Junio de 1968. El director Steve Binder entra en un plató de los estudios de la NBC en Los Angeles, un espacio en penumbra presidido por un pequeño escenario en forma de cuadrilátero. Y de repente Binder siente que el pánico se apodera de él. Todo parece perfectamente preparado: las cámaras, las luces, los micrófonos y unas sillas para los músicos. El equipo está en marcha, la grabación está a punto de comenzar. Todo está en su sitio para filmar una actuación histórica que será incluida en un programa especial que verán —eso se pretende— millones de televidentes. En el estudio está todo, excepto una cosa: el público. Elvis Presley va a actuar en directo por primera vez en siete años… y no hay nadie allí para aplaudir.
Las improvisadas gradas están vacías. ¡No hay nadie! El director no puede creer lo que ven sus ojos. Especialmente porque él mismo ha entregado invitaciones al manager de Elvis, el “coronel” Parker, conel fin de congregar una audiencia. El sinuoso Parker se había comprometido a llenar el plató de fans para el instante en que Elvis vuelva a cantar frente a un público; “habrá una gran demanda”, había dicho el coronel. El director del programa esperaba, pues, encontrar a un nutrido grupo de gente en el plató, bullendo de gozo por la oportunidad única de ver retornar a Elvis Presley al mundo del rock & roll, de tener al antiguo icono cantando y moviéndose a apenas unos centímetros de distancia. Puede que en 1968 la música de Presley hubiese pasado de moda, pero se suponía que seguía siendo una gran estrella. ¿Quién rechazaría la oportunidad de asistir —gratis— a su retorno a las tablas después de tanto tiempo? Steve Binder, desesperado, no podía comprender nada. Se dirigió al coronel Parker y preguntó con asombro:
—“¿Dónde está el público?”
—“No lo sé.”
Parker no parece excesivamente contrariado por la situación, aunque su protegido está a punto de salir del camerino y si lo hace será sólo para comprobar que nadie se ha molestado en acudir para verlo actuar. Pero el “coronel” se muestra inexplicablemente tranquilo. Cuando Binder le interroga acerca de lo sucedido con las entradas, Parker da rodeos y se justifica con respuestas poco convincentes. De hecho, Binder nunca llegará a saber si aquella ausencia de público se debía a que el manager había repartido las entradas en los ámbitos equivocados y entonces su aparente tranquilidad sería una forma de intentar disimular su error, o si había intentado venderlas en vez de regalarlas, o si sencillamente había intentado boicotear deliberadamente la grabación de aquella secuencia. Tal vez no le gusta la idea de que el retorno de Elvis al directo no se produzca en un gran estadio sino en un pequeño y oscuro plató de televisión, en una especie de “jam” acústica medio improvisada. La idea de Binder es que Elvis repase varios de sus antiguos éxitos con la simple ayuda de unas guitarras acústicas y algo de percusión: un formato muy básico, musicalmente muy desnudo e inhabitual en televisión. Es decir, un precedente directo de los famosos “Unplugged” de la MTV que aparecerían décadas más tarde, sólo que en este caso estaba organizado a última hora por iniciativa del propio Steve Binder. Estaba decidido a incluir algunas escenas de esas modestas improvisaciones en el, por lo demás, grandilocuente especial televisivo cuyo rodaje está dirigiendo. Pero para el coronel Parker, el todavía inexistente concepto de “unplugged” parece algo demasiado pobre, demasiado elemental dada la magnitud del acontecimiento. O quizá le molestó que Binder quisiera incluir ese concierto acústico a última hora, rompiendo con los planes preestablecidos.
Lo único cierto es que la grabación va a comenzar y han de conseguir a un público. Sin gente en torno al escenario la actuación no tendrá ningún sentido. Lo que el director pretende de esta secuencia consiste en extraer la faceta más auténtica y natural de Elvis como cantante, una demostración cruda y sin adornos del intérprete de rock, blues, y soul que ya casi nadie recuerda que realmente es. Y piensa que la mejor forma de que el cantante ofrezca esa vertiente y saque lo mejor de sí mismo será con una audiencia clavando sus ojos en él. Lo ha comprobado varias veces durante los ensayos: Elvis se crece cuando actúa para la gente. No importa si son dos mil personas, doscientas, veinte o dos. No importa quiénes sean o de dónde provienen. Ha nacido para cantar ante los demás. Necesita un público, por reducido que sea. Y ahora resulta que va a cantar en vivo por primera vez en siete años y no tiene a quien lo escuche.
Binder no se resigna: él y el coronel Parker salen a las calles que rodean al estudio de la NBC, a la caza y captura de un público. Reparten invitaciones gratuitas para la velada y finalmente consiguen reunir a una audiencia no muy numerosa, pero suficiente para efectuar la grabación. Es quizá una audiencia demasiado heterogénea para el gusto del director, porque hay bastamte gente madura y a Binder le preocupa que la visión de un público “demasiado mayor” pueda reforzar el concepto que mucha gente tiene de Presley en 1968: a sus treinta y tres años Elvis es percibido —al menos por el público joven— como un artista caduco, apolillado y pasado de moda. Y buena parte de culpa es suya, ya que se ha dejado influir por su querido coronel Parker y ha convertido su carrera en un sonrojante páramo cinematográfico: se ha pasado siete años protagonizando largometrajes horrendos y grabando canciones facilonas… y la nación ha olvidado que Elvis fue, una década atrás, el principal estandarte de la revolución rockera. Ahora es un aburrido cantante para treintañeras; aquellas fans que han crecido con él y que se conforman con cualquier cosa. El nuevo público de 1968 es muy distinto; quieren rock & roll, y poarece quedar bien poco de ello en Elvis Presley.
Así que Binder sienta al reducido público que han conseguido reunir en torno al pequeño escenario y sitúa a las chicas más jóvenes en primer plano; oscurece el resto de la platea, donde están las sillas de los espectadores más mayores, para que se oigan sus aplausos pero no se los vea. Así, al menos, creará la ilusión de que sigue interesando a las audiencias más jóvenes. Pero en definitiva: ya tiene un público para la actuación, así que el director resopla aliviado porque han conseguido salvar la situación in extremis. Después de muchos sudores y apenas a minutos del comienzo de la grabación, las aguas parecen haber retornado a su cauce. Allí están los espectadores. Allí están los dos miembros supervivientes de la primera banda de Elvis, que lo acompañarán en este improvisado “unplugged”: el guitarrista Scotty Moore y el batería D.J. Fontana, quien hará los ritmos golpeando el estuche vacío de una guitarra con las baquetas. También en el escenario están unos amigos del entorno personal de Presley, con cuya presencia Binder pretende reproducir la atmósfera desenfadada que ha visto con sus propios ojos durante los ensayos, cuando Elvis se pone a cantar con sus amigos sin pretensiones ni complicaciones. Simplemente cantar por el placer de hacerlo. Ese es el Elvis que Steve Binder quiere mostrar a la audiencia.
Cuando está a punto de iniciarse la actuación y Binder ya piensa que todo está bajo control, cuando las cámaras están encendidas y el magro público aguarda con morbosa curiosidad la aparición de la superestrella que trece años atrás había revolucionado la cultura americana y que ahora es una “vieja gloria”, aparece uno de los hombres de la Memphis Mafia: Joe Esposito, con expresión sombría. La Memphis Mafia es una especie de escolta, una pandilla cerrada que rodea a Elvis a todas horas. Para el ingenuo cantante aquellos son sus amigos. Para los observadores externos se trata simplemente de una guardia pretoriana que lo mantiene alejado del mundo. Una pequeña corte de parásitos que hacen creer a Elvis que sienten un afecto verdadero por él, que se preocupan por él y que lo cuidan, aunque en realidad se limitan a mantenerlo en una torre de marfil para controlarlo y disfrutar de las ventajas que conlleva estar en el entorno directo de Presley. Para sus amigos hay regalos caros, lujos, comodidades y todas aquellas preciosas chicas jovencitas —fans, groupies, aspirantes a actriz— que aún hoy suspiran por conocer personalmente a Elvis. No pocas de ellas pasan por el filtro de la Memphis Mafia… especialmente ahora que Elvis está casado y muchas fans terminan no en su habitación, sino haciendo favores sexuales a los miembros de la Memphis Mafia y algunos otros personajes de su corte. Todo el mundo ha de tolerar la omnipresencia de la Memphis Mafia en la vida de Elvis: directores, productores, ejecutivos. Incluso el propio manager de Elvis, el coronel Parker, ha de tolerarlos a pesar del estrecho dominio emocional al que tiene sometido a su representado. La Memphis Mafia no deja a Elvis solo ni a sol ni a sombra. Entre Parker y la Memphis Mafia, Elvis no es más que un títere, aunque no es, o no quiere ser, consciente de ello. Joe Esposito es un tipo bajito que a menudo se peina al estilo del propio Elvis —con resultados bastante dispares, como resulta fácil imaginar— y es parte del núcleo duro de la Memphis Mafia. Para él, como para sus colegas, mantener la amistad de Elvis es sinónimo de pegarse la gran vida. Pero ahora, con la grabación a punto de empezar, también Esposito parece preocupado. Se acerca a al director Steve Binder con cara de ser portador de malas noticias, y dice sencillamente: “Tenemos una crisis”. Binder abre los ojos como platos: “¿Qué crisis?”. Joe Esposito le comunica las nuevas: Elvis, que está todavía maquillándose en su camerino, no va a salir a actuar. Ha cambiado de opinión. Aquel concierto improvisado ya no le parece buena idea. Se niega en redondo a abandonar el camerino.
