“Van Leuwen: Thank you, that will be all.
Ripley: God damn it, that’s not all! Because if one of those things gets down here then that will be all! Then all this – this bullshit that you think is so important, you can just kiss all that goodbye!”
“Van Leuwen: Gracias, eso es todo.
Ripley: ¡Maldita sea, eso no es todo! ¡Porque si una de esas cosas baja hasta aquí, entonces eso sí que será todo! ¡Todo esto… toda esta mierda que consideran tan importante, pueden irse despidiendo de ella!”
Aliens, James Cameron, 1986.
En la primera parte de este díptico, intentamos hacer un estudio de los mecanismos que conforman o articulan los productos culturales destinados a provocarnos la sonrisa, la risa, la gracia o llámenlo como quieran, que el consenso lo llama humor.
En esta segunda parte, sin embargo y sin ambages, abordaremos aquello que nos da miedo, nos tiraremos sin flotador ni manguitos en la piscina del desasosiego y nos sumergiremos en el embravecido mar de sangre que es el horror como concepto.
Bueno, al menos lo que nos da canguelo en la tele o en el cine o en los libros o en los tebeos, que para hablar de lo que verdaderamente nos atemoriza ya tienen ustedes los informativos convencionales, especialmente la sección de deportes.
Vamos a pasar una tarde agradable en familia.
Susto o muerte
Al contrario que en el engranaje del gag humorístico, donde el desarrollo y el desenlace se produce en la mayoría de los casos en periodos de corta o muy corta duración, el lenguaje del horror se basa esencialmente en procesos de construcción lenta.
A veces más de quinientas páginas y dos horas y media de lenta. Y en el caso de La Saga Crepúsculo sin alcanzar nunca el objetivo de horrorizar al lector o al espectador. No, espera…
Esto sucede incluso cuando el mecanismo empleado se apoya en la experiencia de la Vida Real®; esto es, el susto.
La experiencia vital más propensa a causar miedo en el ser humano es la amenaza inmediata del dolor físico o la muerte. Ante un peligro claro y real, el cuerpo pone en funcionamiento el sistema nervioso simpático estimulando las glándulas suprarrenales y disparando una fiesta de hormonas y neurotransmisores con profusión de fuegos artificiales cardiovasculares, confeti de sudoración, piñatas dilatadoras de los bronquios y un estado general de pies, para qué os quiero.
Es decir, que en apenas una fracción de segundo prepara de manera autónoma (sin intervención del cerebro) al cuerpo para evitar ese peligro claro y real.
No obstante, esa respuesta no es única del homo sapiens. Es más, es perfectamente equivalente en cualquier otro animal puesto que no existe intervención del cerebro; que es a grandes rasgos lo que nos diferencia a ustedes y a mí de ellos, de las plantas y de objetos inanimados como pueden ser las piedras, los marcos de ventana de aluminio con rotura de puente térmico o la cara de Kristen Stewart (prometo no hacer más chistes sobre Crepúsculo, palabrita).
Por esta razón, un animal no es capaz de reproducir esa alteración del sistema simpático ante anticipaciones o recuerdos de la amenaza; una jirafa no puede imaginarse que dentro de un par de horas vendrá una manada de leonas y trasformará sus tranquilas actividades jirafescas en una convulsa lucha por la supervivencia. La jirafa seguirá haciendo lo que sea que hagan las jirafas. La jirafa no puede preocuparse. La jirafa no siente miedo.
Por contra, el hombre es perfectamente capaz de simular la amenaza, tanto de manera efectiva como en forma de proyección perceptiva. Nosotros sí podemos imaginarnos una situación de peligro que no se está produciendo en ese preciso momento y que puede que nunca lo haga. Es entonces donde aparece el miedo.
El susto como tal es independiente del miedo. La capacidad de activar el sistema simpático se puede producir con cosas ajenas a la experiencia del horror, como puede ser un traspiés o que un compañero de oficina explote una bolsa de plástico en tu oído mientras realizas cuidadosamente tu trabajo.
