Londres, Londres
Pasan los siglos y seguimos mostrando una querencia irresistible por visitar Londres. Algunos llegan más lejos y se quedan allí para siempre; los motivos que esgrimen son bastante oscuros, pero suelen tener relación con el amor en cualquiera de sus variantes. Amor por una persona, casi siempre de ascendencia colonial; por las empanadas de anguila y riñones a la reducción de Marmite, pues desgraciadamente ni siquiera allí se tiene siempre a mano un frasco de Vegemite; por una serie de ceros en cursiva rematando un contrato laboral, o simplemente por un contrato para el cual el término laboral no es sino un eufemismo, y entonces el amor se torna necesidad; por los trajes de raya diplomática, los bombines y la esperanza de que pronto vuelvan a dominar las aceras de St. James y Regent Street… No hace tanto tiempo, apenas 229 años, y ahora que está tan de moda medirlo todo según la teoría darwiniana —el llanto de un bebé, la edad de las tortugas, el PIB de Rutenia— podemos asegurar que dos centurias apenas significan nada para la Historia de la Humanidad, que la corriente turística de todo el Imperio Británico, y por tanto diríamos del mundo entero, se dirigía a ver los ahorcamientos y otras variantes de muerte violenta y no siempre justa que se llevaban a cabo en Tyburn, justo donde hoy en día se levanta el Marble Arch. Allí se hacían los honores tanto a señores como Lord Ferrers, último par inglés ejecutado por felonía, que vistió sus mejores galas para la ocasión y demostró la suficiente entereza como para dar qué pensar a las nuevas generaciones a quienes les tiemblan las rodillas ante la perspectiva de un par de tomatazos bien merecidos a las puertas de un juzgado, como a bandoleros de variada procedencia social y popularidad, entre los que cualquier ciudadano mínimamente instruido podría citar a Dick Turpin. Acto seguido se les facilitaba una cita con el Hacedor para que, violando una vez más uno de los principios básicos del derecho, les juzgara por segunda vez por cometer unos crímenes a los que nadie más daba mayor importancia.
Hoy las atracciones que se buscan en Londres son otras, no siempre más civilizadas. Galerías de arte donde, por más de lo que uno podría gastar en varias vidas dedicadas al derroche de fortunas adquiridas mediante matrimonios cuidadosamente planificados, se puede comprar una vaca Hereford conservada en formol o un retrato xerografiado de un bote de habas; museos en los que caben prácticamente todo el antiguo Egipto, la Grecia clásica y el matrimonio Arnolfini, que es tan grande como las civilizaciones que lo preceden y gran parte de las que lo siguen; pubs donde confraternizar con lo más granado de las corresponsalías europeas y subcontinentales y en los cuales lo más importante sigue siendo llegar hasta el fondo del sentido del término “bebida espirituosa”, y por tanto cualquier impulso de entablar una conversación erudita acerca de la calidad del agua tónica generará miradas de recelo y amenazas explícitas; centros culturales en los que en menos tiempo del que se tarda en hojear un tríptico ya queda patente la profunda sima de ignorancia en la que se encuentra cualquier otra ciudad del mundo y, para aquellos que aún conservan un sentido práctico a la hora de ejercer el noble arte de hacer turismo, los eternos Buckingham Palace, admirado desde la distancia que toda monarquía que se precie debería mantener con el populacho, y la Torre de Londres, donde con no poco esfuerzo puede uno rememorar las atracciones del pasado antes mencionadas. Muchas relaciones sentimentales de todas partes del globo se han arruinado, o al menos se han planteado serias dudas sobre su futuro, al atravesar la Portcullis Gate mientras se formula con intención jocosa una traducción libre de su denominación. En cualquier caso, a pesar de la riada de gente que visita Londres cada año, son pocos los que conocen la obra de Christopher Wren.
