«Baggio necesita esta Copa del Mundo tanto como la Copa del Mundo necesita a Baggio. Hasta 1993, cuando la Juventus ganó la UEFA, su deslumbrante heterodoxia nunca había llevado a sus equipos a ganar un gran título. Su leyenda ha sido construida no sobre títulos sino sobre instantes determinados, como aquel slalom de cincuenta metros que hizo contra Checoslovaquia en lo que terminó siendo el mejor gol de Italia 90. Ese gol se produjo en su debut mundialista: como talento todavía por pulir, había comenzado el campeonato en el banquillo. […] Pero ahora Italia es el equipo de Baggio, ahora es el momento de Baggio». (Michael Farber, Sports Illustrated, en un artículo previo al Mundial 94)
«El ‘Bello’ es uno de los grandes, aunque nunca ha llegado a desarrollar todo su potencial». (Diego Armando Maradona)
«Siempre es recordado por el motivo equivocado. Su fallo en el penalty en la final de la Copa del Mundo de 1994 contra Brasil. Antes de ese tiro, no había fallado ninguno de los siete penalties lanzados para su selección. Durante toda su carrera en primera división hasta 2001 [se retiró en el 2004], Baggio marcó 71 penalties de 79 intentos». (Nota editorial de Una porta nel cielo, biografía de Baggio)
Impertérrito e inextricable como de costumbre, Roberto Baggio, el mejor jugador del mundo, se acerca al balón y lo sitúa en el punto de penalty. Va dando pasos hacia atrás para tomar carrerilla. Dirige un par de miradas breves al árbitro, esperando el permiso para lanzar desde los once metros. ¿Qué está pensando durante esos instantes? Resulta imposible saberlo y menos a través de las cámaras de televisión; si hay un futbolista hermético, ese es precisamente él. Quizá no piensa nada. Quizá está sencillamente cansado, abrumado sin saberlo por la presión del momento.
Y es que está en juego nada menos que el campeonato del mundo: en una final tensa aunque ciertamente aburrida para el espectador, Italia y Brasil se han encarado con un más que visible miedo durante el tiempo reglamentario. Presas de un juego conservador y timorato, han empatado a cero y ahora se están jugando el título en la tanda de penalties. El portero Taffarel acaba de detener el lanzamiento de Massaro y el brasileño Dunga ha anotado justo después, así que Italia está al borde del desastre. Justo cuando es el turno de que lance el referente del equipo italiano, el jugador más en forma del planeta. El Estadio Rose Bowl de Los Ángeles ruge mientras Baggio se prepara para chutar. Si hace gol, Italia seguirá teniendo posibilidades; una vez más en este torneo “il Codino” («el coleta») habrá salvado in extremis a su selección. Pero si Baggio falla, Brasil se proclamará campeona. Tras varias semanas de competición en las que sus goles han hecho que Italia avance la final, todo depende de un único disparo. Es injusto, es casi completamente absurdo, pero es la manera en que se hacen las cosas en el fútbol. Toda la responsabilidad descansa sobre sus hombros. No solamente es el referente del equipo —y, hasta esta final, el jugador estrella de las eliminatorias— sino que cualquier buen aficionado sabe que Baggio apenas ha fallado algún penalty en toda su carrera y que cuando lo ha hecho, ha sido más bien porque el portero ha tenido la suerte o la habilidad de parar el balón. No en vano ha sido siempre designado primer lanzador en todos sus equipos. Será raro que falle.
Chuta. Los comentaristas, según el caso, celebran, se lamentan o se quedan atónitos cuando ven lo que sucede. El balón se ha ido por encima del larguero. Los jugadores brasileños corren a celebrarlo. Los italianos se quedan inmóviles. Baggio permanece en pie sobre el punto de penalty. Apoya las manos en la cintura y mira al frente durante unos segundos; continúa sin apenas mover un músculo de su rostro. Después baja la cabeza. Es un gesto sobrio, austero, pero no hay que ser muy perspicaz para entender el significado del detalle. Incluso para el reservado budista de las exóticas trencitas, el jugador que siempre ha huido de los dramatismos de prima donna, este instante es demasiado triste. A su manera, aunque dé pocas muestras de ello, el mundo se le está viniendo encima. En ese momento y lugar infaustos, se acaba de decidir cómo será recordado su paso por la historia del fútbol.