Esta simulación del susto aparece en incontables productos culturales y para ello se sirve de los recursos propios del lenguaje con el objeto de generar esa simulación sensorial y perceptiva de la forma más eficaz posible.
La necesidad de que la simulación sea lo más parecida a la experiencia real prácticamente elimina a los medios no audiovisuales de esta capacidad de generar el susto. Es muy difícil, si no imposible, producir un verdadero sobresalto a través de las páginas de un libro o un tebeo (usar mayúsculas o muchos signos de admiración no se considera un mecanismo válido).
¡Qué miedo, un pobre!
Sin embargo, el lenguaje cinematográfico es perfectamente capaz de provocar esa señal de alarma casi automática en el espectador. La cámara en primera persona, el uso adecuado de la banda de sonido —tanto en la inclusión de elementos diegéticos como el crujido de pasos o el murmullo de una respiración, como en el uso de la música incidental o extradiegética (el aumento brusco del volumen de la misma, principalmente)—, así como la aparición de figuras o personajes en planos cortos donde en un plano anterior solo estaba un fondo, son técnicas habituales para desencadenar el susto.
Y digo desencadenar, porque aunque el susto es la mínima expresión de la generación del miedo, para que se produzca este miedo, debe existir cierta anticipación al sobresalto.
El video anterior extraído de Mulholland Drive (David Lynch, 2001) ejemplifica muy bien tanto este mecanismo de la anticipación como el uso de los recursos que acabamos de nombrar.
Es interesante prestar atención a cómo el plano pasa de una cámara convencional (en seguimiento a plano corto, pero convencional) a una primera persona subjetiva en el momento del susto. Lynch coloca al espectador en los ojos del protagonista de la escena provocando esa identificación casi neuronal con la propia experiencia del mismo.
Es curioso también ver como este mecanismo del susto no es exclusivo de la narración de terror, aunque sea esencialmente empleado en estos casos. La película de Lynch, compartiendo varias articulaciones propias del lenguaje del horror como veremos más adelante, no se suele calificar como película de terror.
Como ya hemos dicho, es casi imposible encontrar sustos eficaces fuera del puro lenguaje audiovisual, sea el cinematográfico, el televisivo o el del videojuego. En este último caso, la cámara en primera persona y la identificación directa con el protagonista a través de la interactividad propia del medio convierten a ciertos productos del género denominado survival horror en una fuente casi infalible de gritos nocturnos, risas histéricas y madres preocupadas.
Hay muy pocos ejemplos eficaces de artefactos del susto en otros medios. El famoso webcomic El Fantasma de Bongcheon Dong, publicado en NAVER en 2011, sorprende por el uso enormemente preciso de los mecanismos y sobre todo por la capacidad de saltarse las propias limitaciones del medio.
El Fantasma de Bongcheon Dong. Bajar la ruedecita del ratón bajo su propia responsabilidad. Están avisados.
Con todo, para que una narración sea considerada verdaderamente de horror, se va a envolver de algo externo al dispositivo del susto. Lo solemos llamar atmósfera o tono de la narración. Y es el principal responsable de que los productos culturales del género necesiten de una duración relativamente larga y una ambientación (lingüística, literaria, espacial, artística, musical…etc) más cuidada que la que podría resultar de la mera acumulación de sobresaltos y subidas del ritmo cardiaco.
Lo que confiere a los sustos de Alien (Ridley Scott, 1979) una cualidad verdaderamente aterradora tiene tanto que ver con la propia habilidad para presentarlos como con el envoltorio atmosférico que conduce a ellos. No en vano, la aparición del face-hugger (el primer susto del filme) coincide con el minuto 33 del metraje; y la del chest-burster (el segundo y más conocido) con el minuto 54. Exactamente a la mitad de la película.
Scott dedica todo ese tiempo a construir un edificio de puro espacio ambiental y narrativo.
————————————¡Cucú!———————————————————————–¡Tras!