Puritanismo y cabezas rodantes
Christopher Wren (1632-1723) siempre será recordado por el poema más famoso de Edmund Clerihew Bentley (1875-1956), a quien esperamos que, dado el sorprendente prestigio de que gozan géneros como el haiku entre la intelectualidad, alguna gran universidad española no tarde mucho en dedicarle un curso de postgrado; bien al poeta, bien a todo el curioso género del clerihew:
Sir Christopher Wren
Said, «I am going to dine with some men.
If anyone calls
Say I am designing St. Paul’s.»
De esta obra cumbre de la poesía lírica del siglo XX se puede llegar a la conclusión de que Christopher Wren, dado que ostentaba el título de sir, estaba encargado de diseñar lo que parece ser la catedral de San Pablo, y tenía quien se ocupara realmente de llevar a cabo tan grandiosa tarea mientras él consumía las horas cultivando amistades en las profundidades de una taberna, probablemente fuera arquitecto y socio titular de un afamado estudio londinense con cientos de becarios —la auténtica famélica legión— todos requiriendo su firma en proyectos de cuyos cálculos estructurales y sus errores conceptuales se escribirán voluminosos tratados en varios idiomas. Sería una verdad sólo a medias, porque Sir Christopher Wren fue todo eso y mucho más, y por otro lado es justo reconocer que no todos los arquitectos se caracterizan por la maldad que con tanto detalle e insistencia —hasta el punto de constituir la base de más de una asignatura troncal— se describe a partir del primer curso de cualquier escuela de ingeniería civil que aspire a retener algo del prestigio perdido hace ya muchas generaciones.
Christopher Wren nació en 1632 en un pequeño pueblo de la región de Wiltshire en el que hoy viven 600 personas, y no hay testimonio histórico que demuestre que algún día vivieran muchas más. Hijo de un pastor anglicano, fue bautizado con el nombre de un hermano suyo nacido el año anterior y que, siguiendo fielmente la tendencia estadística del momento, falleció pocas horas después de salir del vientre de su madre. A partir de este detalle, que hoy sólo podemos definir como siniestro, somos capaces de certificar la monomanía del padre acerca de la importancia que otorgaba a la presencia de Cristo en el nombre de su primogénito y hacernos una ligera idea de su severidad y del ambiente en el que pasó su infancia este niño enfermizo, débil y desmañado que finalmente alargó su existencia hasta los noventa años en una época en que la esperanza de vida alcanzaba con dificultad los treinta y cinco, siempre que el país no fuera asolado por ninguna epidemia de peste negra o alguna espuria guerra con Francia. Hay quien ve en todos estos hechos la mano de Dios, y no hay por qué contradecirles.
Se sabe poco sobre la educación del adolescente Wren hasta que llegó a Oxford en el verano de 1650 con la intención de adquirir una formación científica. El año anterior la cabeza del infeliz rey Carlos I había rodado por Whitehall una fría mañana de enero, poniendo punto final a la segunda de las tres guerras civiles inglesas que tan difíciles resultan de explicar a los historiadores y de entender a los profanos en historia política y teología. Básicamente, en la década de los 20 Carlos decidió contraer matrimonio con una francesa católica (Enriqueta María, hija de Enrique IV, rey de Francia) algo que hoy en día parece algo sólo un poco más grave que casarse con una divorciada o una presentadora de telediarios, pero que en aquel entonces suponía poner el trono de Inglaterra al alcance de la mefítica mano de ‘la puta de Roma’, y por tanto le convirtió en sospechoso de herejía en un momento en el que le habría resultado necesaria toda su credibilidad divina para llevar a cabo las reformas absolutistas que tenía en mente. El cuadro lo completan varias sectas puritanas sólo distinguibles por la forma geométrica de sus sombreros pero con idéntica afición a alimentar hogueras con carne católica o luciferina, que venía a ser lo mismo; una nobleza poco dispuesta a ejercer de recaudadora de impuestos para un rey con intenciones poco claras y la escasa consideración del hombre de la época para con su propia vida y no digamos la ajena. La consecuencia