Porque esa historia del fútbol es cruel y acaba de adelantar a Roberto Baggio por la derecha. Casi nadie recordará después que también Franco Baresi, el veteranísimo capitán italiano curtido en mil batallas, había enviado por alto el primero de los penalties de la tanda, lanzándolo exactamente por el mismo lugar que Baggio. También Massaro había fallado. Pero así son las cosas: il Divino Baggio ha errado el tiro definitivo y ese error se le quedará adherido como un estigma. Bastantes años después, hay muchos aficionados al fútbol —que no pocas veces son de breve memoria y escaso interés por el pasado de ese deporte que afirman amar tanto— que al escuchar el nombre de Roberto Baggio responderán casi como en un acto reflejo: “ah, sí, el que falló el penalty”. Bueno, así son las cosas. La historia del fútbol no está edificada solamente sobre hechos, sino sobre tópicos que se enquistan en la memoria colectiva. Por ello resulta inevitable hablar de aquel instante como de algo definitorio, de aquella encrucijada en la que toda una carrera se desvió de rumbo de manera dramática. Incluso para el propio Baggio, aquel penalty fallado fue una losa difícil de superar. Nunca volvió a ser exactamente el mismo jugador. Un único instante aciago se cernió como una sombra sobre uno de los más grandes talentos, uno de los más deslumbrante genios de la historia del fútbol, y con seguridad el más exquisito jugador que Italia haya producido nunca. Su historia es contar lo que fue, pero también lo que pudo haber sido y no fue. Lesiones, entrenadores que no apreciaban su juego, el maldito penalty por el que casi todos lo recuerdan ahora, cuando jamás había errado un tiro así y no lo volvió a hacer en lo que le quedaba de carrera profesional. Tuvo que suceder ese día. Quizá su verdadero fallo fue el no haber marcado durante el tiempo reglamentario de la final, el no haber escapado del festival de centrocampismo que marcó los destinos del partido, el no haber decidido el partido personalmente como había hecho con las semifinales, los cuartos y los octavos. Pero nadie puede decidir una final mundial a voluntad. Nadie. No pudo Cruyff, ni siquiera pudo Maradona —no sin ayuda de los goles de sus compañeros— así que tampoco se lo íbamos a pedir a Roberto Baggio.
Pero si lo hubiese conseguido…
El largo camino a la consagración
«Hay dos frases a tener en cuenta cuando se intenta comprender a Baggio. Una: Baggio no debe ser entendido, debe ser amado. Dos: Baggio es poesía, y uno no intenta entender la poesía, sino que trata de apreciarla. Como cualquier otra estrella, Baggio es amado pero también es controvertido. Marca un gol y, al contrario que otros jugadores que enseguida corren hacia la grada señalándose la camiseta, él va de regreso al centro del campo. Está tan seguro de su éxito que no intenta hacer de ello un momento de gran emoción». (Vittorio Oreggia)
«Es un carácter contradictorio. Es un tipo introvertido en una nación de gente que habla agitando los brazos. Tiene pinta de Don Juan pero sigue casado con la mujer a la que dio su primer beso cuando tenían quince años. Y de la manera más discordante con sus compatriotas, es un budista en la tierra de la Santa Madre Iglesia». (Michael Farber)
A Roberto Baggio siempre le gustó cazar. Cargar una escopeta y salir al campo a hacerse con alguna pieza. Un hobby que conserva desde su infancia. Cuando saltó al estrellato, los periodistas se sintieron intrigados por la aparente discrepancia entre esa afición que algunos consideran sangrienta y el pacífico ideario budista del jugador. Baggio respondió a las dudas con sencillez: “la caza forma parte del ciclo de la vida. Vida. Muerte. Vida. Muerte. La muerte es parte de la vida”. No deja de ser cierto. Claro que la caza forma parte también de la costumbre y es una pasión que Baggio heredó de su padre. Sexto de ocho hermanos, Roberto Baggio nació y creció en la pequeña población rural de Caldogno, un asentamiento feudal del Véneto, pueblo de solera rodeado de campos pero que también posee una faceta sofisticada y, pese a su pequeño tamaño, un trasfondo histórico-cultural considerable. No en vano su joya arquitectónica local, la Villa Caldogno, es atribuida al importantísimo arquitecto del siglo XVI Andrea Palladio. La Villa es hoy considerada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Y, cosas de la popularidad del fútbol, tan venerable edificio es solamente el segundo hito más célebre de Caldogno, después del protagonista de nuestro artículo.