Tiempo y castigo
“Chris slept. And dreamed about death in the staggering particular, death as if death were still never yet heard of while something was ringing, she gasping, dissolving, slipping off into void, thinking over and over, I am not going to be, I will die, I won’t be, and forever and ever, oh, Papa, don’t let them, oh, don’t let them do it, don’t let me be nothing forever and melting, unraveling, […]
I mean, think about it, Burke! Not existing… forever! It’s…”
“Chris se durmió. Y soñó con el propio concepto de la muerte, como si nadie hubiese oído nunca hablar de ella, mientras algo sonaba, ella jadeaba, se disolvía y se deslizaba en el vacío pensando una y otra vez: voy a dejar de ser, moriré, no seré, para siempre, oh, Papá, no les dejes, no dejes que lo hagan, no dejes que sea la nada para siempre y se derretía y se desmoronaba, […]
Quiero decir, ¡piensa en ello, Burke! No existir…¡para siempre! Es…”
El Exorcista. (The Exorcist. William Peter Blatty. 1971)
Tras esta lectura, deberían estar ustedes, estimados lectores, en un estado de interesante angustia y profundo jodimiento.
Bien, esto es uno de los mecanismos más evidentes para crear lo que hemos denominado atmósfera o tono.
Desde las primeras narraciones destinadas a causar miedo, esencialmente tradición oral y folklore popular, hasta las actuales audiovisuales, gráficas o literarias, la importancia de esa atmósfera ha sido capital para generar la anticipación necesaria y, efectivamente, producir el temor. Incluso en los cuentos alrededor de una hoguera o con una linterna apuntando desde abajo, este ambiente anticipa la existencia de una amenaza.
La amenaza puede presentarse de manera explícita desde el principio de la narración, como sucede en Dawn of the Dead (Zack Snyder, 2004) o de forma específicamente atmosférica o contextual, como en La Caída de la Casa Usher:
“During the whole of a dull, dark, and soundless day in the autumn of the year, when the clouds hung oppressively low in the heavens, I had been passing alone, on horseback, through a singularly dreary tract of country, and at length found myself, as the shades of the evening drew on, within view of the melancholy House of Usher. I know not how it was—but, with the first glimpse of the building, a sense of insufferable gloom pervaded my spirit”.
The Fall of the House of Usher. Edgar Allan Poe. 1839. (Esta vez he decidido no traducirlo porque mis habilidades en la lengua de Shakespeare no son tan voluptuosas como los adjetivos del decimonónico inglés original)
Nos vamos todos a la mierda.
Y pese a lo manifiesto de la exposición, cabría señalar que el ejemplo de Snyder necesita de toda una experiencia previa en el conocimiento del género por parte del público. Esto es, para que un prefacio de este tipo funcione, el espectador debe tener interiorizado lo que significa el fenómeno zombie y el alcance real de su hipotética amenaza. Snyder se vale no solo de las definiciones, digamos, clásicas de George A. Romero, sino también de la visión de esa amenaza que Danny Boyle había dado en 28 Días Después (28 Days Later) en 2002.
Una vez establecida la amenaza, o establecido de manera ambiental la existencia de una amenaza, el destinatario de la narración (espectador, lector, oyente de fogata de campamento) pone su expectativa en estado de alerta. Ya sabe que se va a producir antes o después una manifestación de ese peligro, y por lo tanto, es la anticipación del mismo la que le origina el miedo. El mecanismo del susto queda mitigado a favor de la angustia y el miedo de saber que algo horrible va a pasar: un dios anciano enloquecerá a un joven profesor universitario de Arkham con su pura apariencia, Freddy Krueger eviscerará a un post adolescente hormonado, tendremos que volver a ver los abdominales de ese apuesto hombre-lobo (lo siento, es que es superior a mi débil voluntad).