natural de todo esto, como lo demuestran los siglos anteriores y posteriores, es un preciso golpe de hacha y once años de dominio ultraconservador, cinco de ellos bajo el mandato de Oliver Cromwell, universalmente conocido por su carencia de tolerancia hacia las profesiones de fe ajenas y su querencia para saldar las cuentas mediante campañas militares de contrastada brutalidad, especialmente si se encontraba irlandeses saliéndole al encuentro. Cuando finalmente Carlos II recuperó el trono que perdió su padre al mismo tiempo que la cabeza, hacía dos años que una extraña combinación de malaria y piedras en el riñón se llevaron por delante a Cromwell y le quitaron toda oportunidad de saciar su sed de venganza. A pesar de todo exhumó el cuerpo de Cromwell, colgó su cadáver en Tyburn y posteriormente ensartó lo que quedaba de su cabeza en una pica a las puertas de la abadía de Westminter, de donde nadie tuvo la osadía de retirarla hasta pasados catorce años. Que se sepa, nadie esperó jamás que se disculpara por ello, porque así las gastaban los reyes de verdad. Como hemos visto, en aquellos años a nadie se le ocurriría relacionar estos detalles con una negación de la condición humana, y de hecho a Carlos II le gustaba pasar por docto, lo que hoy llamaríamos un intelectual, algo muy semejante a lo que es su quizá epónimo sucesor y actual Príncipe de Gales en Gran Bretaña, o lo que son los tertulianos en España. Y en lugar de patrocinar un centro culinario para darse ínfulas de intelectualidad, que es lo que se pondría de moda 375 años más tarde, dio su visto bueno a la creación de la Royal Society el 28 de noviembre de 1660. Además, mediante la creación de esa sociedad, en la que cabían científicos y filósofos unidos por su curiosidad científica, pero separados por complejísimas disputas políticas y doctrinales, Carlos vislumbró una elegante vía para tender puentes y empezar a unificar a las distintas ramas del protestantismo en la causa común de una sola nación.
Como al padre de Wren, firme partidario de las tesis del arzobispo Laud a favor del libre albedrío y por tanto muy alejado de las inclinaciones calvinistas de otras sectas puritanas como la de Cromwell, le confiaron el puesto de deán de Windsor en 1635, cuando Carlos I aún conservaba una cabeza sobre la que depositar la corona; una vez concluida la guerra civil sus obvias inclinaciones realistas no redundaron en la tranquilidad familiar, y no es difícil hacerse una idea de lo angustiosos que le resultaron los años universitarios a su hijo mientras se peleaba con gruesos tratados de latín y física aristotélica, que 35 años antes de los Principia de Newton constituían la base del conocimiento científico. Antes de dedicarse principalmente a la arquitectura, Wren dedicó su atención a las aplicaciones prácticas de la ciencia y la matemática deductiva, y desarrolló varios inventos y experimentos no del todo faltos de utilidad. Un higrómetro, varios modelos de microscopio, unos fallidos y otros no, un método para escribir dos copias de un documento al mismo tiempo, un escenógrafo, una primitiva bomba de aire — que sería empleada para comprobar cuánto tiempo puede sobrevivir un perro callejero si se le extirpan los pulmones y se le deja abierto en canal conectado a este aparato— diversos artilugios destinados a la medición de constantes atmosféricas, una incubadora (para huevos de gallina), el modelo de un ojo humano basado en el de un caballo, aparejos para la pesca submarina… En su lección inaugural como miembro del Gresham College de Londres, una institución famosa en la época por su dedicación a la matemática aplicada, especialmente aquella destinada facilitar la navegación, el joven Wren dejó bastante claras sus ideas sobre la ‘nueva filosofía’; sobre sus innovaciones, sus fundamentos y sus héroes. Para Wren, las demostraciones matemáticas «al estar construidas sobre los irrefutables fundamentos de la geometría y la aritmética, son las únicas verdades que pueden calar en la mente del hombre, vacías de toda incertidumbre; y todo el resto de discursos son más o menos verdaderos según sus objetos de estudio sean más o menos capaces de ser demostradas matemáticamente».