En cierto modo, en la manera de jugar de Baggio se traslucía esa influencia campestre, pero también ese otro aire de monumentalidad medieval. Su manera de hacer las cosas es una combinación de una sencillez aparente con una considerable complicación. Fue uno de los últimos grandes iconos del balón en cultivar un fútbol silvestre, sin escuela, un fútbol de calle sin más ley que el numen creador del niño. Pero al mismo tiempo era un fútbol no exento de elegancia, consciente de la necesidad de embellecer su propio estilo con un innato sentido de la elaboración. Baggio pertenece a una especie casi extinta, la del futbolista que convertía las canchas en su patio de recreo particular, practicando un fútbol anárquico que no entendía de disciplinas. Nunca fue rebelde en los entrenamientos, ni fuera de ellos; se comportó siempre con profesionalidad. Pero sobre el césped se desempeñaba con una improvisación libérrima sin hacer caso a lo que pudieran decir técnicos, tácticos, directivos e incluso espectadores. Siendo un chaval era un futbolista considerablemente egoísta, lo que coloquialmente llamamos un «chupón». Su primer entrenador lo castigó sacándolo del once inicial por no pasar nunca el balón a sus compañeros: «Volverás a jugar si haces lo que yo te digo», le dijo. Cuando volvió a alinear al joven Roberto, este hizo caso omiso y volvió a las andadas… pero metió siete goles. Al terminar el encuentro, le estrechó la mano a su entrenador, como una manera de decir «soy un buen chico y aprecio sus consejos, pero voy a seguir jugando como me dé la gana porque así todo irá mejor». Roberto Baggio pasaba por los equipos y dejaba sus perlas de calidad más por divertimento propio que por estrategia de equipo. Aquellos divertimentos, a veces, ganaban partidos. Y entonces Baggio era un héroe, el jugador que había roto el partido. Pero cuando no sucedía así, que nadie esperase mucho más de él. Era un artista y hay artistas a quienes desequilibra que se les pida lo mejor cuando no se sienten tocados por las musas. Baggio no jugaba para los sistemas y funcionaba movido por arrebatos. Era como un cazador escondido entre los arbustos, esperando a su presa: el gol, o el pase de gol. Muchas veces uno no lo veía, pero estaba ahí. Y si Palladio era un arquitecto manierista, Baggio era no menos manierista en su manera de concebir sus jugadas: siempre buscando lo inverosímil, yendo un paso más allá de lo que el fútbol útil y razonable pedía. Y eso que huía de la ornamentación innecesaria aunque tuviese la capacidad técnica para adornarse; por ejemplo, intentaba ejecutar sus regates de la forma más simple y efectiva posible. Tac, un toque y un defensa menos. Tac, otro toque y otro defensa fuera. Lo más simple posible. Eso sí, si podía regatear a tres defensas en vez de a dos, lo hacía. O todavía mejor, a cuatro… tantas veces hizo un regate más de lo estrictamente necesario, o dos, o tres, que uno no podía por menos que llevarse la impresión de que estaba jugando solamente para sí mismo. Silencio, artista trabajando.
Roberto Baggio es un tipo tranquilo, de mirada serena y hablar pausado. No obstante, su carrera fue irregular por no decir tormentosa: abrumadoramente brillante en algunos momentos, desconcertante en otros, a menudo plagada por lesiones y mediatizada por la incomprensión de algunos entrenadores. Pasó por siete clubes en sus veinte años como profesional, aunque al menos cuatro de aquellas tempoaradas transcurrieron en blanco, y otras tantas las jugó a medias por causa de lesión o incompatibilidad con el entrenador de turno. No mucha gente entendió su figura. Su estilo era ingobernable y su posición en el campo muy complicada de definir. No era un centrocampista, pero tampoco era un delantero. No era un mediapunta clásico, ni tampoco un punta nato. Michel Platini denominaba esa figura como la del “nueve y medio”, un jugador que no era ni un diez, ni un nueve. Era como un segundo punta basculante que estaba siempre al acecho de una oportunidad para desequilibrar el partido con una jugada personal, aunque en ocasiones le daba por crear juego ofensivo como lo haría cualquier enganche, ya que tenía una gran habilidad para el pase y de hecho sus estadísticas en asistencias solían ser bastante buenas. Algunos entrenadores, especialmente aquellos con mentalidad más defensiva y conservadora, tuvieron verdaderos problemas para ubicarlo en un esquema y darle una función en sus equipos, más allá de la consabida de esperar a que se le ocurriese una genialidad imposible de planificar sobre una pizarra. Baggio era una rareza en el fútbol moderno, exquisita, pero rareza al fin y al cabo.
Una de sus grandes especialidades era el regate, que no era ni en corto ni en largo sino todo lo contrario. Su velocidad, sus cambios de ritmo y de dirección, lo hacían letal en contragolpes e incluso en situaciones donde la zaga rival estaba bien colocada pero él, en un estilo de galopada a medio camino entre el barroco virtuosismo de Maradona y la finta quirúrgica de Johann Cruyff, se iba deshaciendo de cuanto defensor se encontraba en el camino. Solía llevar el balón muy pegado al pie. Muy característica era su peculiar manera de deshacerse de los porteros en un palmo de terreno, con un último toque de balón tan nimio como desequilibrante que le valió una considerable cantidad de goles espectaculares. Baggio era veloz de reflejos, de piernas y de mente: importaba poco en qué zona del campo se hacía con el balón, porque en unos pocos segundos podía plantarse ante el portero rival como si alguien hubiese desatado a un demonio para sembrar una repentina confusión en el infortunado adversario. Otra de sus especialidades eran los disparos a puerta desde media o larga distancia. Era uno de los mejores —y más inteligentes— lanzadores de faltas de su tiempo, probablemente solo superado por su ídolo Maradona. En cuanto a la capacidad de remate, importaba bien poco de dónde le llegase el balón o en qué postura le sorprendiese la jugada. Tampoco tenía rival —excepto, una vez más, solo Maradona— en el control del balón y la inmediata transición en forma de pase al primer toque, regate o tiro. Un buen ejemplo es aquel gol del que ya hablamos una vez aquí en Jot Down: un prodigioso alarde de control al primer toque con el que marcó a su antiguo equipo, la Juventus. Detalle técnico de dificultad imposible que le invitamos, amigo lector, a intentar repetir en la cancha más cercana a su casa. Quizá visualmente le parezca fácil, pero le garantizamos que no lo conseguirá hacer usted nunca ni repitiendo el intento cientos de veces. Él lo hizo a la primera. En el aspecto técnico, Roberto Baggio era un futbolista superdotado. Quizá no era exactamente un jugador completo, en el sentido de que no realizaba muchas tareas de equipo. Pero en aquellos aspectos técnicos que dominaba llegaba al máximo nivel de excelencia. Lo hacía todo con esa aparente y muy engañosa facilidad propia de genios.