Por supuesto, para el establecimiento de la atmósfera es muy importante la banda de sonido, no solo la exclusivamente diegética, sino, y sobre todo, la incidental. Los tonos menores, la abundancia de cuerdas, los sonidos colocados en los extremos del espectro (sean muy agudos o muy graves), el uso de la disonancia en detrimento de la armonía clásica, son moneda común a la hora de componer una banda sonora de un filme de terror.
Coincidirán conmigo en que no es lo mismo ver la escena inicial de Tiburón (Jaws. Steven Spielberg. 1975) con la ominosa partitura original de John Williams, que así:
¡Yupiiiiii!
Lo incomprensible, lo inconcebible, lo impensable
Apartándonos de los dispositivos estrictamente mecánicos y adentrándonos en el propio campo semántico de la narración de terror, podemos establecer una serie de pautas argumentales tanto en la definición de la propia amenaza y su relación con el resto de personajes, como en las circunstancias ambientales de los mismos. Sin menoscabo de alguna más que pudiésemos haber pasado por alto, las más empleadas serían:
-Desamparo.
-Aislamiento.
-Paranoia.
-Desconocimiento.
-Incomprensión.
-Incapacidad de negociación.
-Pérdida del sentido de la realidad.
-Inconcebilidad.
Todos estos modelos pueden (y habitualmente lo hacen) mezclarse entre sí de manera más o menos independiente y no siempre de forma aditiva. No obstante, a todos ellos habría que añadir el propio tamaño o la entidad de la amenaza, que sí suele tener una componente aditiva sobre el horror generado en el espectador.
Veamos algunos ejemplos de su empleo, y les animo a que intenten hacer lo mismo con sus narraciones de terror favoritas que no aparezcan a continuación:
En Johnny Cogió su Fusil (Johnny Got his Gun. Dalton Trumbo. 1971), al margen de las reflexiones sobre el horror de la guerra, que se producen esencialmente fuera de cámara, la angustia se transmite casi de forma exclusiva por el desamparo del protagonista, y sin existir una amenaza concreta, más allá de la perspectiva de vivir en ese estado de privación sensorial y física. Sin embargo, en Misery (Stephen King. 1987), a la aparición de la amenaza real, se une el desamparo del protagonista y el aislamiento ambiental; aunque la negociación no tiene frutos, sí es posible.
Diez Negritos (And Then There Were None. Agatha Christie. 1939) basa su funcionamiento en la paranoia, además de en el aislamiento. También es la base fundamental de casi cualquier narración sobre zombis, si bien suelen estar acompañadas de aislamiento y de ese sentido de la incomprensión y la incapacidad de negociación con la amenaza.
En La Niebla (The Mist. Frank Darabont. 2007) todo el miedo se construye a través del desconocimiento de la amenaza y del aislamiento de los personajes. Una vez revelada dicha amenaza, se podrían añadir la incomprensión, la incapacidad de negociación con la misma y la inconcebilidad de la misma, pero la base es el desconocimiento.
Las películas de slashers como Viernes 13, (Friday the 13th. Sean S. Cunningham. 1980) o La Noche de Halloween (Halloween. John Carpenter. 1978) fundamentan su miedo en la incomprensión y en la incapacidad de negociación con la amenaza. La amenaza es completamente ajena y casi animal. A veces (a menudo, de hecho), se ofrece una explicación al comportamiento incomprensible del asesino, pero suele ocurrir al final de la narración y no interfiere en la angustia generada previamente. Sin embargo, en La Profecía (The Omen. Richard Donner. 1976) o en ¿Quién Puede Matar a un Niño? (Narciso Ibáñez Serrador. 1976), a la incomprensión de los hechos se une la inconcebilidad de que sus causantes sean niños, aunque a priori no sean enemigos con los que no se pueda establecer un parlamento o una negociación.
Alien es el paradigma de la amenaza con la que no se puede negociar. En palabras del robot Ash (Ian Holm): “Un superviviente… desnudo de conciencia, remordimiento o ilusiones de moralidad”. Por supuesto, el filme incluye aislamiento, desamparo, incomprensión e inconcebilidad.