Al director se le vuelve a caer el alma a los pies. Faltan sólo unos minutos para registrar el histórico momento en que Elvis Presley retorna al escenario y los espectadores a los que ha “cazado” en plena calle están ya en sus asientos, esperando ansiosamente. Las cámaras están encendidas y todo el personal técnico en su sitio… ¿y ahora Elvis dice que no va a hacerlo?
Steve Binder se encamina rápidamente hacia el camerino, preguntándose qué demonios estará sucediendo, sintiendo que todo su trabajo está a punto de venirse abajo. Aunque aquellas secuencias acústicas no estaban previstas en el guión que habían elaborado inicialmente para elaborar el programa especial, ahora le resultaban absolutamente imprescindibles, una guinda explosiva para redondear el resultado final. Aquel programa pondría toda la carrera de Elvis Presley —y la propia reputación como director de Binder— bajo el escrutinio del público americano, así que tenía que salir bien. Y el concierto acústico tenía que realizarse. Binder sabía que buena parte de la reputación de Elvis dependía de ello: la gente ya no creía en él, así que necesitaba demostrar a la nación de lo que era capaz cantando con sólo unas guitarras acústicas de acompañamiento.
A Steve Binder no solamente le preocupa su propia carrera. También se preocupa por el destino de Elvis. Durante la preparación del programa y las largas sesiones de ensayos que duraban diez, doce y quince horas —muchas coreografías que aprender, muchos detalles que pulir—, el director ha desarrollado una buena relación con el cantante. Se caen bien. Y eso que a Binder tuvieron que convencerlo para dirigir el especial televisivo protagonizado por un artista que, a priori, no le interesaba en absoluto. Binder era un “niño prodigio” del medio, un director muy joven; como para tantos otros jóvenes de 1968, su música eran los Beatles y los Beach Boys. Como a toda su generación, Presley se le había antojado una reliquia de la era ya perdida de los tupés y los zapatos de gamuza azul. Pero fue la intervención del principal socio de Binder, “Bones” Howe, quien lo llevó a formar parte del proyecto. Howe era ingeniero de sonido y tiempo atrás había trabajado en alguna grabación de Elvis, así que conocía al cantante. Sabiendo que Binder se mostraba reacio a aceptar la oferta de la NBC, Howe llamó por teléfono a su amigo: “Escúchame, Elvis y tú os llevaréis de maravilla. Os vais a caer muy bien. En serio. Tienes que hacerlo”. Así pues, Binder decidió darle una oportunidad y aceptó la oferta para dirigir su especial. Cuando se reunió con el cantante ambos terminaron congeniando, tal y como Howe había previsto. Elvis cautivó a Binder con su actitud modesta, respetuosa y cándida —muy distinta a la que Binder había esperado encontrar en una estrella del rock—, y Binder ayudó a Elvis a sacudirse los miedos que lo atenazaban sobre la grabación de un programa especial para la televisión. Trabajaron codo con codo, apoyándose mutuamente en la elaboración de un show cuyo resultado iba a ser decisivo para ambos.
Pero ahora, con el pequeño escenario vacío y el motor de las cámaras en caliente, la cosa parecía a punto de descomponerse. Elvis no quería cantar. Steve Binder entraba en el camerino para averiguar qué estaba pasando y para intentar que Elvis, fuera cual fuese el problema, entrase en razón. Lo encontró sentado ante un espejo, con la maquilladora todavía haciendo su trabajo. Al ver entrar al director, Presley pidió a la mujer que los dejara solos. A Binder le bastó ver el rostro de Elvis para comprender lo que estaba pasando. Después de siete años de ausencia y aunque iba a enfrentarse a un público bastante reducido, Elvis Presley —el hombre que una vez dominó a toda una nación desde encima de las tablas— estaba completamente aterrorizado.
—“Steve… no puedo hacerlo”
La génesis del retorno
La filmación de un programa especial —cuya emisión estaba prevista para las navidades— no era un hecho casual. El coronel Parker, así como el resto del entorno de Elvis, se daba cuenta de que la carrera de su protegido necesitaba un cambio, un impulso, una jugada maestra que lo devolviese a la primera plana. Una década atrás Elvis se había convertido en un icono a nivel mundial; aquel chaval delgaducho del sur que le había dado un giro copernicano a la cultura popular norteamericana. Ciertamente, Elvis no había inventado el rock & roll por sí mismo, no era más que un intérprete: extraordinariamente brillante, pero al fin y al cabo sólo un vocalista, no un compositor. Y sin embargo había reunido las cualidades necesarias como para convertir aquella nueva música en un movimiento arrasador que cautivase la imaginación de la juventud de los cincuenta. Se había necesitado un Elvis Presley para que el rock & roll explotase, despertando a toda una generación. Los jóvenes de los años cincuenta se habían sentido muy alejados de la música melosa que imperaba en las listas de éxitos; aquella era la música de sus padres y no tenía aliciente para ellos. Se aburrían mortalmente con Dean Martin y compañía; también se sentían bastante agobiados por la cultura acomodaticia y conservadora de sus padres. Pero un buen día descubrieron a aquel individuo que cantaba de una forma diferente, como desgañitándose, que se movía enloquecido en el escenario hasta que su tupé quedaba convertido en un amasijo de pelos de punta. Alguien que cantaba algo nuevo y excitante, una combinación de country y rhythm & blues que no tenía nada que ver con lo que la radio más convencional había estado emitiendo durante años. Se habían sentido inmediatamente fascinados por él.
Era una brújula, un modelo a seguir. Elvis, con sus movimientos de cadera, su actitud chulesca en el escenario y sus canciones “hillbilly” (aunque incluso el público blanco no tardaría en descubrir que a menudo cantaba canciones “de negros”), parecía romper todas las reglas habidas y por haber… y eso era justo lo que aquella generación había necesitado. Una ruptura, una revolución. Elvis asustaba a las madres pero volvía locas a las hijas; escandalizaba a los padres pero los hijos querían parecerse a él. Era un factor de cambio cultural, algo que a la América bienpensante le costó varios años asimilar, porque representaba todo lo malo e indecente: diversión irresponsable, rebeldía, sexo, ruptura de barreras raciales… veían a Elvis como un corruptor de la juventud, aunque él mismo era también un chaval joven. Pero todo eso era lo que le había ganado a toda una generación y además no era solamente un producto de marketing, ni siquiera un fenómeno basado únicamente en el carisma: su talento como cantante y su poder sobre el escenario resultaban innegables, y de hecho habían recibido el reconocimiento de muchos colegas de profesión. Elvis no era sólo un sex-symbol o un maniquí para exhibir la nueva moda juvenil; poseía un trasfondo musical considerable porque había crecido escuchando y cantando gospel, country y blues. No era un chico guapito al que habían puesto a cantar; era un verdadero artista que daba la casualidad de tener la imagen perfecta para triunfar. De hecho, había empezado a llamar la atención por su forma de interpretar aquellas canciones ya en su adolescencia, cuando era un alfeñique con acné y todavía no había desarrollado aquel atractivo que ayudaría a convertirlo en un icono. Podía interpretar con un marcado estilo propio canciones ajenas de todo tipo y varios de los mejores compositores de música popular del momento se pusieron a su servicio para redondear, durante esa década, una discografía extraordinaria.