Fue un talento precoz: su padre era un fanático del ciclismo (Eddy, hermano menor de Roberto y también futbolista, fue bautizado así en honor al campeón belga Eddy Merckx). Pero lo de Roberto era el fútbol: tras el colegio se iba a la cancha a darle a la pelota y a menudo se escondía cuando su padre iba a buscarlo para intentar llevárselo a casa. A los nueve años empezó a jugar en las liguillas infantiles de la región. Durante los siguientes años, en el equipo del pueblo, se convirtió en una especie de atracción para el escaso público local. Llamó bastante la atención como para que un buen día un ojeador de la vecina Vicenza, modesta capital de la provincia, se pasara a mirar un partido del Caldogno. Se topó con un adolescente de pelo ensortijado que hizo seis goles en aquel mismo encuentro y que parecía estar varias estratosferas por encima del resto de jugadores. El ojeador lo convenció allí mismo para fichar por el Vicenza y a los quince años de edad, Baggio debutó como profesional en la liga C1, equivalente de nuestra 2ª División B. Corría el año 1982. Sin embargo, el fenómeno quinceañero apenas pudo participar durante las dos primeras temporadas. En su tercer año, finalmente, un Baggio de diecisiete años se convirtió en el ídolo de Vincenza al ejercer como principal artífice del ascenso del equipo a la serie B, poniendo en evidencia que estaba hecho de otra pasta. Sus imprevisibles genialidades resultaban impropias de un chaval que jugase en una liga menor y los equipos de primera división no tardaron en percatarse de ello. En 1985, uno de esos equipos de primera, la Fiorentina, se llevó al jovencísimo Baggio a sus filas.
Su llegada a la Serie A, la instancia más elevada del fútbol italiano y por entonces la liga más dura y difícil del mundo, tampoco fue un camino de rosas. Una severa lesión de rodilla que se produjo justo en su último partido con el Vicenza lo condenó al ostracismo. La Fiorentina le tenía una considerable fe y pese a la gravedad del informe médico, decidió continuar con el fichaje, concediéndole al jugador todo el tiempo necesario para recuperarse. Baggio se tiraría prácticamente dos temporadas completas en el dique seco cuando acababa de aterrizar en su nuevo equipo. Según él, algo se perdió con aquella lesión y el Baggio que alcanzó la gloria estaba en parte disminuido, comparándolo con el joven Baggio de Vicenza. Él mismo lo resumió así tras su retirada: «después de aquella lesión y durante toda mi carrera, jugué con una pierna y media». Ciertamente, en el momento de la lesión hubo serias dudas sobre si podría volver a jugar al fútbol de alto nivel. Pero aquel contratiempo sacó a relucir el inesperado lado espiritual de Baggio, quien aún no había cumplido los veinte años y para sorpresa de todos decidió adoptar el budismo como filosofía de vida, embarcándose en una búsqueda de serenidad interna bastante inusual en un mundillo tan histérico, superficial y sobreactuado como lo es del fútbol. El jovencísimo Baggio era un rara avis; un futbolista de pueblo con una faceta sofisticada que escapaba al discernimiento de los seguidores y periodistas locales. Como la propia Caldogno que lo vio nacer, Baggio era de origen rural y de familia humilde, pero había un no sé qué casi aristocrático en él. Pero bueno, la cuestión fue que aquellos dos primeros años en primera división fueron una travesía por el desierto marcada por la lesión, retrasando la explosión de una joven promesa en quien los más avezados observadores de Florencia detectaban claras trazas de futura categoría mundial. Dos tristes temporadas en el limbo. En sus ya cinco años como profesional, solo había jugado una temporada entera.