Lo que hemos denominado pérdida del sentido de la realidad, puede estar asociado a la locura de los personajes, como en La Escalera de Jacob (Jacob’s Ladder. Adrian Lyne. 1990) donde el bueno de Tim Robbins ve como su percepción de la existencia se desmorona; pero también puede estar relacionado con agentes externos, normalmente de índole sobrenatural, como sucede en Poltergeist (Tobe Hopper. 1982) o en El Resplandor (The Shining. Stephen King. 1977).
Y con todo, este texto es más entretenido que el presente artículo.
Lo inconcebible puede estar relacionado con lo incomprensible. Cualquier narración de los Mitos de Cthulhu de H.P. Lovecraft se construye sobre ese concepto. Es más, cuando el propio autor se atreve a definir con precisión a alguno de sus dioses o sus monstruos, este sentido de la inconcebilidad se diluye en una descripción que no suele hacer justicia a las expectativas creadas previamente. Es decir, es preferible decir que R’lyeh está construida según geometrías no euclidianas que intentar definir esas geometrías tal como hace luego con tanto tentáculo, tanto ojo y tanta pústula cuando habla de alguno de los Primigenios. Ya nos había quedado claro que eran muy raros y muy feos.
No obstante, lo inconcebible no tiene que ser siempre incomprensible. Los relatos y películas que tienen como antagonista a una criatura sobrenatural, sean hombres-lobo, momias, arpías, vampiros no-reflectantes (sabían que lo iba a volver a hacer, no me digan que no), son buenos ejemplos de ello. El monstruo es perfectamente comprensible, y sin embargo no es concebible desde nuestros parámetros de conocimiento.
E incluso sin intervención de lo sobrenatural podemos encontrar casos de comportamientos o amenazas inconcebibles. Cuando Wesley, el Pirata Roberts Cary Elwes se amputa su propia pierna en Saw (James Wan. 2004) o todo lo que sucede alrededor del Coronel Kurtz (Marlon Brando) en Apocalypse Now (Francis Ford Coppola. 1979). También la mañana surfera del Teniente Coronel Kilgore (Robert Duvall) es bastante inconcebible, por cierto.
La cena está servida.
El fin
Como ya hemos apuntado, a todas estas pautas, autónomas o combinadas, se le añade en su capacidad de generar horror el propio alcance de la amenaza. Es decir, el miedo provocado en el espectador suele ser casi independiente de dicha entidad; se va angustiar por igual si los personajes en peligro son un grupo de campistas de Crystal Lake como si lo que está amenazado es el planeta Tierra en su totalidad.
Sin embargo, el horror consciente, el ajeno a la angustia, tiene bastante que ver con nuestra percepción de la amenaza como espectadores y por tanto, con la empatía que sintamos por los amenazados. En este sentido, perteneciendo a una cultura y a una sociedad, la amenaza será percibida de una manera más intensa en cuanto nos afecte de manera más personal.
Es conocido que las narraciones de invasiones alienígenas que aparecen durante la Guerra Fría son un remedo del peligro que representaba el bloque soviético a la sociedad occidental en general y a la estadounidense en particular. El hecho de que a los invasores se les dotara de alguna de las características de nuestra clasificación (fundamentalmente paranoia, incomprensión e incapacidad de negociación) servían de algún modo para demonizar el peligro no metafórico de los rusos.
No obstante, apartándonos de estas interpretaciones más o menos válidas, parece cierto que la puesta en riesgo de nuestra cultura o nuestra sociedad, e incluso la perspectiva de la extinción total de la especie humana añade una fuerte componente de horror a la propia capacidad de generar miedo o angustia que el enemigo tenga de forma autónoma.
Esto aparece manifiesto y desde el principio en La Guerra de los Mundos (War of the Worlds. H.G. Wells. 1898) o en 28 Días Después. Sin embargo, se va cimentando de una manera más paulatina en La Invasión de los Ladrones de Cuerpos (Invasion of the Body Snatchers. Don Siegel. 1956) y sus tres remakes (con una fuerte componente de paranoia, debería añadir).