Según su punto de vista, la lógica es una parte de las matemáticas, a las que otorga el título aristotélico de ‘instrumento de instrumentos’. Por tanto no es extraño que Wren no haga referencia en su lección inaugural a Francis Bacon, pero sí resulta sintomático de su personalidad y carácter, pues Bacon era considerado en la época no sólo el padre del empirismo y del método inductivo, sino de la ciencia entera y todo lo que esta pudiera abarcar. Pero la matemática es deductiva y muchas veces intuitiva, especialmente la geometría, y Bacon la desdeñaba. Por eso Wren señala como sus modelos a Copérnico, a Kepler, a William Gilbert y a William Harvey, el inventor de los logaritmos, «un arte genuinamente inglés». Cricket y logaritmos. Qué más se le puede exigir a una nación que deje como legado a la Humanidad.
Epidemias bajo el signo de la Bestia
Estudiosos salidos de Gresham y Wadham, el colegio universitario donde Wren estudió en Cambridge, formaron el núcleo fundador de la Royal Society, y no es raro por tanto que se encontrara sentado a la mesa principal durante la lección inaugural de la Sociedad. Y mientras dibujaba insectos y disertaba sobre la fisiología de la mosca, mientras diseccionaba cerebros y los reproducía con una exactitud aterradora, mientras divagaba sobre las esferas, la fecha de la Semana Santa y la trayectoria aparentemente rectilínea de los cometas, mientras hacía todo eso al tiempo que trataba de mantener en precario equilibrio un pelucón empolvado sobre la cabeza, empezó, como es natural si se ejercen este tipo de actividades tan dispares y macabras, a desarrollar un interés en la arquitectura que no pasó desapercibido a un ojo tan sagaz como el del rey Carlos, educado en una revolución donde un error de juicio a la hora de valorar las habilidades de un subordinado te puede costar el cuello y lo que este sustenta. De este modo le llegaron los primeros encargos. A dedo, sí. Hay cosas que no cambian. Pero en una época en que las comunidades autónomas y sus aeropuertos desiertos eran una ficción lejana sólo avistada por ciertos profetas ya olvidados, la arquitectura oficial era una actividad menos onerosa de lo que podría esperarse, y Wren se quejaría más tarde a su hijo sobre el flaco favor que le hizo el rey al guiarle por la senda de la arquitectura. En una época previa a la Seguridad Social, pensaba que se habría ganado mejor la vida ejerciendo la medicina. Quizá hubiera sido un gran médico, pero lo que es irrebatible es que de todos los integrantes de la Royal Society sólo él poseía, comprendía y sabía aplicar a la arquitectura la combinación de razón e intuición, de experiencia e imaginación, que resultan esenciales a lo que hoy consideramos genio. El Sheldonian Theatre de Oxford refleja muy bien, entre sus primeros trabajos, su comprensión de las estructuras y del lenguaje clásico de la arquitectura.
Durante gran parte de 1665 y 1666, en un momento que no pudo resultar más oportuno, justo cuando una plaga de peste bubónica que los púlpitos de la época no pudieron dejar de relacionar con el año en que actuó con mayor virulencia terminando con la vida del 20% de la población londinense, todos pecadores, todos culpables, Wren completó su formación en París, donde conoció a los arquitectos François Mansarty Gian Lorenzo Bernini. A su regreso se encontró con una ciudad devastada por el gran incendio de 1666 y su nombramiento como Supervisor General de los Trabajos Reales, un cargo que no era vitalicio sino que dependía del humor cambiante del rey que en ese momento se sentara en el trono. Wren se mantuvo en el puesto casi cuarenta años. En quince días presentó un ambicioso plan para la reconstrucción de la ciudad que, debido a su coste y duración en un momento en que la revitalización del comercio era de la mayor importancia, jamás se pudo aplicar, y aún se pueden escuchar discusiones lamentándolo en las tabernas menos globalizadas de Whitehall, e incluso en alguna de Islington. Se tuvo que conformar con la reconstrucción de más de cincuenta iglesias y la de la catedral de San Pablo; un trabajo por el que, incluso dejando a un lado espléndidas muestras aisladas de arquitectura profana como el Royal Observatory de Greenwich y la Biblioteca del Trinity College de Oxford, debería ser mucho más conocido de lo que es.