Pero en 1968, cuando se estaba grabando el programa especial del que hablamos aquí, a casi nadie le importaban esos tiempos de gloria. Su impacto cultural era un vago recuerdo. Los sesenta eran unos tiempos donde las cosas sucedían muy deprisa y para la nueva juventud americana aquel trasnochado estrellón de treinta y tres años era todo lo contrario a un artista atrayente. Elvis, en poco más de una década, había pasado de ser el modelo a seguir a convertirse en un símbolo de la comercialidad más decadente y vacía. Durante sus inicios encabezó una rebelión contra la música y actitud de los adultos, pero ahora se había convertido en un artista para adultos. Y como decíamos, buena parte de la culpa había sido suya por haberse dejado llevar, por haber aceptado servilmente las decisiones de su manager. El infausto coronel Parker había convencido a Elvis de que domesticase su imagen: ya en sus primeros años lo había persuadido para compensar sus primeras y escandalosas apariciones televisivas con otras en las que ya no movía las caderas y vestía un elegante smoking: “fue la primera vez en que supe que me había vendido”, diría Elvis más tarde. Después se produjo el largo hiato del servicio militar; paréntesis durante el cual, por diversos motivos, murió la era del rock & roll. El estilo perdió el favor del público americano: el pop insulso volvió a dominar las listas de éxitos. Aprovechando la coyuntura, el coronel Parker convirtió a Elvis en un producto prefabricado: había visto que el negocio estaba en Hollywood, así que durante unos cuantos años Elvis filmó una ristra de películas olvidables a razón de millón de dólares (de la época) por rodaje. Aún peor, había grabado bandas sonoras que a veces contenían buenos temas, pero que otras veces contenían canciones horteras y sonrojantes. Elvis, efectivamente, se había vendido y lo había hecho en el peor momento… cuando los Beatles, unos chavales ingleses que habían crecido idolatrándole (¡a él!) y que se metieron en la música siguiendo su ejemplo, habían vuelto a poner el rock & roll en primer plano. Los Beatles habían revolucionado otra vez la música popular. Después de la “British invasion”, la escena norteamericana había contraatacado con otra oleada de grandes artistas, experimentales e innovadores, y una nueva versión de la música rock había tomado las riendas de la industria, reflejando toda una nueva idiosincrasia juvenil. Mientras todo este terremoto cultural tenía lugar, Elvis hacía años que no actuaba en directo ni grababa discos convencionales, sino que se limitaba a rodar aquellas peliculitas estúpidas con aquellas bandas sonoras para todos los públicos —en las que había poco o nulo rock & roll— y las nuevas generaciones no veían una gran diferencia entre Elvis y figuras tan manidas y convencionales como Rock Hudson. Elvis, el tipo que había sacudido toda una nación, parecía ahora un artista completamente inofensivo, un horterón blando e intrascendente al lado de los nuevos rebeldes como Jim Morrison. Los nuevos rockeros no dejaban de ser discípulos de Elvis, pero llevaban su trasgresión mucho más lejos, en consonancia con la turbulenta etapa de transformación cultural, social y política que estaba viviendo el país. Y él se había quedado muy atrás. Dicho de otro modo: Elvis ya no molaba nada.
Para colmo, la etapa hollywoodiense de Elvis —que tan lucrativa había resultado al principio— empezó a resentirse conforme avanzaban los sesenta, su imagen quedaba anclada en una era perdida y su prestigio artístico quedaba hecho añicos. Los largometrajes que estrenaba fueron perdiendo fuelle comercial y empezaron a flaquear en taquilla. Hasta sus fans más acérrimos estaban empezando a desinteresarse porque estaban ocurriendo cosas mucho más excitantes en América; la cultura estaba ofreciendo tantas novedades que lo último que nadie deseaba ver era una nueva comedia sonrojante de Elvis Presley. Llegó un momento en que el coronel Parker, pese a toda su astucia, se las veía negras para seguir negociando contratos millonarios en Hollywood. El caché de Elvis como actor estaba empezando a menguar: la cifra del millón por rodaje, que Parker había dado por sentada en todas sus negociaciones anteriores, se convirtió en una quimera. Elvis estaba en caída libre. En 1968, si lo pensaba bien, se daba cuenta de que su último número uno en las listas de éxitos databa del ya lejano 1962. Y se daba cuenta de que el cine ya no iba a seguir siendo su refugio: en Hollywood había tenido éxito, pero nulo prestigio. Nadie lo consideraba un buen actor y desde luego los nefastos guiones que había protagonizado no ayudaban. Así que tenía que afrontar la cruda realidad: la industria musical ya no contaba demasiado con él. Los Beatles, los Rolling Stones, Jimi Hendrix… toda aquella gente lo había adelantado por la derecha y le habían sobrepasado a la velocidad de la luz. Elvis estaba cerca, muy cerca, de ser un artista acabado.
Un especial televisivo era una forma eficaz de relanzar una carrera musical. Quizá Elvis ya no estaba de moda, pero seguía siendo mundialmente famoso. Ese programa especial causaría expectación sin duda, aunque sólo fuese por la curiosidad de ver qué tenía que ofrecer el cantante en plena Era de Acuario… y por el morbo de comprobar si se estrellaría en el intento. Era una oportunidad única para Elvis: si era covenientemente, la gente se sentaría en sus casas para ver su retorno al rock & roll. Pero la cosa tenía sus riesgos. Si no se medía bien el tono del programa, si los espectadores y los críticos decidían que aquello olía a naftalina, la imagen de Elvis podía terminar hundiéndose definitivamente. En 1968 aún no era el semidiós en que se convertiría no mucho más tarde, aún no estaba en los altares; era un artista que había sido muy importante, sí, pero un artista más. Así que, si el programa especial estaba mal planteado y el público se lo terminaba tomando a broma su carrera se iría definitivamente al garete. Era una apuesta arriesgada, pero no había mucho más que Elvis pudiera hacer si de verdad quería relanzar su imagen en mitad de aquellos años en los que no parecía encajar.
Para llevar las riendas de la filmación se contrató al citado Steve Binder, un director joven pero de prestigio, especializado en ese tipo de programas especiales. Había alcanzado una gran notoriedad en el mundillo televisivo gracias a un especial dedicado a la cantante Petula Clarke, en el que se había producido uno de esos mini-escándalos surrealistas tan propios de la América de aquellos años. Durante la emisión, Petula compartía escenario con diversos artistas invitados, pero lo que había centrado la atención era un detalle más bien estúpido: Petula, mientras cantaba a dúo con Harry Belafonte, le había tocado un brazo. Era la primera vez que la televisión estadounidense mostraba un claro contacto físico entre una mujer blanca y un hombre negro… lo cual provocaría un gran revuelo antes de la emisión del programa. El patrocinador principal, la empresa automovilística Chrysler, insistió en que el plano de ese contacto fuese retirado de la grabación y sustituido por un plano alternativo, ya que se había filmado la actuación simultáneamente con varias cámaras. No querían que el público “conservador” —esto es, racista— de los Estados Unidos y especialmente del sur, se sintiera soliviantado. Los ejecutivos de la Chrysler, con esa sensibilidad y savoir faire tan característicos de los ejecutivos de cualquier gran empresa en cualquier época, temían un escándalo y no podían tolerar que algo así se viese en las pantallas de todos los americanos. Pero el joven Steve Binder se negó en redondo a retirar el plano. Con ello, le estaba plantando cara a una de las empresas más poderosas de América. Es más: Binder fue a la sala de montaje y destruyó todos los planos procedentes de las otras cámaras que habían registrado la canción, dejando como única toma disponible aquella en donde Clarke y Belafonte se tocaban. Aquella jugada del director obligaba a la emisora a incluir el plano del contacto por la fuerza, aunque a la Crhysler le disgustase tanto… o bien a retirar toda la canción, mutilando el programa e incumpliendo contratos varios. Binder se salió con la suya. La cadena, finalmente, emitió el programa con el montaje completo que el director pretendía, y eso incluía el contacto entre Petula Clarke y Harry Belafonte. El show obtuvo un gran éxito y no se produjo el escándalo esperado; más bien fue visto como un ejemplo de progresismo, una avanzadilla de los derechos civiles en televisión. El prestigio de Binder se disparó en lo artístico y también en lo personal. Demostró no solamente que era un director prometedor, sino también un tipo de principios capaz de rebelarse contra los poderes fácticos que dominaban el cotarro en su profesión. Se la había jugado, y mucho, y había ganado. Si había un director indicado para recordarle al mundo que también Elvis había sido un rebelde, ese era precisamente Steve Binder.
Veintiséis villancicos
La idea inicial del coronel Parker sobre el programa especial no se parecía demasiado a lo que Binder pudiera tener en mente. Parker quería un concierto donde Elvis se limitase a interpretar exclusivamente canciones navideñas, dado que la emisión estaba prevista para final de año. En la Navidad anterior, Elvis había hecho algo similar en una emisora de radio, donde había cantado un repertorio de villancicos, y a Parker le parecía completamente natural trasladar eso a la televisión; a fin de cuentas el “coronel” se había enriquecido promocionando un Elvis de imagen inocua para toda la familia, pero eso había sido precisamente la que había contribuido a hacerlo pasar de moda tan rápidamente, hasta el punto de que muchos lo encontraban ahora como una figura aburrida e incluso ridícula. Pues bien, Parker pretendía seguir en esa línea, aunque cantar villancicos en la radio no hubiese contribuido a recuperar su prestigio precisamente. Es más, llevar aquella idea a televisión le pareció una idea horrible a todos los involucrados: lo último que necesitaba Elvis era retornar al negocio musical cantando una ristra de villancicos en horario de máxima audiencia. Aquello terminaría de crucificarlo como artista ñoño, cursi y hortera; su imagen nunca se recuperaría de algo así. Steve Binder se opuso abiertamente a la ocurrencia de Parker. Con ayuda de los productores y mucha mano izquierda, el equipo que preparaba el programa convenció al «coronel» de que Elvis no podría reflotar su carrera sin un radical cambio de dirección. Un cambio que, en realidad, suponía retornar a lo que Elvis había sido en un principio: un rockero.