E incluso a veces, la capacidad del antagonista para poner en peligro a toda la raza humana aparece tan solo como un dato en la narración, un —terrible— añadido a las propias particularidades destructivas del antagonista en cuestión.
Como en el extracto con el que abríamos este artículo.
O como en La Cosa (The Thing. John Carpenter. 1982), donde a prácticamente todo el compendio de pautas de nuestra clasificación (desamparo, aislamiento, paranoia, incomprensión, incapacidad de negociación, pérdida del sentido de la realidad e inconcebilidad) se le suma la formidable amenaza que supone la criatura para el ser humano como especie.
Por eso la escena más escalofriante del filme, la que a este humilde redactor le pone verdaderamente los pelos de punta, es esta:
Y ahora sí que nos vamos todos a la mierda.
Pingback: Apuntes sobre mecánica (II): el Horror, el Horror
Pedazo artículo. Enhorabuena.
Muy interesante!
genial!
Muy interesante la referencia a la imposibilidad de negociación. El mal siempre es menos mal si se atiene a una lógica de la realidad con la que podemos pactar algún tipo de «trato», aunque este sólo sirva para aminorar el daño. Sin esa negociación, el mal se convierte en caos, que no es sólo dañino sino también arbitrario e imprevisible y por lo tanto injusto. Un tiburón es menos aterrador que un demonio porque con el tigre se puede negociar (no nadando en su territorio, por ejemplo).
A ver si no tarda en llegar esa tercera entrega de estos apuntes de mecánica.
El tigre de antes es un tiburón. O un tigre de mar.
O un tiburón tigre.
Creo que su interpretación es más precisa (y posiblemente más acertada) que la mía. La imposibilidad de negociación yo la adscribo casi a una suerte de indomabilidad. Por ejemplo, se podría negociar con un león, pero no con un tiburón (ni con un demonio, claro).
En cuanto a una tercera parte, tenía pensado solo incluir estas dos emociones, pero ahora estoy pensando en añadir una nueva.
Permanezca atento.
Un saludo.
¿Soy el único que ha ido de sobrado con «El Fantasma de Bongcheon Dong» (Bah, otra muestra de terror japones como en the Ring)… y ha acabado gritando acojonado mientras intentaba subir la ruedecita del ratón con unos movimientos espasmodicos bastante risibles? Gracias señor Torrijos por arrebatarme la poca dignidad que me quedaba en un domingo de brutal resaca.
El articulo un pepinaco, eso si.
Mecagoen el Fantasma de Bongcheon Dong!!! Que susto. Si es que parezco tonto.
Miren que se lo avisé.
«Tiempo y castigo»
¿Braid?
joer el salto que he pegado con el fantasmita de los coj… y yo que pensaba que lo habia visto todo ya! Gracias! jeje como escarpias los pelillos de la nuca
Yo también he pegado un bote con el fantasmita. Y luego me ha costado unos segundos poder mirar la imagen con calma. Es curioso lo adicto que se ha vuelto uno a estas cosas, a pesar de lo desagradable que resulta el momento inicial del susto. Puro masoquismo.
E insisto, miren que se lo avise.
El webcomic El Fantasma de Bongcheon Dong ejecuta dos mecanismos interesantes para provocar el susto; uno clásico y otro esencialmente postmoderno.
El postmoderno tiene que ver con el ingenioso script de la página, que transforma algo estático por naturaleza como es el tebeo en un elemento móvil, vulnerando así el propio lenguaje del medio. Si no fuese un cómic, sino un dibujo animado, el efecto del susto sería indudablemente menor.
El clásico se determina cuando aparece el segundo susto: El lector, tras el primer sobresalto, ya se ha calmado y ha bajado su estado de alerta, sin embargo…
Pingback: Pacific Rim: Guillermo del Toro y los monstruos colosales
Pingback: Así es como Stephen King proyecta su sombra | Mediavelada