida.
Ungido como nuevo gobernador de Río después de la dictadura, el izquierdista Brizola impulsó un ambicioso plan de escolarización de las clases más desfavorecidas. Asesorado por el antropólogo comunista Darcy Ribeiro, Brizola decidió la construcción de varios centenares de escuelas públicas y encontró en Niemeyer a su arquitecto. Denominados CIEPs (Centros Integrados de Educación Primaria), estos nuevos centros educativos aspiraban a dotar de una educación integral a un gran número de niños de las favelas a través de diferentes actividades. Así, estos centro contaban con gimnasio, biblioteca, consultorios médico y dentale, aulas, etc… Construidos en base a módulos de hormigón armado, constituyeron un interesante experimento de construcción prefabricada a gran escala. A pesar de haberse sido siempre profundamente contrario a construir nada con la etiqueta de “social”, especialmente en lo relativo a vivienda social —pues siempre había considerado que ese tipo de arquitectura evidenciaba una actitud paternalista inaceptable— Niemeyer se volcó con estas escuelas que poco a poco fueron apareciendo en los barrios más pobres de la capital carioca.
Además de los CIEPs, es también en Río donde construyó el archiconocido Sambódromo, una avenida sencilla flanqueada por graderíos y palcos por donde desfilan durante el carnaval las interminables comitivas de las escuelas de Samba. Un conjunto sencillo, sin grandes alardes, rematado por una gigantesca escultura de un tanga de mujer que evidencia el espíritu festivo de esta emblemática construcción.
En São Paulo continuó con la construcción de grandes conjuntos arquitectónicos. El Memorial de América Latina constituye un ejemplo de lo que ocurría siempre que coincidían el genio de Niemeyer, un presupuesto ilimitado y un apoyo político sin fisuras: un festín de formas geométricas y alardes estructurales en hormigón armado, en este caso dispuesto alrededor de una gran plaza que evoca y glorifica el sentimiento de pertenencia a la “nación latinoamericana”. Lo más notable del conjunto arquitectónico no serán sin embargo los edificios, algunos de ellos colosales, sino una gran escultura en forma de mano ensangrentada, símbolo dispuesto por Niemeyer como símbolo del “sufrimiento de un continente eternamente subyugado”.
Y, por supuesto, fue en Brasilia donde continuó su obra, interrumpida durante su exilio. Un edificio, el Memorial construido para honrar la memoria de su antiguo amigo, el expresidente Juscelino Kubistchek, es de las obras más simbólicas de las edificadas en este. Ubicado al Este del Eje Monumental, en una posición opuesta a la Plaza de los Tres Poderes, contituye un grandioso sepelio semisubterráneo para el constructor de la nueva capital. Una vez más, no es la arquitectura lo más destacable del conjunto, sino la escultura, que Niemeyer utiliza como vehículo simbólico para transmitir sus ideas. Así, una altísima columna se ubica a la entrada del Memorial, y sostiene una enorme escultura en bronce del expresidente, protegido por una semicáscara de hormigón a modo de hoz comunista. Un gesto simbólico atrevido, construido a la mayor gloria de una de las figuras más controvertidas de la historia de Brasil.
Además del Memorial, Brasilia fue también escenario de la construcción del Centro Cultural Banco do Brasil, el Teatro Municipal, y más tarde, el Museo y la Biblioteca: toda una serie de edificios que mantenían los principios estéticos de la arquitectura de Niemeyer (prioridad de la forma bella y sorprendente, hormigón armado, grandes esfuerzos estructurales) y que paulatinamente fueron completando el paisaje marciano proyectado para la capital hace ya más de cinco décadas.
Las últimas dos décadas de vida de Niemeyer abarcan la producción de algunos de sus mejores edificios. Sin una figura arquitectónica que pudiese hacerle sombra, el nonagenario arquitecto sigue haciendo gala de una extraordinaria pulsión creativa y firma algunos de sus mejores edificios, que han contribuido a agrandar todavía más su leyenda.