Y el coronel Parker —por una vez en su vida— entendió que quizá su perspectiva estaba anticuada y que probablemente se necesitaba la visión de alguien más joven, más en la onda, para ayudar a su pupilo a recuperar el éxito. Decidió ceder y permitir que Binder realizase el programa a su manera, con la condición, eso sí, de que Elvis interpretase un único villancico como cierre del programa. El astuto Binder dijo que le parecía bien… pero al final, sin embargo, no incluiría ningún villancico. Se escribió una canción nueva (If I can dream) para terminar el programa, con el propósito de expresar el pensamiento de Elvis sobre la época en que vivían, tal y como Binder lo había captado en las conversaciones que habían mantenido. Así que ni siquiera hubo ese villancico de cierre. El director tenía bien claro lo que quería e hizo un buen trabajo sorteando las caducas ocurrencias de Parker.
Y no resulta extraño que quisiera sortearlas. Mientras planificaba el programa trabajando codo a codo con Elvis, Binder notó que el cantante estaba encerrado en una burbuja y no era plenamente consciente de cuál era el verdadero estado de su carrera. Viviendo como vivía en una torre de marfil, alejado de la realidad cotidiana y de la calle, aislado del mundo por la dictatorial tutela del coronel Parker y la interesada cuarentena paternalista de los chupópteros de la Memphis Mafia, Elvis no entendía hasta qué punto había pasado de moda. Sí, seguía siendo famoso; pero la fama no implica necesariamente éxito musical ni prestigio artístico. Todo el mundo sabía quién era Elvis Presley, pero también todo el mundo sabía quién era Doris Day. El problema es que para mucha gente no existía diferencia alguna entre ambos. Y eso era un muy serio contratiempo. Elvis había sido el pionero del rock & rol y no podía permitirse el lujo de ser percibido como una versión masculina de Doris Day. Alguien tenía que hacerle ver cuán bajo había caído y Binder, al contrario que la gente habitual del entorno de Elvis, fue brutalmente sincero con él. Le dijo que había perdido el favor del público joven y también el interés de América en general. A Elvis eso le resultaba difícil de creer. Desde su punto de vista seguía siendo el ombligo del mundo. Aunque estaba casado, sabía que muchas chicas seguían acudiendo para conocerlo, aunque no pocas terminasen en la cama de los miembros de la Memphis Mafia. También contaba con la adoración de la inmensa mayoría de las estrellas rockeras de la nueva generación, incluyendo a los todopoderosos Beatles, a algunos de cuyos miembros había conocido personalmente años atrás. Individuos como John Lennon o Paul McCartney habían crecido considerando a Elvis un dios viviente, admitían que sin Elvis nunca se hubiesen dedicado a lo que se dedicaban (¿quién si no hubiese llevado la música del sur de los EEUU a la lejana y gris Inglaterra?) y esa fascinación no había disminuido con los años. Por ejemplo, estando en los estudios de la NBC para la grabación de ese programa especial, Elvis recibió la noticia de que se habían producido varias llamadas telefónicas de los Beatles, de que los “Fab Four” seguían deshaciéndose por hablar con él. Elvis no respondió a las llamadas ni tampoco las devolvió; quizá porque se sentía celoso del éxito de los Beatles o más probablemente porque su hermético entorno y su guardia pretoriana se lo impedían. Pero para él, esas llamadas eran un signo de que su leyenda seguía intacta.
Pero ahora eran otros los que despertaban la histeria que él había generado casi quince años antes. Binder intentó desengañarlo al respecto: “Elvis, ¿qué crees que pasaría si sales ahora a la calle? Pues no pasaría nada. Estamos en 1968. Si empiezas a caminar por Sunset Boulevard, yo te aseguro, te garantizo que nadie te va saltar encima tuyo para destrozarte las ropas. Nadie te va a pedir un autógrafo. Simplemente van a aceptar que estás allí. Son otros tiempos”. Elvis escuchó en silencio la diatriba del director. No dijo nada, no respondió ni trató de contradecirlo. Dio media vuelta y se marchó para continuar con los ensayos. No volvió a tocar el asunto en varios días. Binder no supo si Elvis se había sentido herido por sus palabras o si sencillamente le había parecido una tontería y prefería ignorarlo.
Pero Elvis estuvo dándole vueltas al asunto. Se dio cuenta de que efectivamente no había pisado la calle en bastantes años y que en realidad no tenía constancia de lo que sucedería si lo hacía. Había vivido de plató en plató, y de ahí a su hogar, Graceland. Pero no había tenido contacto directo con la gente, con el público. Ni siquiera había ofrecido conciertos. Todo le llegaba filtrado a través de Parker y la Memphis Mafia. ¿Y si Binder tenía razón? Probablemente era la primera vez que alguien le había hablado de manera tan directa en toda su carrera y probablemente era la primera vez que había escuchado decir que su carrera no estaba en un momento de debilidad coyuntural, sino al borde de la intrascendencia. Tras mucho meditar, y sin previo aviso, Elvis se acercó repentinamente al director en mitad de un ensayo y le dijo: “Vamos”. Steve Binder, que ya no tenía presente la conversación y no sabía exactamente a qué se refería el cantante: “¿Vamos? ¿A dónde?”. Y es que Elvis quería comprobar si lo que Binder le había dicho era cierto: “Vamos a la calle”. Al oír esas palabras, el inseparable séquito de la Memphis Mafia se dispuso a escoltarlo como de costumbre: todos se levantaron de su silla y fueron a coger sus cosas. Pero Elvis alzó una mano. “No. Sólo vamos Steve y yo. Los demás podéis mirar por la ventana”.
Elvis Presley y Steve Binder bajaron las escaleras que conducían a la calle y salieron del estudio. Caminaron por las aceras un buen rato. Nadie se echó encima de Elvis. Nadie le paró para pedirle autógrafos, nadie se puso a gritar en su presencia. De hecho, la gente ni siquiera parecía reparar en que estaba allí. Unos niños se chocaron con él y no se molestaron en reconocerlo. Elvis prácticamente no recordaba esa sensación de no ser acosado por la gente, ya que siendo tan sólo un veinteañero había disparado una histeria a nivel nacional que había terminado por impedirle pisar la calle como una persona normal. Pero ahora, en 1968, podía caminar por la ciudad casi como cualquier otro. Se sintió repentinamente inseguro. Tras varios tensos minutos, para sonrojo de Binder, Elvis empezó a mostrarse abiertamente inquieto con aquel repentino “anonimato” y empezó a hacer algún amago de intentar llamar la atención de los viandantes o de los coches que pasaban. La cosa estaba amenazando con alcanzar tintes de sonrojante ridiculez: la “vieja” estrella intentando hacerse reconocer en mitad de la calle, esa misma calle que no había pisado desde los cincuenta. Y el intento no funcionaba. Finalmente, para alivio de Binder, ambos volvieron caminando en silencio al estudio de la NBC y subieron las escaleras sin pronunciar palabra, bastante incómodos el uno en presencia del otro. Había sido un momento embarazoso. Elvis Presley acababa de recibir una lección de humildad y a Binder no le había resultado agradable tener que dársela; mucho menos contemplar su patético desconcierto.
Pero en el fondo Elvis se sintió agradecido. Binder le había abierto los ojos sobre el verdadero estado de su carrera. Había sido sincero con él y le había mostrado una realidad de la que nadie más le había hecho mención. Por lo que a él concernía, Binder había demostrado que era un tipo legal. A partir de aquel momento Elvis decidió entregar su confianza al director que había tenido los arrestos de decirle las cosas tal y como eran. También empezó a tomarse con más humor ciertas anécdotas, como aquella del grupo de señoras mayores que recorrían los estudios de la NBC en una especie de visita turística: una de ellas vio a Elvis, ataviado con gafas oscuras, de pie en un pasillo. Se acercó a él y, ni corta ni perezosa, le preguntó: “¿sabe si ha venido algún famoso hoy?”.
Con el coronol Parker bastante domesticado y bajo control, alejado de las decisiones artísticas sobre el programa—un logro que tenía no poco mérito— y con la recién ganada confianza de Elvis, Steve Binder se encontró con una gran libertad artística para planificar la filmación según su visión. Visto hoy, el show puede parecer muy al estilo de los sesenta: sobre todo aquellos números coreografiados que a veces resultan innecesariamente recargados y barrocos, con decorados llamativos y mucha artificialidad… pero en su momento el programa supuso un verdadero atrevimiento en varios sentidos, presentando diversas facetas innovadoras.