Pero la temporada 1987/88 empezó a marcar el ascenso de su carrera. A los veinte años, una vez emergido de convalecencias y cirugías, fue ganándose poco a poco un puesto titular en el equipo y empezó a hacer ruido en el Calcio. Toda Italia pudo empezar a ver algunas de sus genialidades, después de que se hubiese tirado dos años en casi completo retiro. En la siguiente temporada, la 1988/89, iba a producirse la explosión definitiva de Roberto Baggio en la Fiorentina. A sus veintiún años, objeto ya de marcajes asfixiantes por parte de los rivales, hizo 15 goles, cifra nada despreciable en la ultradefensiva liga italiana: para hacernos una idea, aquel mismo año Marco Van Basten y Careca hicieron 19 goles cada uno. Se convirtió, pues, en uno de los jugadores más peligrosos de la liga y en el ídolo absoluto de la hinchada florentina. Aún más espectacular fue la temporada 1989/90: anotó 17 goles para convertirse en el segundo máximo goleador del Calcio, por debajo únicamente del excelso Van Basten. Ayudó a llevar a la Fiorentina hasta la final de la Copa de la UEFA, donde perdieron frente a una muy superior Juventus (equipo, que por cierto, ya había comprado a Baggio en secreto; en la próxima entrega hablaremos con más detalle del traspaso). «Il divino» asombraba regularmente a propios y extraños, haciendo cosas tales como marcar ante el Nápoles del mismísimo Maradona con una jugada que bien podría haber firmado el susodicho astro argentino. Y eso Baggio lo hacía con equipos potentes… si se enfrentaba a una escuadra algo más débil, bien podían sus rivales poner velas a los santos para rogar que no les hiciera alguna de sus más diabólicas travesuras. ¿A cuántos futbolistas ha visto usted sortear tres veces al guardameta, amén de al resto de la defensa, para marcar un único gol? Como Mágico González, Garrincha, George Best o el Maradona de los años más jóvenes, Baggio estaba ahí para divertirse. Y el público se divertía todavía más viéndolo. En Italia, claro, no albergaban ya dudas: había nacido una nueva estrella. Fuera de Italia, eso sí, aún era un nombre relativamente desconocido cuando llegó el Mundial de 1990, que debía celebrarse precisamente en el país transalpino.
El Mundial agridulce
Baggio, de veintitrés años por entonces, acudió al Mundial como suplente. Tras dos temporadas estelares con la Fiorentina, era considerado uno de los futbolistas más en forma del Calcio y terminaría ganando el trofeo Bravo como mejor jugador joven de Europa. También era, oficialmente, el jugador más caro de la historia del fútbol, después de la fortuna que la Juventus había pagado a la Fiorentina por tenerlo entre sus filas después del Mundial. A pesar de eso y de sus exhibiciones en partidos preparatorios (como el gol que anotó a Holanda) el seleccionador Azeglio Vicini lo relegó al banquillo junto al delantero centro de reserva, Salvatore «Totó» Schillaci. En principio, Baggio y Schillaci parecían condenados a contemplar el Mundial desde el banquillo como espectadores de lujo, ya que los dos atacantes titulares, Gianluca Vialli y Andrea Carnevale, tenían el puesto asegurado con Vicini. No obstante, jugando un Mundial en casa, ante su propia afición, cualquier ocasión de los dos suplentes para lucirse iba a resultar de oro. Terminaría sucediendo.
La azurra, por una vez, se clasificó sin apuros en la primera fase aprovechando que se encontraba en un grupo bastante fácil: dos exiguas victorias frente a Austria y Estados Unidos (ambas por la mínima, 1-0) permitieron a los italianos estar matemáticamente clasificados tras aquellos dos primeros encuentros. Así pues, Vicini decidió usar el tercer partido —que los enfrentaría a Checoslovaquia— para darle una oportunidad a los suplentes. Y es que pese a la temprana clasificación del equipo, habían surgido ya dudas sobre la inspiración goleadora de los delanteros titulares. En el primer partido, contra Austria, había tenido que ser el suplente Schillaci quien anotase el único tanto del partido al poco de salir del banquillo. Italia, la anfitriona del torneo, obtuvo la victoria a falta de solo diez minutos de juego. Contra Estados Unidos volvieron a ganar pero la cosa fue aún más inquietante: solo pudieron anotar de penalty. Así pues, parecía que la ofensiva italiana estaba siendo poco productiva, y eso que habían encarado a equipos débiles. Así pues, frente a los checos el seleccionador Vicini probó una nueva delantera con Schillaci y Baggio de inicio, dándole descanso a Vialli y Carnevale. El experimento resultó redondo, porque los dos delanteros hasta entonces suplentes la liaron. Schillaci, que ya había marcado en el primer encuentro, se reafirmó como inesperado revulsivo del equipo e hizo su segundo gol del torneo. Por su parte, Roberto Baggio se las apañó para anotar uno de los mejores tantos en la historia de los Mundiales tras una galopada que había empezado en la línea de mediocampo. La hinchada italiana se volvió literalmente loca y la prensa internacional volvió sus ojos hacia aquel futbolista de veintitrés años que todavía no había gozado de mucho renombre más allá de las fronteras italianas. Después de lo visto en el tercer y último partido de la fase de grupos, Azeglio Vicini se encontró con que su pareja de atacantes suplentes estaba dejando en mantillas a los dos titulares supuestamente indiscutibles. Así pues, decidió que en los octavos de final frente a Uruguay, Baggio y Schillaci serían los nuevos delanteros titulares. No se equivocó tomando esa decisión, especialmente porque Schillaci anotaría su tercer gol a los uruguayos, decidiendo el partido una vez más y convirtiéndose en el ídolo por sorpresa de toda Italia: un jugador predestinado a pasar sin pena ni gloria por el Mundial estaba revolucionando el torneo y poniendo en pie a la nación. Por su parte, Baggio dio algunas muestras de su clase frente a Uruguay, pero no marcó. En cuartos de final, contra Irlanda, Baggio quedó aún más eclipsado por la milagrosa explosión de Salvatore Schillaci cuando este volvió a hacer el tanto decisivo. Era el cuarto gol en el Mundial de Totó y la “schillacimanía” adquirió cotas de histeria colectiva.