El Museo de Arte de Niterói (1991) es un ejemplo más de su inabarcable talento. Concebido casi como una gran pieza escultórica, desafía orgulloso a la gravedad encima de un peñasco rocoso en un emplazamiento elegido por él mismo al otro lado de la Bahía de Guanábara, enfrente de Río de Janeiro. Edificio irrepetible, el edificio constituye un catálogo de principios arquitectónicos niemeyerianos. Tan grande fue su éxito que pronto se convirtió en el principal reclamo turístico de una anodina ciudad industrial como Niterói, dando origen a un conjunto arquitectónico posterior, el Camino Niemeyer, que rinde culto su figura.
Y al fin, es en Curitiba donde construye otra obra imprescindible, el Centro de Arte Óscar Niemeyer (2002). Está compuesto por un volumen paralelepipédico, que recuerda al edificio docente de la Universidad Constantine; al que se le añade un gran volumen en forma de ojo que alberga la sala de exposiciones principal. De nuevo una investigación formal para el catálogo de soluciones del maestro carioca, y de nuevo una forma emblemática rápidamente adoptada como símbolo de una ciudad.
Y por último, en São Paulo, donde volverá a construir para completar el conjunto arquitectónico del Parque Ibirapuera, con la construcción del Auditorio (2002), un rotundo y puro volumen de hormigón blanco que utiliza la naturaleza como trasfondo para la caja escénica.
Eterna militancia
Después de haber sido vilipendiado durante décadas por parte de la crítica arquitectónica internacional, especialmente en la década de los 70, como ejemplo de una arquitectura superficial y fatua, es en estos últimos 20 años cuando se produce la recuperación del prestigio del creador carioca. A partir del final de los años 80, cuando colapsa el postmodernismo y se revisa el legado de la arquitectura moderna, es cuando se empieza a asumir la magnitud de la obra de este centenario arquitecto. Poco dado a los reconocimientos, los ha recibido todos: Premio Pritzker (1989), Príncipe de Asturias de las Artes (1989), Elegido Mejor Arquitecto Brasileño del siglo XX, y una infinitud de premios menores que evidencian la dimensión universal de su figura.
En la actualidad, Niemeyer sigue proyectando. Es, a sus casi 105 años, el proyectista con el mayor volumen de obra construida de la historia. El Conjunto Niemeyer de Niterói (2001), el Pabellón para la Serpentine Gallery en Londres (2003) o el Centro Niemeyer, en Avilés (2011), son algunas de sus últimas obras construidas, y demuestran que su genio creativo todavía da muestras de un vigor excepcional.
Y sin embargo, “nada de todo esto es importante” (sic). No son exclusivamente su obra, su trayectoria o sus reconocimientos los que confieren a Óscar Niemeyer su estatus de leyenda viva. Todos aquellos que se acercan a la figura de este arquitecto entienden que la grandeza de su obra es secundaria frente a la magnitud del personaje, que cualquier logro profesional se ve empequeñecido por el carácter singular de una personalidad fascinante. “Uno de esos genios que nacen cada dos o tres siglos”, que diría Leonard Cohen.
Más allá de ser el último gran exponente una generación de arquitectos, la del Movimiento Moderno, que cambió los derroteros de la arquitectura mundial; más allá de lo universal de su obra, esparcida por cuatro continentes, y más importante que haber sido capaz de edificar una nueva capital en menos de tres años; más allá de cualquier logro profesional, queda la grandeza del individuo que ha conseguido lo más difícil: ser fiel, honesto y coherente durante toda su trayectoria vital. A sí mismo, a sus amigos, a su arquitectura.
La figura de Niemeyer es muy querida en su Brasil natal, y eso es consecuencia no tanto por el prestigio asociado a la dimensión de su obra, sino muy especialmente por su actitud frente a los problemas de su país. Eterno militante, estuvo siempre dispuesto a defender sus principios (vitales, políticos y arquitectónicos) independientemente de sus circunstancias personales, , lo que le ha granjeado el respeto y la admiración de todos cuantos lo han conocido.
Incontables ejemplos evidencian el carácter indomable de una figura irrepetible:
Como cuando amenazó con dimitir de sus responsabilidades en Brasilia y perder la posibilidad de participar de su construcción si se anulaba el fallo del concurso para el plan urbanístico, en el que se había impuesto su antiguo mentor Lucio Costa.
Como cuando renunció a cobrar una comisión por cada edificio construido en Brasilia, y escogió conformarse con un sueldo básico de funcionario si con ello se le permitía elegir a su equipo de colaboradores. Así, una docena de amigos suyos, que malvivían en Río —«que estaban en la mierda» (sic)—, entre ellos un abogado, un jardinero y un portero de fútbol del Flamengo; fueron contratados para trabajar en la construcción de la capital.