Por ejemplo, no sería el típico programa especial con presentadores y artistas invitados que irían desfilando uno tras otro por el escenario. Estaría Elvis, y nadie más que Elvis, interpretando sus canciones en una sucesión de secuencias musicales sin el habitual hilo conductor de un maestro de ceremonias. La NBC, sin embargo, no lo tenía claro: ¿un programa entero dedicado a un solo artista, sin otras estrellas que sirvieran de reclamo para la audiencia, y sin un presentador que le diera coherencia a todo el asunto, y emitido en pleno “prime time”? Era una jugada demasiado novedosa, demasiado poco convencional. Pero Binder insistía en que tenía que hacerse de ese modo si querían impactar a la audiencia. Si lo que pretendían era renovar la imagen de Presley necesitaban conseguir que la gente sintiera que estaban viendo algo que no hubiesen visto antes, algo que no pareciera una imitación de lo que habían hecho otros artistas para relanzar sus carreras. La gente no se sentiría impresionada viendo a Presley confraternizar con otras figuras del negocio, codeándose con estrellas del momento para intentar hacerse el moderno. Era algo que ya se había hecho antes. Por ejemplo, años atrás, Frank Sinatra se había tragado el orgullo dedicándole todo un programa televisivo al propio Elvis Presley cuando éste regresó del servicio militar. Sinatra detestaba a Presley y todo lo que representaba, ya que el rock & roll le había expulsado del trono de la industria musical; pero su carrera atravesaba momentos de incertidumbre y Sinatra se había prestado a consentir aquella bajada de pantalones —incluso llegaron a cantar juntos— como única forma de intentar parecer “en la onda”, de no quedar descolgado de la actualidad. En aquellos días, cuando Sinatra le dedicó un programa, Elvis Presley era la gran sensación en América. Y un Frank Sinatra con la sonrisa congelada tuvo que asistir al momento en que Presley arrancaba gritos del público femenino y él no —en los inicios de la carrera de Sinatra, su manager había pagado a chicas para que chillasen, pero las fans de presley chillaban instintivamente— además de comprobar cómo el rockero le robaba la actuación con aquella naturalidad y chulería que lo habían convertido en un icono. Por cierto, qué maravillosamente bien sonaban sus dos voces juntas, ya que estamos.
Pero en 1968 era Elvis quien había pasado de moda y se veía en una situación similar a la que Sinatra había vivido años atrás, así que Steve Binder pensaba que debía evitar cometer los errores de Sinatra. Para Elvis no tenía sentido intentar equipararse a las estrellas de la era hippie, por ejemplo invitando a algunas de ellas a actuar junto a él; Elvis no tenía nada que ver con la psicodelia y de hecho era completamente contrario al consumo de drogas (las ilegales, porque como sabemos, Elvis no consideraba que eran “drogas” si venían con receta de su doctor). Aparecer junto a los nuevos iconos del rock podría resultar contraproducente. Elvis y sus discípulos no se parecían en nada y el director sabía que resultaría inútil pretender que Elvis podía integrarse en la “movida” del momento. El propio Binder, como decíamos, prefería la música de las nuevas bandas de los sesenta y nunca antes había sentido aprecio alguno por la discografía de Elvis. Como tanta otra gente, lo había considerado un vestigio de los extintos años cincuenta. Pero el joven director era un tipo despierto y sabía dónde podía obtener petróleo. Su percepción de Elvis como artista cambió al verlo actuar en los ensayos. Tras varios años de películas malas y canciones babosas, tuvo la ocasión de contemplar al verdadero Elvis Presley, el mito, en acción. Y aprendió una cosa: cuando Elvis cantaba la música que amaba y con la que había crecido, la música que de verdad lo había elevado al estatus de leyenda, podía continuar impresionando a cualquiera. Su intensidad y su fuerza no se habían esfumado, seguían estando allí… sólo que durante años Elvis las había desaprovechado. De hecho, Binder pudo notar que en 1968 era un artista incluso más intenso que en los cincuenta. Su voz era más profunda, su presencia era mayor, había más agresividad en su forma de interpretar el viejo rock & roll. Pero eso era algo que sólo sabían sus allegados, porque el coronel Parker había ocultado aquel filo rockero bajo toneladas de comercialidad facilona hasta hacer creer a la nación que Elvis Presley se había conertido para siempre un inocuo cantante pop. Y no: el filo seguía existiendo. Elvis aún podía ser grande interpretando rock & roll, blues, gospel, etc. Y era eso lo que tenían que intentar mostrar en el programa. Que Elvis Presley, el hombre que lo había cambiado todo, no había cambiado tanto en el fondo.
El propio Elvis era consciente de esto; cuando Binder le preguntó qué esperaba lograr con aquel especial televisivo, Elvis respondió “sólo quiero enseñarle a la gente lo que soy capaz de hacer”. Y ambos sabían que veintiséis villancicos no iban a ser la manera de conseguirlo.
Claro de luna
El compositor Billy Goldenberg fue contratado como director musical del show para escribir los arreglos de la banda sonora y supervisar la grabación de las canciones. Goldenberg, en principio, tampoco sentía una fascinación especial por Elvis Presley. Es más, acudió al estudio de grabación cargado de prejuicios, aunque más por lo que le habían contado que por experiencia directa, ya que no lo conocía personalmente. Esperaba encontrar a una estrella arrogante y caprichosa, a un paleto ignorante del sur convertido en millonario, a un guaperas rodeado de aduladores que tendría el ego por las nubes y resultaría intratable. Pero Goldenberg llegó al estudio justo en un momento en que estaba vacío de gente, y nada más atravesar la puerta se encontró a Elvis, completamente solo, sentado ante el piano. Para su sorpresa, Elvis estaba tocando los compases iniciales de la sonata Claro de luna, de Ludwig van Beethoven. Elvis, al verlo entrar, se limitó saludarlo y decirle con la candidez característica de la que hacía gala en tantas ocasiones:
—“¿Te suena esto?”
—“Desde luego, es el Claro de luna de Beethoven”
—“¿Sabes tocar el resto?”
—“Sí, claro”
—“¿…me enseñas a tocarlo?”
Goldenberg se sentó al piano con Elvis, algo que repetirían casi diariamente durante el rodaje, para seguir avanzando en la pieza de Beethoven. Al igual que le había sucedido a Steve Binder, sus prejuicios sobre Elvis desaparecieron. Comprobó que pese a haber vivido durante años en una torre de marfil, rodeado de la constante adulación y protección de su enfermizo entorno, Elvis seguía teniendo mucho de aquel chaval de familia pobre a quien sus padres habían enseñado a comportarse siempre con educación, a sobrellevar con dignidad la modesta condición social en que había nacido y crecido. Cuando no dejaba que su condición de estrella lo dominase y se comportaba con arrogancia —lo cual, inevitablemente y dada su posición, ocurría de vez en cuando—, su personalidad solía cautivar a todo el que se cruzaba en su camino. Por lo general, Elvis se mostraba humilde y con ganas de aprender; no se consideraba un músico con talento, ya que no componía y sus habilidades al piano o la guitarra eran bastante limitadas. Poco importaba que otros músicos apreciasen sus cualidades o le animasen, siempre parecía sentirse un tanto acomplejado frente a los “músicos de verdad”. Esa faceta humilde solía ganarse la simpatía de sus colaboradores: Elvis no era inmune a los elogios, desde luego, ni tampoco era ya una persona “modesta” en el sentido amplio de la palabra. Pero no trataba con desprecio a los demás, y no parecía ser plenamente consciente de su propia grandeza como artista ni siquiera cuando profesionales consagrados que previamente no habían sentido admiración por él se quedaban atónitos en los ensayos, al ser testigos con sus propios ojos de lo que Elvis era capaz de hacer con una canción si se le dejaba interpretarla a su manera.
Al igual que Binder, Goldenberg se implicó de lleno en la tarea de intentar rescatar al mejor Elvis de aquel pozo de desprestigio en que lo había sumido su infausta etapa cinematográfica. Hay que decir, sin embargo, que pese a su buena voluntad hubo momentos en que Goldenberg erró el tiro con sus arreglos musicales para el programa. Varias de sus orquestaciones resultaron ser pomposas e innecesarias; muy especialmente en aquellas canciones que tenían una base rock o soul y que no necesitaban arreglos tan recargados. Pero bueno, dada la época resulta incluso comprensible. Hacía años que Elvis no grababa un disco de rock & roll como Dios manda, y Goldenberg, un músico académico, no tenía una referencia clara de lo que debía hacer. El compositor se hallaba entonces muy influido por Quincy Jones, quien estaba rompiendo moldes con la magnífica banda sonora de la película In cold blood. Goldenberg quiso trasladar aquella sonoridad grandolocuente y compleja a la música del especial Elvis, pero el resultado fue por momentos bastante discutible (aunque en algunas canciones obtuvo resultados brillantes, todo sea dicho). Lo cierto es que Elvis Presley era un cantante de raíces y en el montaje final del programa su voz suele resultar mucho más impactante cuando está acompañada solamente de un par de guitarras , o por una banda rockera básica. Los arreglos pomposos de Goldenberg sobraban no pocas veces excesivos. El contraste entre las partes orquestadas y aquellas en las que Elvis canta casi a pelo resulta considerable.