Llegaron las semifinales e Italia se encontraba con un hueso duro de roer: nada menos que los campeones vigentes, la Argentina de Maradona. Si bien el fútbol de la selección albiceleste no estaba convenciendo y despertaba no pocas críticas, los argentinos habían llegado a la penúltima eliminatoria del torneo con el único timón de un Maradona tocado del tobillo pero cuya aureola de líder había conducido a los suyos a las puertas de la gran final. El partido se presentaba considerablemente caliente, ya que se iba a disputar en Nápoles, ciudad en donde Maradona era poco menos que un icono social, político y casi religioso de dimensiones estratosféricas. El capitán argentino había creado una considerable polémica al pedir a los napolitanos que apoyaran a la selección argentina y no a la italiana, porque según él, Italia era un país donde el norte rico que manejaba el cotarro siempre había despreciado al sur pobre. Maradona quiso atraerse a la afición napolitana y el revuelo que se organizó fue considerable; tocó una fibra sensible y soliviantó a muchos italianos, haciendo del encuentro en una cuestión política (algo que, a juzgar por lo sucedido en 1986, no lo intimidaba lo más mínimo). En resumen: se anticipaba un partido muy, muy difícil, con ese ambiente de olla a presión en el que el astro argentino solía crecerse. En consecuencia, el seleccionador italiano pensó que un hombre caracterizado por su carácter aguerrido como Gianluca Vialli —veintisiete años y la clase de delantero que estaba acostumbrado a sudar y pelear— sería más indicado para la batalla que un exquisito artista de veintitrés años como Baggio. Así pues, Vicini comunicó a Baggio que no sería titular frente a los campeones mundiales y que Vialli formaría tándem en ataque con el enrachado Schillaci. Roberto se disgustó considerablemente, y más porque solía gustarle lucirse ante Maradona siempre que se había enfrentado al Nápoles, pero hubo de devolver su puesto a Vialli. Fiel a su carácter, Baggio se comió el disgusto en silencio. Esto sería, junto a las lesiones, uno de los sinos de su carrera: aun siendo un favorito indiscutible del público, Roberto Baggio casi nunca gozó del favor de sus técnicos. Su imprevisibilidad lo hacía difícil de resumir en una libreta. En ninguna escuela de entrenadores enseñan a qué hacer con alguien como Baggio: la única solución posible es la de decir «de acuerdo, sal hí fuera y haz lo que te dé la gana cuando te venga la inspiración». Y a ningún director de orquesta le gusta ver que un violinista que se arranca por libre, aunque el resultado sea mejor que la obra original escrita en la partitura. Baggio podía ganar partidos, pero a muchos entrenadores les podía más el miedo, les podía el pensar que, quizá aquel día clave, «il Divino» pudiese no tener la tarde inspirada. Eso era algo que no sucedía con Maradona: también fantasioso, el argentino sabía dirigir la orquesta desde dentro y cuando no estaba ejecutando un solo, acarreaba con toda la partitura. Baggio, en cambio, podía pasarse varios tramos del partido desaparecido. Lo dicho: nada que agrade a un entrenador.
Apenas comenzado el partido contra Argentina, Schillaci marcó gol una vez más, arrastrado por vaya usted a saber qué milagrosa condición mental que lo convirtió durante aquel Mundial en la clase de jugador que nunca había sido y nunca volvió a ser. Hizo su quinto gol del Mundial y puso a los argentinos contra las cuerdas, como cualquier equipo que se encuentre en desventaja con los italianos, inventores del «catenaccio», del autobús en defensa y de las victorias por la mínima. La albiceleste, bastante perdida, sin un sistema claro y con el único fundamento sólido de un Maradona físicamente tocado, peleó hasta que en la segunda parte Claudio Caniggia consiguió empatar. Entonces sonaron todas las alarmas en Italia: con su ventaja anulada, el equipo tenía que volver a atacar pero daba nuevamente la sensación de tener poco gol. Parecía evidente que había sobrevivido en el torneo gracias, sobre todo, a la inesperada racha goleadora del ariete suplente, Schilacchi. A la desesperada, Vicini hizo calentar a Roberto Baggio y en el último tramo de partido lo volvió a poner sobre el terreno de juego. Demasiado tarde, podría decirse. El empate no se rompió, se cumplieron los noventa minutos y el partido se fue a la prórroga. En el tiempo extra, Baggio creó sensación de peligro con un tiro lejano primero y después con un fantástico lanzamiento de falta que el portero argentino, Goycoechea, salvó de manera inverosímil cuando parecía un gol cantado. Casi todos los espectadores pensaron lo mismo: quizá otro gallo le hubiese cantado a Italia de haber estado Roberto Baggio sobre el campo desde del inicio del partido. Nunca lo sabremos, evidentemente.