O como cuando, arrestado por la policía política antes de su exilio voluntario, no solo confirmó su militancia comunista, sino que además exigió que se tomara nota de cuáles eran sus mejores amigos, todos ellos conocidos comunistas perseguidos por el régimen.
O como cuando se levantó de la mesa que ocupaba en su restaurante favorito y propinó un puñetazo épico a un hombre 40 años menor que lo provocaba desde una mesa cercana, propiciando que el propio gobernador de Río se personase en el lugar para acompañarle a casa.
O, simplemente, como aquel día en el que se escapó de casa a los 99 años para casarse con su actual mujer, una jovencita de 66.
Además del sinfín de actos y reconocimientos que le fueron dedicados en 2007 con motivo de su centésimo cumpleaños, la televisión pública elaboró un documental acerca de la trayectoria de este brasileño universal. Preguntado entonces sobre cuál era el sentido último de la vida, un centenario Niemeyer respondió lacónico:
“O importante é mulher, não é? O resto é só brincadeira”.
Óscar Niemeyer, genio y figura.
Se cuida aí, maestro.
La escalera es todo un ejemplo de simplicidad y elegancia.
Y de ganas de reírse de todo aquél que padezca de vértigo.
Niemeyer ha estado ingresado tres veces durante este último año, su última alta del hospital fue hace apenas cinco días.
Tres días antes de que le soltaran declaró indignado que «ya era hora de que lo soltaran, que él lo único que quería era volver a trabajar».
Si es que no se puede petar más. Grande Niemeyer
OSCAR EL MAS GRANDE ARQUITECTO DE SUD-AMERICA.
EN 1965 A 80 DIAS ANTES DE SU FALLECIMIENTO, VISITE A CORBU (LE CORBUSIER) QUIEN ME DIJO: HAY DOS JOVENES LATINOS QUE ME HAN IMPRESIONADO MUCHO
EL ARGENTINO AMANCIO WILLIAMS .Y EL BRASILERO OSCAR NIEMEYER, QUIEN SERA EL PALADIN DE LA ARQUITECTURA EN EL FUTURO. NO SE EQUIVOCABA EL MAESTRO ,QUIEN EJERCIO INFLUENCIA EN EL GENIAL NIEMEYER.
UNA LASTIMA QUE NO GUSTABA EL AVION, LO QUE NOS EVIITO TENERLO EN LIMA EN 1977 CUANDO SE HIZO LA CARTA DE MACHU PICCHU QUE ENMENDABA LA CARTA DE ATENAS DE 1933. DEJO CONSTANCIA QUE NIEMEYER ME APORTO VALIOSAS IDEAS PARA CONCEBIR DICHA CARTA QUE FUE LAUREADA POR LA UIA EN MEXICO 1988 CON EL PREMIO JEAN TSHUMI.
GRACIAS GRAN MAESTRO OSCAR NIEMEYER. manuel ungaro lima-peru
Excelente texto!
Un maravilloso repaso por la magnifica vida de este genio de las artes.
Excepcional… soy ajeno a este mundo, pero logra captar la atención. Una relato interesante, cuanto ménos..
Poesía sobre Niemeyer, elegante e impactante. Quizás el escritor se imagina cuerpos femeninos escondidos en las lineas de este artículo. Y entonces se mirará cara a cara con el gran maestro, hasta el último temblor.
Algún día el tiempo pondrá en su sitio a Niemeyer, Le Corbusier, Alvar Aalto y demás enajenados mentales. Recomiendo encarecidamente la serie «Satán es mi señor»: http://vicisitudysordidez.blogspot.com.es/2009/11/satan-es-mi-senor-parte-i-tu-vida-va.html
¡Estupenda recomendación!
Aunque yo encuentro a Niemeyer menos satánico que la mayoría de los corbusieristas. Será que me cae bien.
Hoy más que nunca…Eterno Niemeyer.
Descanse en paz, Maestro
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Genial, David. Estoy contigo.
Me encantó, sin más
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alguien tendra el plano de esa escalera, para que me lo pse o sabe donde conseguirla porafavor
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