Muy distintos eran aquellos segmentos acústicos, de “unplugged”, que Binder incluyó a última hora, filmando dos mini-conciertos en dos días consecutivos (que desde hace unos años podemos disfrutar completos gracias a las ediciones especiales en DVD). Aquellos fragmentos acústicos resultaron ser los más puros y directos, musicalmente hablando, de todo el especial. Son la mejor demostración del talento en bruto y el poder de transmisión de Elvis como intérprete; verlo acompañado de unas guitarras acústicas y cantando canciones sobre la marcha es lo que de verdad nos da una idea de hasta qué punto llegaba su intensidad expresiva y hasta qué punto tenía muy, muy pocos rivales en ese campo. Por ejemplo, las coristas de Aretha Franklin, que más tarde cantarían en la banda de Elvis, dijeron que Arteha cantaba mil veces mejor que Elvis desde un punto de vista técnico, pero que jamás habían visto a nadie —ni siquiera a la todopoderosa Aretha— alcanzar tales cotas de intensidad emocional en los conciertos e incluso en los ensayos. Eso, precisamente eso, era lo que binder quería captar y no sabía cómo hasta que surgió la idea de grabar dos conciertos acústicos.
Curiosamente, la ocurrencia no estaba prevista en el guión inicial y fue producto del azar. En un principio Binder pretendía rodar, además de los números coreografiados típicos de la época, algunos fragmentos de “falso documental” en los que el público descubriese la vertiente más cercana de Elvis. Serían unas secuencias estructuradas por una especie de guión, aunque con sitio para la naturalidad, en las que veríamos a Elvis interactuando con su entorno en diálogos semi-preparados. Elvis, sin embargo, se mostraba reacio. Pese a su experiencia como actor y pese a que solía dominar bien las ruedas de prensa, no se consideraba preparado para ofrecer un retrato creíble y cercano de sí mismo, ni tampoco para hablar con naturalidad ante las cámaras. No se veía comportándose espontáneamente en unas secuencias semi-guionizadas como aquellas, no se consideraba tan buen actor. No quiso hacerlo y finalmente la idea sería desechada. Pero Binder seguía empeñado en incluir secuencias espontáneas, así que no se desanimó y encontró lo que necesitaba por pura casualidad.
El director, tras haber finalizado una larga jornada de ensayos, entró una noche en el camerino de Elvis y se encontró con una escena inesperada. Allí estaba Presley, guitarra en mano, tocando y cantando canciones de sus inicios con sus colegas de la Memphis Mafia. El ambiente era festivo, relajado. A Elvis se lo veía inmensamente feliz interpretando aquella música que amaba, sin compromiso ninguno, por el mero placer de hacerlo. No era la música que había aparecido en sus películas, ni Elvis cantaba como en el cine. Era otra cosa. Era el auténtico Elvis, ¡y el público americano no tenía ocasión de contemplarlo! A Binder aquella le parecía una situación surrealista: un artista que estaba escondiendo voluntariamente —o por voluntad de Parker— lo mejor que podía ofrecer, ¡no tenía sentido!. Elvis era un lingote de oro recubierto de plástico. Entonces Binder tomó una decisión que deberíamos agradecerle para los restos: decidió que tenía que registrar aquella escena y mostrarla en el programa especial.
Primero pensó en ocultar una cámara en el camerino y grabar la alegre espontaneidad de aquellas sesiones a escondidas, para que no se perdiese un ápice de la frescura del momento, pero la tecnología de entonces no lo facilitaba. Entonces buscó otra alternativa. ¿Por qué no aprovechar el pequeño escenario cuadrado sobre el que Elvis iba a interpretar algunos números, para que saliera y cantase exactamente aquello mismo que estaba cantando en los camerinos? El director organizó un par de shows acústicos. Para acentuar la autenticidad del momento, llamaría al guitarra y batería originales que lo habían acompañado en los cincuenta y también subirían al escenario tres de sus amigos para acompañar con palmas o panderetas. Iba a ser un concierto sin pretensiones; dado que sólo se iban a mostrar algunos extractos en el montaje final, no importaba si había errores o si alguna canción no les salía bien. Binder quería que Elvis se divirtiese y que estuviese lo más relajado posible. Quería captar a ese Elvis de detrás de las cámaras y ponerlo ante el objetivo, ese al que la gente nunca había visto o ya había olvidado. Fue todo un acierto, no solamente porque hoy disponemos de esos dos shows acústicos completos, sino porque agregó un plus de cercanía al pomposo especial que iba a emitir la NBC.
Comeback
El programa, titulado sencillamente Elvis —aunque hoy sea más conocido como Comeback Special— fue un rotundo éxito. La maquinaria de propaganda del coronel Parker consiguió despertar una enorme expectación previa, por más que probablemente hubiese mucha gente que se preguntaba si Elvis no se daría un batacazo con aquello. Pero quienes esperaban verlo hacer el ridículo se llevaron una buena sorpresa. El día de la emisión del programa, que empezaba repentinamente —ni presentaciones, ni títulos de crédito, ni cortinillas espectaculares, ni nada de nada— pilló al público por sorpresa. La pantalla del televisor se oscurecía y, sin más dilación, aparecía el rostro de Elvis en primer plano; cantando Trouble mientras miraba desafiante a la cámara… ¡así se empieza un programa! Esos segundos iniciales anunciaban algo muy distinto a su etapa hollywoodiense. El actorcillo de las películas malas se había esfumado. Allí, en la pantalla, ante un fondo negro, estaba el Elvis Presley de siempre. No iba vestido de hippie ni intentaba parecer “en la onda”, sino que aparecía con su clásico tupé teñido de negro, como queriendo demostrar que su vieja propuesta seguía siendo válida en 1968. Él había sido el primer “bad boy” de los escenarios, el primer icono del rock & roll y su actitud era la de decir: si me lo propongo, puedo continuar siendo el más grande. Después aparecía un decorado alegórico de la famosa Jailhouse rock —una de sus escasísimas películas aprovechables— e interpretaba la canción Guitar man, un rock & roll de los de siempre, también una metáfora sobre él mismo y su propia carrera. Los arreglos eran un tanto sesenteros, pero Elvis cantaba como si no hubiesen pasado los años… es más, sonaba más feroz que nunca.
A la gente le sorprendió comprobar la buena forma de Elvis en el retorno a la música de sus raíces, y toda una nueva generación redescubrió al icono, entendiendo de repente por qué sus padres y sus hermanos mayores habían idolatrado a Presley en los cincuenta. El poder emocional de sus interpretaciones ya no tenía nada que ver con la sosa pulcritud de la mayor parte de las bandas sonoras que había publicado durante los sesenta. Es más, como decíamos más arriba, su voz había ganado en profundidad, su presencia resultaba todavía más magnética y la intensidad de sus actuaciones —aun en el marco artificioso de un programa televisivo— dejó atónitos a los espectadores.
Elvis salió de aquel programa convertido en una estrella todavía mayor, habiéndose ganado el respeto de toda una nueva generación. Y él estaba repleto de buenas intenciones tras la emisión. Dijo que haría un tour por Europa, donde se le adoraba —algo que no llegó a hacer por culpa, cómo no, del coronel Parker— y también aseguró que no volvería a malgastar el tiempo grabando canciones estúpidas. A partir de ese momento, sólo grabaría canciones en las que creyese de verdad, como había hecho en el programa especial. Y cumplió esa promesa, lo cual tendría frutos: tardó menos de un año en obtener su recompensa cuando el single Suspicious minds se convirtió en el primer nº1 de Elvis Presley desde 1962. Su carrera volvía a despegar, así que se embarcó en una gira y después se estableció como artista residente en Las Vegas. Una etapa donde hubo momentos de extraordinaria brillantez, sobre todo al principio, hasta que volvieron las viejas costumbres y Elvis terminó capturado nuevamente por la maquinaria del coronel Parker, que lo manipuló y exprimió sin piedad mientras pudo, sin importarle la severa decadencia personal de Elvis, la misma que provocaría su temprana muerte en 1977.
Pero antes de que llegara el triste declive final, el programa de la NBC propició algunos de los años más gloriosos de Elvis Presley, tanto en estudio como en directo. No sólo consiguió retornar a la cima y dejar huella en toda una nueva generación de oyentes y músicos, sino que fue mitificado como nunca antes lo había sido, ni siquiera en los años cincuenta. Su leyenda alcanzó cotas inauditas y su nombre, otra vez y ahora definitivamente, se convirtió en un hito de la cultura planetaria. Por su parte, el director Steve Binder, tras haberse apuntado otro tanto espectacular con aquel programa, oyó cantos de sirena sobre la posibilidad de grabar un nuevo programa con Elvis, pero hizo caso omiso. Pensó que ya habían ofrecido todo lo que tenían que ofrecer juntos y que el especial había logrado el propósito para el que había sido creado: resucitar a Elvis.
Y podría no haber sido así. Porque nunca nada es fácil.