Argentina se quedó con diez por expulsión de Giusti, pero Maradona hizo caso omiso a su maltrecho tobillo y se las apañó para crear alguna ocasión desde la nada tal y como era su costumbre en los momentos decisivos de los grandes partidos. Tras atraer a medio equipo rival que trataba de frenarlo (durante aquella prórroga, cuando Maradona se acercaba al área, los defensas italianos acudían a él como polillas a una lámpara) le dio un pase a Olarticoechea que este no pudo concretar, enviando el balón fuera. La cosa estaba clara: si alguien tenía que decidir el partido durante el tiempo extra, tendría que ser alguno de los grandes talentos de ambos equipos. Y de hecho Baggio intentó también romper el empate con otra jugada personal en la que a punto estuvo de dejar a Schillaci completamente solo ante el guardameta adversario, pero su pase fue providencialmente interceptado por un atentísimo Ruggeri. La prórroga terminó sin goles y ambas escuadras se jugaron su destino en la tanda de penalties. Que fue favorable a Argentina (por cierto, Baggio anotó su penalty) e Italia quedó eliminada de su propio Mundial. Maradona jugaría su segunda final consecutiva mientras Roberto Baggio, uno de sus más aventajados discípulos, se había quedado fuera de la competición. Además, el paso de Baggio por el torneo había quedado ensombrecido por la extraordinaria actuación de Totó Schilacchi; algo que a Baggio, al parecer, no le importó demasiado ya que en el partido “de consolación” por el tercer puesto le cedió un penalty a Schilacchi para que este pudiera proclamarse máximo goleador del Mundial. Pese a todo, “Codino” había demostrado que era merecedor de mayores confianzas en futuras grandes ocasiones y, sobre todo, se había ganado finalmente un cierto nombre a escala internacional. Cuatro años después, Roberto Baggio acudiría a otro Mundial convertido ya en figura indiscutible del combinado italiano; en aquellos cuatro años se las iba a arreglar para que la FIFA y la mayor parte de la prensa terminaran considerándolo el mejor jugador del mundo. Pero eso no le iba a bastar; él quería el título. Estuvo a punto de conseguirlo… pero, dicen, Dios escribe recto con renglones torcidos. (Continúa)
sencillamente espectacular el articulo!
Increible articulo! Qué grande era Roberto Baggio, sin duda uno de los más grandes.
Te invito a visitar este articulo qué escribí sobre futbol, en la misma onda que los publicados por aquí y huyendo del periodismo rancio imperante:
http://existealgodistintodoctor.blogspot.com.es/2012/01/penalti-y-gol-en-las-gaunas.html
Espero que te guste!
un Saludo y enhorabuena por tu articulo!!!!
En España quizá se le recuerda más por la que le lió a Abelardo y Zubizarreta en el Mundial ’94, cuartos de final, justo después del fallo de Salinas ante Pagliuca en una ocasión bastante más franca para definir bien que la de Baggio…
Cosas del talento, sin duda.
http://saliendodesdeelbanquillo.blogspot.com.es
Mejor jugador del mundo?? Creo recordar que en Brasil jugaba un tal Romario, que en mi opinión estaba un escalón por encima del gran Baggio… Pero Romario son palabras mayores..
Roberto Baggio and Romário were the two best players of the 90’s. Romário was a genie but so it was Baggio
Una corrección: Italia venció 1 – 0 a Estados Unidos en el mundial de 1990, pero el gol no fue de penalty; lo marcó Giuseppe Giannini tras una buena jugada colectiva de los italianos, que sí desaprovecharon un penalty que Vialli lanzó al poste.
Me ha gustado el artículo, recordando a uno de esos héroes de infancia que todos hemos tenidos. Eso sí, no le recuerdo como el mejor de su tiempo, como el mejor de aquel año 1994. Creo que aquella condición le correspondía a Romario, y yo soy del Madrid, lo digo como dato añadido que en ocasiones viene bien. Mis recuerdos son más difusos para valorar la frase «con seguridad el más exquisito jugador que Italia haya producido nunca». He leído demasiado a Enric González hablando sobre Gianni Rivera como para aceptarlo sin más, pero tampoco tengo elementos de juicio para condenar la frase.
En la sección de fallos hay un Vially, un raro sun en » uno de los sinos de su carrera: sun siendo un favorito indiscutible del público» y alguna cosilla más por ahí salteada que se me ha ido pasando. Cuestión menor, una vez más.
Hola Oxímoron.
Corregido lo que debía ser (y ahora es) «Vialli y» y «aun» jaja, ¡gracias!
En cuanto a la comparación entre Baggio y Romario, bien: el italiano fue nombrado Jugador del Año en 1993, y el brasileño en 1994. Ambos fueron importantísimos en sus equipos durante el Mundial, aunque Baggio tuvo más peso en las eliminatorias. Técnicamente eran dos monstruos, pero siempre vi a Baggio más capaz de crear goles «desde la nada», aunque obviamente Romario no tenía rival como jugador de área (cosa que Baggio no era). De todos modos, no es una discusión que me quite el sueño. Para mí Baggio sí era el mejor hasta el Mundial (después ya no), pero quien piense de otro modo… me parece muy bien. Me limito a no compartirlo.