La Administración no paga a traidores. Ni a leales
El total de las iglesias diseñadas por Wren en Londres no se puede precisar con exactitud; mientras en algunas tan sólo se encargó de gestionar los fondos necesarios para su reparación, en otras la reconstrucción recayó totalmente en sus manos. De las aproximadamente cincuenta que se le suelen atribuir, St. Clemens Danes, St Anne’s Soho y St. James’ Piccadilly se encuentran en Westminster y no tienen conexión con el incendio al que Wren tanto debía. Tanto, que trató de saldar su deuda con el destino erigiendo junto a Robert Hooke —el señor de la constante k que tantas noches de desvelo ha ocasionado a los estudiantes de Mecánica de los últimos tres siglos— una columna de 62 metros de altitud, situada en el lado norte del London Bridge, que la sabiduría popular no tardo en bautizar como The Monument. Porque fue el efecto devastador del fuego lo que le dio la oportunidad de levantar los templos teniendo en cuenta la liturgia protestante del Book of Common Prayer de 1662, de proclamar la fe reformista mediante un estilo moderno de arquitectura, si bien basado en los principios clásicos. Quizás sea St. James’s Piccadilly el mejor ejemplo de la arquitectura religiosa de Wren, el más significativo aparte de la catedral de San Pablo. La funcionalidad era el principio que le guiaba a la hora de diseñar un edificio; es un fundamento que todos los arquitectos del mundo dicen respetar, si bien muchas veces resulta difícil discernir lo que significa para cada uno de ellos sin correr peligro de desarrollar varios tipos de demencia, muchas veces considerados incompatibles entre sí y algunos desconocidos incluso para reputados equipos de psiquiatras suizos. En los diseños de Wren se escuchan perfectamente y desde todos los rincones las admoniciones o alabanzas lanzadas desde el púlpito y también la liturgia celebrada en la mesa comunal, que se debe resaltar de un modo decoroso, pero no dramático. Los soportes interiores son escasos y esbeltos. Grandes ventanales proporcionan abundante luz y las galerías en tres lados desahogan y aumentan el aforo. Las iglesias más grandes de Wren, aquellas que pudo elevar en espacios abiertos, siguen este patrón, aunque no hay dos que sean idénticas. En otros casos, la dificultad planteada por el emplazamiento no hizo sino agudizar la inventiva del arquitecto; a menudo aprovechó antiguos cimientos a costa de conservar la pureza geométrica. Así, algunas son simples salas rectangulares o casi rectangulares (St. Edmund the King, Lombard Street), otras constan de un solo pasillo, algunas veces con una galería (St Margaret, Lothbury) y en St Stephen Walbrook, una de sus mejores obras, la más compleja espacialmente y en la que muestra una geometría más pura, una cúpula coincide con el centro de una pequeña cruz latina inscrita en un rectángulo. Parece sencillo, y por eso es brillante.
La catedral de San Pablo siempre ha sido la piedra de toque por la que se ha juzgado la obra de Wren. Su construcción centraría la mayor parte de sus esfuerzos entre 1675, cuando se colocó la primera piedra sobre las ruinas de la antigua catedral, y 1711, cuando las obras se dieron por finalizadas. Antes presentó varios proyectos plasmados en planos y maquetas que por sí solas ya merecerían un lugar en la historia del arte, y que serían sucesivamente rechazadas por el deán de la catedral y el mismo rey, siempre influidos por malvados comités de cuya función específica nadie podía dar cuenta con exactitud. Algo muy similar a lo que sigue ocurriendo hoy día. Finalmente presentó una maqueta descomunal que reflejaba las exigencias de sus superiores y después, con una habilidad para la manipulación y la intriga típica de los científicos, sin duda perfeccionadas por su pertenencia a la Royal Society, y sembrando uno de los principios básicos en las relaciones entre la propiedad y la dirección facultativa que han perdurado hasta hoy mismo, ejecutó el proyecto como mejor le pareció. Como consecuencia, de los honorarios que el parlamento le tenía retenido desde hacía 14 años tan sólo recibió la mitad y una completa gama de acusaciones de fraude y otras irregularidades demasiado adulteradas como para ser reproducidas aquí sin desatar la furia divina.