Epílogo
Y no, no ha sido fácil. El público espera; las cámaras están en marcha; los músicos ya han afinado sus guitarras. Pero Elvis no aparece. No quiere salir del camerino. Ese concierto acústico que han organizado a última hora está a punto de venirse abajo. Steve Binder, el director, ha ido a toda prisa para ver qué sucede. De pie en el mismo camerino, se queda mirando fijamente a Elvis, quien está sentado en su silla con expresión sombría, mirando al infinito. Binder le pregunta qué sucede. Y Elvis le dice:
—“Steve…. no puedo hacerlo”
—“¿Qué significa que no puedes hacerlo?”
—“No sé qué decir. No sé qué hacer.”
Steve Binder ya había notado el carácter inseguro de Elvis en muchas ocasiones. Pero nunca había esperado toparse con semejante ataque de miedo escénico. Sólo se iba a tratar de un show desenfadado ante una audiencia reducida, que para colmo ni siquiera se iba a emitir en riguroso directo, ni entero, sino seleccionando los mejores fragmentos… no era como salir a un estadio ante miles y miles de personas. Pero Elvis estaba completamente aterrorizado. Su última actuación en vivo había tenido lugar en el ya lejano 1961, en la cancha de Bloch Arena, situada en Pearl Harbor. Desde entonces sólo había cantado en los estudios de grabación y haciendo “playback” en los platós cinematográficos. Y ahora, de repente, lo consumía el pánico como a un principiante. Siempre le había tenido muchísimo respeto al público. No importaba que en el plató de la NBC hubiese una audiencia muy reducida, un pequeño puñado de espectadores teóricamente entregados de antemano. Incluso aquello era demasiado para él después de siete años de ausencia.
Binder había cultivado una estrecha relación con el cantante a lo largo de los preparativos y ensayos. Sabía que Elvis confiaba en él. Y sabía que en el estado en que se encontraba, quizá no saldría a actuar por sí mismo, pero tenía que intentar que lo hiciese por los demás:
—“Elvis, sal ahí fuera. Si sales y dices ‘hola’ y ‘adiós’, con eso me basta. Pero tienes que salir. No puedes escabullirte ahora, tenemos un público esperándote. Todos tus amigos están aquí. Tienes que salir ahí fuera.”
La expresión en el rostro de Elvis no cambió un ápice. Seguía completamente aterrorizado. Pero las palabras de Binder tuvieron efecto. Elvis siempre había sido un tipo más bien dócil; seguía conservando aquella actitud complaciente con la que lo habían educado sus padres. Así que se levantó de su asiento, haciendo de tripas corazón, y salió hacia el escenario, enfundado en su ajustado traje de cuero negro, con aquel carisma de estrella que desprendía incluso sin pretenderlo. El reducido público aplaude y sus viejos colegas, que esperan con los instrumentos en el diminuto escenario, lo reciben cálidamente. A Elvis se lo ve visiblemente tenso, intentando esbozar una forzada sonrisa —algo que consigue a duras penas— mientras se sienta, soltando un titubeante y casi desesperado “ok” que pronuncia como para sí mismo, pero que es recogido por el micrófono. Se puede ver en su rostro: no hay nada que Elvis desee más en ese momento que marcharse de allí y huir hacia el camerino. Repentinamente hace amago de levantarse, diciendo “bien, buenas noches” y finge que, efectivamente, se va volver al camerino. Pero está bromeando y rápidamente vuelve a sentarse. La gente ríe divertida ante la ocurrencia y nadie sospecha que ése es su verdadero estado de ánimo, por más que lo esté utilizando como pretexto para un chiste. El momento, al menos, sirve para que Elvis esboce la primera sonrisa que parece auténtica, aunque no deje de estar dolorosamente tenso. Se cuelga cuidadosamente la guitarra, con esa lentitud de quien está completamente atenazado por los nervios, y con expresión de abierta incomodidad mira a su alrededor, diciendo con voz apagada, otra vez como hablando para sí mismo, pero otra vez siendo captado por los micrófonos y cámaras: “¿y ahora qué hago, amigos?”. Una frase soltada a vuelapluma que lo resume todo.
Resulta evidente que tal y como ál mismo había avisado, no parece saber qué hacer ni qué decir. Algo que resulta sorprendente en un inviduo capaz de controlar a su antojo las ruedas de prensa, utilizando el arma de su sonrisa de medio lado —ese arma que inventó sin saber muy bien cómo y que tantos jóvenes habían imitado— y el arma de su sureña y campechana simpatía. Pero como decíamos, el público es otra cosa ; siempre le ha tenido una trascendental veneración al público. La prensa le da igual y ante los periodistas parece una desenvuelta superestrella; pero la reacción de su público lo significa todo para él. La timidez lo paraliza. Empieza a hablar. Agradece a la gente su presencia, aún dubitativo, mientras algunos incómodos silencios se entremezclan con bromas de sus colegas, bromas que ayudan a rebajar la tensión y vuelven a hacerlo sonreír, aunque brevemente. Resulta fácil imaginarse a Steve Binder tras las cámaras, comiéndose las uñas hasta hacerse sangrar. A esas alturas resulta imposible prever si el pequeño show improvisado —ese primer “unplugged” de la historia— va a salir bien o si los nervios de Elvis provocarán que termine en desastre. Pero Elvis sigue presentando el show: “no tenemos una banda completa esta noche, pero queremos enseñaros cómo empezamos hace unos catorce años”. Bien, al menos está siendo capaz de hablar. El público calla y escucha con atención. El característico encanto sureño de Elvis, en el que mucha gente no ha reparado pero que sus allegados y muchos periodistas conocen bien, empieza a dejarse ver; bromea abiertamente sobre su veteranía, con esa condición de artista pasado de moda cuando presenta a Scotty Moore como “el hombre que tocaba la guitarra para mí cuando empecé mi carrera en 1912”. Pero su cadencia al hablar sigue pareciendo contrita y acartonada. Finalmente arranca el concierto. Empiezan a tocar That’s all right y la voz de Elvis suena áspera, poco melodiosa; para cualquiera que conozca bien su estilo resulta evidente que tiene la garganta agarrotada por los nervios. Pero saca la canción adelante: es Elvis, y sencillamente no puede cantar mal. La canción termina; ha sido una versión inquieta, pero enérgica y satisfactoria, y la gente aplaude en consecuencia. Elvis, no obstante, aún está inseguro y nervioso; empieza a presentar —o a intentar presentar— la siguiente canción, Heartbreak hotel, pero no se siente capaz de decir nada. Se queda con la frase a medias; pierde el hilo visiblemente . Es como un niño que se queda en blanco sobre la tarima cuando recita una lección para toda la clase. Y decide huir haciendo lo que mejor sabe: cantar. Viendo que no consigue terminar de pronunciar la presentación, se aclara la voz con un carraspeo y sin previo aviso comienza con la canción. Sus compañeros lo siguen con sus guitarras. Es otra interpretación tensa, pero que nuevamente suena muy bien. A mitad de esta segunda canción —ese momento donde, si las cosas van bien, el agarrotamiento inicial de los nervios empieza a sacudirse, sensación que conoce cualquier músico que se haya subido a un escenario— Elvis empieza finalmente a relajarse, a sentirse a gusto, a ser capturado por la emoción de la música. Ha tardado canción y media —como decimos, lo normal en cualquier músico— pero por fin se lo ve disfrutar. Es más, se deja llevar e intenta ponerse en pie, aunque se da cuenta de que resulta imposible porque el pie de micrófono que está utilizando no puede elevarse; aun así, la gente aplaude su intento. Sigue cantando sentado, pero en la siguiente estrofa no puede evitarlo, se pone otra vez en pie y canta un par de frases sin micrófono. Los espectadores jalean el repentino arrebato, mientras Elvis se sienta nuevamente, dándose cuenta de que su voz no se escucha. Empieza a parecerse al Elvis que la gente ya había olvidado, aquel chaval que un día reinó sobre los escenarios gracias a su imparable entusiasmo, ese que es capaz de sumergirse tanto en la canción que se olvida de dónde está el micrófono.
Cuando canta el siguiente tema —la preciosa y minimalista balada Love me, escrita por los legendarios Leiber y Stoller— su garganta ya no está agarrotada y su voz suena ya fluida y bajo control. Por fin está cantando tranquilo, por fín el concierto se está pareciendo a esas “jams” en el camerino que el director pretendía registrar. Se lo ve feliz, y esa felicidad se transmite en su música. Cuando el público lo vea en televisión, aunque sea a fragmentos, entenderán que Elvis Presley sigue siendo uno de los intérpretes más grandes del mundo. Él, que ha estado a punto de no salir a cantar a causa del pánico, está finalmente en su elemento. Y cuando es así, nadie hace lo que él hace tan bien como él. Allí está, en todo su esplendor, dando una lección de pasión, intensidad, carisma y saber hacer. Demostrando por qué fue quien fue, por qué su estrella ha brillado tanto y por qué tiene que volver a brillar. Disfruta, mira a sus amigos mientras canta, bromea con su característico tic de torcer el labio, se mueve, sonríe. Y cuando lo hace, no tiene rival; es así de simple. Entre las cámaras, Steve Binder puede finalmente respirar. Misión cumplida. Elvis ha vuelto.