Lo de comparar a Baggio con Rivera es más peliagudo. Jugaron en épocas demasiado diferentes. Con sus debidas diferencias, nuestra época se parece más a la de Baggio, que la de Baggio a la de Rivera, futbolísticamente hablando. Sería como comparar, no sé, a iniesta con Luis Suárez, que jugó en un fútbol muchísimo más débil pero que no sabríamos ni sabremos cómo se hubiera desempeñado de haber crecido en estos tiempos.
Un cordial saludo.
Hola,
Me considero un gran seguidor de Roberto Baggio de toda la península. Me encanta toda su història, futbol y trayectória futbolística y humana. En su dia realicé una web sobre él, escribí el articulo de R.Baggio en la viquipèdia en catalàn (con modestia peró el mejor articulo de Baggio de todas las viquipèdias), he ido a Caldogno y fuí a Brescia a ver dos de sus últimos partidos.
Dicho esto felicidades por el articulo y su divulgación.
Te escribo para precisar un par de detalles que me gustaria saber de donde has sacado:
-«Su primer entrenador lo castigó sacándolo del once inicial por no pasar nunca el balón a sus compañeros: “Volverás a jugar si haces lo que yo te digo”, le dijo. Cuando volvió a alinear al joven Roberto, este hizo caso omiso y volvió a las andadas… pero metió siete goles.»
Hay un caso muy similar que comenta en su primer libro sobre un dia que fué a cazar en vez de con el equipo, el entrenador más tarde se lo recriminó con mofa y anoto estos goles, no será una confusión o es un segundo caso?
-En ningún lugar recuerdo haver leído o oído que Maradona era uno de sus ídolos. Me puedes passar alguna referéncia al respecto?
Muchas grácias i espero leer la segunda parte.
q dicha de ver a roby jugar quisiera ir a caldogno pero estoy aki en venezuela ;-(
el penalty que vialli falló contra usa no fue al palo, sino que lo tiró a lo panenka y el portero ni se movió. Lo digo pq vi el partido y me acuerdo
No no, fue al palo. Yo sí, lo recuerdo muy bien todo el mundial, tenía 15 años y al final de la tanda de penaltis contra Argentina lloré como sólo un niño puede llorar.
Muy buen artículo. Baggio fue y siempre será el ídolo de mi generación.
Efectivamente, Vialli lanzó el balón al palo en aquel penalty. Para salir de dudas: http://www.youtube.com/watch?v=HaSxIaOSGW0
Enhorabuena al autor por hacer las delicias de los buenos aficionados al fútbol que pululan por aquí, espero que aún queden muchas más entregas.
Gran artículo, esperando la segunda parte!
felicidades por el artículo; da gusto leer este tipo de historias y periodismo en estos tiempos tan convulsos y díficiles, has conseguido sacarme una sonrisa y trasladarme a mis recuerdos de la infancia con el gran roberto baggio…y otros como schuster, laudrup, gullit……que fútbol aquél.
Pingback: Los renglones torcidos de Roberto Baggio (I)
Enhorabuena!!!! Por fin podemos leer un artículo que hace justicia al más grande. Completo y muy bien documentado. Queremos más!! Thanx
Pingback: Jot Down Cultural Magazine | Los renglones torcidos de Roberto Baggio (y II)
baggio fue mejor años luz qe romario. si italia gana el mundial del 94 le ¿hubieran dado el balon de oro a romario? obvioo nooo esa fue la diferencia
Pingback: Deporte y lecturas | El Deporte Conquense
Oye que el Codino sí volvió a patear un penalti. En la serie contra Francia en el Mundial del 98 y fue gol. Esa vez la mala suerte le tocó a otro, que ahora no recuerdo quién fue.
¡Gracias por el artículo! Yo era un niño de sólo 11 años cuando Baggio jugó el Mundial del 94, pero sus jugadas y sus goles se me quedaron en la retina para siempre. Roberto es mi ídolo futbolístico de todos los tiempos, tiene un no-se-qué de héroe olvidado, de aristócrata taciturno, que lo convierten en mi inspiración ya si se trata de fútbol o de otra cosa.
Es verdad, a mi me hubiese gustado que fuera mi hermano mayor o mi padre.
Baggio magia, talento, mi idolo de todos los tiempos, todavía me duele que no fué campeón en el 94 y 90 perp ganó muchos adeptos y desde Ecuador me incluyo, Grande ROBERTO
Recuerdo que para usa 94, Baggio era excelente jugador, y Romario ni se diga; pero el equipo de Brasil tenía varias estrellas, los cuales fueron un buen apoyo para que Romario se luciese, y realmente se mereció ese balón de oro. Pero en Italia sólo contaban con Baresi, que ya estaba viejo (sin ofender) y además lesionado como Baggio.
EN TEORIA Baggio tenia mas potencial personal para ser considerado el mejor….,podria entrar en mas detalles, pero llegariamos a lo mismo.
Lo que no fue, NO FUE.
Pero no intenten minimizarlo, que solo los hace quedar como no entendidos en la materia.
Mi vida estuvo marcada por un penalty, cosa que me llevo a verme reflejado en ese crack…
Lo mejor de todo es que aprendi que lo mejor de camino no es el premio(lo demás ustedes ya saben como es)