A pesar de las críticas adversas que ha recibido desde siempre, muchas basadas en que no cumplía la idea establecida de lo que debería ser una catedral protestante, debido sobre todo a su blasfemo parecido con la catedral de San Pedro en el Vaticano, San Pablo es la obra maestra de Wren. La Historia se ha encargado de revalorizarla en cierta manera; desde la Segunda Guerra Mundial, los edificios que la rodean han crecido en altura, y la catedral ya no se levanta orgullosa y provocadoramente como antaño. Sin embargo hoy se puede contemplar como un todo de una manera que Wren nunca pudo imaginar cuando la diseñó para ser levantada en un entorno que seguía las directrices medievales de ciudades como Rouen o Florencia. Hoy, sobre todo tras las obras de restauración, la catedral ha recuperado claridad y equilibrio; cada pieza encaja en un conjunto visual que en parte representa y en parte expresa la estructura material de masa y apoyo.
Decía Chesterton que viajar abre la mente, sí, pero que para ello se debe tener más mente. Algo así nos pasa hoy en día, cuando recorremos miles de kilómetros para postrarnos delante de una mezquita de barro perdida en un arrabal del Yemen mientras ignoramos las grandezas que tenemos al alcance de la mano. Christopher Wren está enterrado en la catedral de San Pablo; en una modesta losa de mármol su hijo, un Christopher más que añadir a la saga, hizo grabar unas precisas instrucciones que todo habitante, visitante, turista y más que nadie todos los viajeros del mundo deberían tomar más en serio. No es tan difícil.
“Aquí en sus cimientos yace el arquitecto de esta iglesia y esta ciudad, Christopher Wren, quien vivió más de noventa años no en su propio beneficio, sino dedicado al bien público. Lector, si buscas su monumento, mira a tu alrededor. Murió el 25 de Febrero de 1723, edad 91 años”.
Fotografía: Miguel Martínez Ferrerira
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La introducción es sublime. Enhorabuena por el artículo.
He estado hace unos días en Londres. He disfrutado mucho con este maravilloso artículo.
Soy un arquitecto cansado de nuestra propia petulancia.
El artículo me ha resultado refrescante, me lo he pasado bomba.
Necesito volver a Londres con este artículo impreso. Buenísimo.
Un artículo extenso, notablemente escrito y gratis, algo no me cuadra.
Creo que nos estamos culturizando por encima de nuestras posibilidades.
Ah, y un aplauso también al autor de las imágenes que completan el texto.
Cuanta razón en este artículo. He recorrido varias veces la ciudad de Londres, escapando siempre de las rutas convencionales y son esos lugares desconocidos los que hacen de la capital británica la ciudad que es.
Y San Pablo uno de los puntos claves de la ciudad.
Gran artículo!
Yo tengo la teoría no confirmada de que el de Wren fue uno de los primeros casos de «amiguismo» inmobiliario de la historia: Incendio = 50 contratos para restaurar inglesias, incluyendo una catedral. No sé, a mi me da que pensar…
Puede ser pero no es lo mismo construir la Catedral de San Pablo que esto:
http://www.tiempodehoy.com/cultura/los-diez-edificios-mas-controvertidos-de-espana/(imagen)/69214#centerColumn
Si yo digo «El Ciclo Barroco», ¿qué dice el autor?
Exacto. Qué piensa Neil Stephenson de todo esto? ;)
Buen artículo. ¡A disfrutar!
Los que no se quedaran dormidos a medias viendo «Los miserables» pudieron disfrutar de los maravillosos edificios del Old Royal Naval College al final de la película haciendo más que dignamente el papel de edificios parisinos.
Hubiese estado bien alguna referencia en el artículo al tratamiendo de Wren que hace Alan Moore en «From Hell».
Y Sir Christopher Wren también diseño las jeringas que usamos.
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