Pingback: La resurrección de Elvis
Articulazo.
Enhorabuena E.J. Un artículo digno de El Rey.
Acabo de ver este vídeo de Elvis con la actuación que mencionas y encaja perfecto con tu descripción:
http://www.youtube.com/watch?v=olqe-JnHzjU
A ver si localizo dónde descargar «Comeback Special» completo.
Hola, Bernardo:
Ese vídeo que pones es un momento parecido, repite la broma del «buenas noches» y el amago de marcharse, pero es el inicio del segundo acústico, el que hicieron el día siguiente.
El momento que describo al final es la parte inicial del primer concierto, donde antes del primer tema, nada más empezar el vídeo, hay momentos en que se puede ver con mucha claridad el nerviosismo en el rostro de Elvis, así como su actitud, observa por ejemplo cuando se sienta en la silla con cierta desgana, mostrando sin querer resistencia a estar allí.
Y después de la segunda canción, aún se lo ve tenso, se salta la presentación de «Heartbreak hotel» —empieza a pronunciar una frase pero se la deja a mitad—, aunque durante el tema se sacudo finalmente los nervios y vuelve a ser el Elvis de diez años atrás.
Aquí puedes verlo con claridad, son nueve minutos fascinantes que muestran el momento exacto del retorno de un artista a lo que mejor sabe hacer:
http://www.youtube.com/watch?v=ibo3Sw6bq70
Un cordial saludo.
Ha sido como estar en el estudio de grabación. Muchas gracias.
El Rey en estado puro. Electrizante y enérgico, Elvis canta rock and roll, gospel y country por igual en este magnífico programa musical de visionado obligado para los amantes de la música del Rey y recomendable para los que todavía no lo son. Enhorabuena al autor del reportaje. Es difícil encontrar a alguien en nuestro país que sepa reflejar con ecuánime objetividad la grandeza de este irrepetible icono cultural estadounidense. En mi opinión, aquí sí se ha conseguido.
Extraordinario artículo. Enhorabuena E.J. Rguez. Casualmente he visto el cd del programa la semana pasada y la narración que haces del desarrollo es fantántica. Solo añadir que me llamó mucho la atención que al estar sentado y no poder moverse como muestra el ritmo de la canción con el dedo índice. Otra cuestión, me parecería interesante un artículo sobre la manera de vestir de Elvis pues también muestra el cambio habido durante su carrera. En su día conocí a Lansky su primer sastre (Soy fan de Elvis -mi hijo se llama así es su memoria). Por cierto, el traje de cuero negro y las muñequeras también se conviertiron en un icono después del concierto. Cuenta algo al respecto.
GRACIAS Y ENHORABUENA.
Olé, tú.
Un artículo soberbio, de lo mejor que he leído en Jotdown, se lee de un tirón y así seguiría siendo aunque fuese el doble o triple de largo. Después de esto, siento unas ganas enormes ver el programa cuanto antes y darle un repaso a la discografía de Elvis.
Muchas gracias, enhorabuena.
No me gusta ser el típico comentarista que lo hace sólo para halagar o adular y no aportar nada, pero vaya articulazo y vaya narrativa; cada vez es más raro ver algo así en los medios.
Enhorabuena por el articulo. Es buenisimo.Describes perfectamente el comeback así como todo el entorno y circunstancias que rodeaban al rey. The king still lives!!
«Before Elvis, there was nothing.» John Lennon.
Estaría bien una serie de reportajes sobre distintos momentos claves en la vida de Elvis. Daría lo que fuera por verlos.
Bueno, también estaría muy bien una serie sobre pequeños grandes momentos de la música. No sé, por nombrar algunos: la grabación de Kind of Blue, o la de Wish you where here, o los directos de Led Zeppelin en el Madison Square Garden, o The Last Waltz, o…
Que grande.
Hay una foto de un descanso de rodaje en un film de Elvis, en la que se ve a éste apuntando con una ametralladora Thompson al Coronel. Muchos pensamos que le hubiera ido mejor de haber apretado el gatillo. Hasta en sus momentos más bajos, The King tuvo grandes destellos de luz. El Comeback Show es un gran espectáculo que sirve para convencer a cualquiera del brutal talento de este muchacho que -a su manera- nunca perdió el pelo de la dehesa. La edicción completa en DVD con material sobrante y tomas falsas es una joya.
Elvis era ritmopasiónsexopoderíovocalfetichismoinconscienteymássexo.
Su historia y tragedia aún está por ser contada, tan sólo se intuye entre los millones de fotos y grabaciones…
Como gran seguidor de Elvis he leído gustoso el artículo, pero entiendo que hubiera quedado mucho mejor contando lo mismo en la mitad de espacio… Me recuerda cuando en un examen sabías cuatro conceptos y había que estirarlos para rellenar tres páginas. No hace falta escribir un artículo de un millón de palabras para que sea bueno.
Hay que ver…siempre tiene que haber alguien haciendo alguna crítica de este estilo. Ardo en deseos de leerte a ti joder…
¡Extraordinario ejercicio de síntesis!
Otro…Si quieres síntesis igual deberías leer el Sport.
Disfruté mucho el artículo. Y ese toque de guion cinematográfico… alguien debería comprar esto y decidirse a hacerlo ¿no?
Gracias!. Nunca me llamó la atención el Elvis de los inicios, pero el Elvis de finales de los 60 y principios de los 70 me parece inconmensurable. A raíz especialmente de ver el documental Elvis: That’s the way it is. Desde entonces devoro cualquier cosa de esa época y desde luego que programa del 68 fue un hito. No puedo dejar de sentir mucha pena por el devenir de los acontecimientos hasta el 77 en el que Elvis ya era sólo una sombra de lo que fue 9 años antes y siempre he sentido una enorme rabia por esa pandilla de vividores que le rodeaban.
No sè de dònde has obtenido la informaciòn para este artìculo pero hay varios puntos erròneos. Especialmente el de Parker buscando una audiencia para el show del ’68 producido por Steve Binder. Eso nunca ocurriò y a pesar de las crìticas tremendas que sufriò Elvis a lo largo de su carrera por parte de la prensa amarilla, jamàs se comentò ridiculèz semejante. El estudio de televisiòn estaba repleto y nadie hizo esfuerzo alguno para llenarlo: no era un recital en vivo, era un programa para USA.
Ya que se insiste siempre en la batalla eterna de Elvis vs beatles, comparando a un solista con un grupo, a un hombre que no tuvo paralelo con cuatro figuras repetidas que pese a haberse disuelto oficialmente en 1970 dos de sus intergrantes aùn siguen en escena comparando 22 años de carrera de Elvis con màs de 40 años por parte de algunos beatles sobrevivientes, tambièn serìa interesante publicar còmo Elvis los desbancò de escena tras su regreso, especialmente cuando les eclipsò su record del Shea Stadium con su actuaciòn en el estadio de Chicago de 1976 (record absoluto hasta el momento) o còmo los superaba en discos vendidos por el doble para 1977 (sin las trampas de la RIAA).
En fin, muy amarillista tu nota.
En 1968 la carrera del gran Elvis Presley, tocaba su punto más bajo y se había convertido en un artista obsoleto, anticuado y pasado de moda, gracias a su representante el inefable «Coronel » Tom Parker. Pero gracias a Steve Binder, Elvis resucitó de sus cenizas como el ave fénix y
volvió a demostrar que seguía siendo «El Rey». A partir de
ese entonces, la carrera artística de Elvis volvió a brillar
con luz propia para la alegría de sus fans en: América, Asia,
Africa, Europa y Oceanía. Es decir,en todo el planeta tierra.
Gracias Steve por todo lo que hiciste por Elvis.
Pedazo de artículo, a la altura de la historia que se cuenta.
Nada nuevo bajo el sol. Para los «Peter Guralnikstas» este artículo no nos dice nada. Vamos por partes: Hay mucho atrevimiento sobre las costumbres musicales de la época del Comeback y de 1954 (parece que solo existía Dean Martin), sobre Tom Parker (personaje imprescindible en el éxito de Elvis)… Como bien dice Carlos, hay cierto amarillismo en los comentarios y diálogos enteros de dudosa procedencia. Otros detalles son difícilmente creíbles. Dudo mucho que los Beatles intentasen llamarlo en plena sesión del Comeback cuando en 1965 ya estuvieron juntos en California y su incómodo encuentro pasó sin pena ni gloria. Tom Parker nunca tuvo voz ni voto en la elección musical de Elvis. Era un profundo desconocedor del rock and roll y así lo reconocía. Ni siquiera la RCA le imponía su repertorio de grabación. Sus tiempos de gloria no habían pasado pese a no hacer directos. Sus discos gozaban de buena salud y el declive llegaría mas tarde. Hay mas datos inexactos pero esto se alargaría un montón. Siempre recomiendo la lectura de «Último tren a Memphis» y «Amores que matan» (Peter Guralnick). Son un par de libros basados en cientos de entrevistas y con una objetividad fuera de toda duda.
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