Arte y Letras Literatura

Los Panero, un fin de raza literario (y II)

Leopoldo María Panero

(Viene de la primera parte)

Empieza El desencanto con la inauguración en Astorga en 1974 de la estatua en homenaje a Leopoldo Panero. Suena la trompetería psicodélica, descacharrada, de una banda municipal, entre la marcha militar y el desafine místico de los pasos de Semana Santa. Asisten al evento las fuerzas vivas del lugar y la ciudadanía en pleno, que se agolpa tras las vallas. Entre el respetable se atisban niquis exiguos, patillas, pantalones de campana y gafas oscuras como de torturador pinochetista, que diría Savater. La moda inefable de los setenta. También atraviesan el encuadre un guardia vestido de blanco —casco incluido—, un alabardero con su cetro y un grupo de niños embutidos en sus trajes folclóricos. La cabeza de la estatua permanece tapada por la bandera.

En el lugar preferente de los invitados ilustres, aguarda el momento de pronunciar su discurso laudatorio el poeta Luis Rosales, ignorante de la que se le viene encima. Sólo los miembros de la familia Panero, en primera fila, con cierta cara de circunstancias, de papelón incipiente, son conscientes de la venganza parricida que se está fraguando. Amigo íntimo del homenajeado, compañero inseparable de su vida y de sus juergas, será Rosales la víctima colateral más sangrante de la película. Felicidad Blanc se quejará de su presencia constante en sus vidas, interfiriendo en la marcha cotidiana del matrimonio: sus chistes, sus risas, sus canciones, sus poemas leídos en alta voz, esa tos característica que anunciaba su llegada tras la puerta… Es difícil imaginar la humillación de este hombre el día del estreno de El desencanto en el cine Palace de Madrid, sentado en una butaca junto a la misma señora que le agraviaba desde la pantalla. La misma que, en un alarde de crueldad suprema, había entrado en la sala cogiéndole del brazo: “Ven, Luis, que te va a encantar la película”.

A la retórica rancia y hueca del presentador del evento, como recién salida del No-Do (“excelentísimos e ilustrísimos señores y señoras”), siguen los recuerdos lánguidos y un poco cursis de la viuda, adornados, cómo no, con referencias literarias: “La provincia representaba Madame Bovary leída en la terraza de mi casa durante la guerra, con las balas cayendo a mi alrededor, los relatos de Azorín, Baroja, La canóniga…”. Después, sentados a la mesa de un jardín, conversan Juan Luis y Michi, moviendo nerviosamente manos y cabezas como dos muñecos de guiñol. Gestos histriónicos y palabras tartamudas, con acento raro, entre la verborrea y el pijerío. Sobreactuados en su papel de sí mismos, es la escena menos natural de toda la película. Se pisan al hablar, solapan sus intervenciones, no se escuchan. Mientras Michi recuerda el impacto que supuso el momento en que se dio cuenta que su compañero de juegos —Leopoldo María— se había convertido en un ser raro, aparece éste caminando despacio entre las tumbas de un cementerio, cabizbajo, meditabundo, con el flequillo cayendo sobre la frente y las manos metidas en los bolsillos del abrigo, impecable en su papel de poeta maldito.

Hasta pasada la mitad del metraje no pronuncia palabra Leopoldo María, que irrumpe tomando unas cañas en la barra de un bar, desgranando su discurso, más teórico que práctico, trufado de citas; demuestra una potente memoria y una vastísima cultura libresca, dos características que lo acompañarán siempre: Yo me destruyo para saber que soy yo y no los otros. Todo goce comienza en la autodestrucción. En la infancia vivimos y después sobrevivimos. (“Leopoldo siempre está con las frases… ¡Mala literatura!”, apuntillará Michi años después).

Frente a la leyenda épica, que es como llama Lacan a las hazañas del yo, dice LMP que la verdad de su familia es una experiencia bastante deprimente, sobre todo a causa de un padre brutal, alcohólico, y una madre cobarde que le metió en sanatorios porque fumaba hachís. El silencio, el disimulo, el fingimiento, el no hablar las cosas y mirar para otro lado como si no ocurriera nada, junto con la obsesión por el qué dirán, son para él las causas profundas del mal endémico de la familia: “Mi madre nos condenó a todos al alcoholismo por el ahogo. Ahogaba porque no hablaba de lo que estaba pasando”. Para la lógica psicoanalítica siempre hay una buena excusa a mano.

O todo o nada, y los chinos por televisión

Leopoldo puede ser todo o nada”: eso es lo que le dijo a Felicidad Blanc un cura del Liceo italiano después de que el precoz niño intentara demostrarle la inexistencia de Dios. Parece claro que, entre el todo y la nada, Leopoldo tomó partido por esta última, y se dedicó toda su vida a rondarla, dibujarla, perseguirla (El contorno del abismo, tituló J. Benito Fernández su biografía de LMP). La leyenda de su personaje se iría forjando a base de excentricidades y rarezas, a cual más inverosímil, desde su más tierna infancia.

Por fortuna, alguna vez se dejaba salvar por la autoparodia, como el día en que su madre llegó a la casa y se encontró con que Leopoldo estaba desnudo en la ventana del despacho con un orinal lleno de agua, cuatro velas ardiendo y un círculo de tiza en el suelo. La madre le preguntó:

Pero Leopoldo, hijo, ¿qué estás haciendo?

Pues no lo ves: el ridículo.

A los 18 años tuvo su primer intento de suicidio —“de opereta”, según él mismo cuenta— en una pensión de Barcelona. Ya tenía una hilera de valiums dispuesta encima de la cama cuando irrumpió una andaluza fisgona de la pensión y le dijo: “¿Pero es que va usted a hacer lo mismo que la Marilyn Monroe?”.

Sus peripecias de mendigo esquelético y desdentado por París, sus fiestas en Villa Vomitona (que era como llamaba Michi al piso de Ibiza 35), sus pendencias en garitos del Madrid de la Movida como el Cock, el Dickens o el Santa Bárbara (los ochenta, esa época en que a los bares aún se les llamaba garitos), el día en que condujo a una manifestación hacia un callejón sin salida, la vez en que visitó la casa de Félix Guattari con una bolsa de basura en la mano, etc. El anecdotario leopoldino daría para escribir una enciclopedia del disparate, pero para ello ya están sus hagiógrafos e incondicionales. Como bien sabía Michi, sólo hay una cosa más coñazo que un poeta maldito: sus seguidores. Son como los que les ríen las gracias a los monarcas, a los tenistas o al director del concierto de Año Nuevo de la Filarmónica de Viena, pero a otro nivel.

Al igual que ocurrió con Arrabal y su famoso milenarismo, Leopoldo hizo tambalear frente a las cámaras —con su metralla de autocitas, heterocitas y cistitis (se iba a mear a cada rato)— la paciencia infinita de Fernando Sánchez Dragó. En ambos casos, Dragó tuvo que adoptar un papel más de niñera de guardería que de entrevistador de malditos. Además de entonar una canción de Julio Iglesias, en aquel programa Leopoldo dejó constancia de su mejor humor absurdo, surrealista: “Si saliera del manicomio de Canarias con vida me gustaría irme a un fumadero de opio en Hong-Kong, a ver si los chinos decían por televisión: Panero, no mates más”. Cuando Dragó le enseña una foto de su madre, primero dice en broma que se parece a Gracita Morales, pero después se pone muy serio y sentencia: “De buena nunca tuvo nada”; “Sabía que me querían matar en el manicomio de Mondragón”; “Como lo llamaba el gilipollas del doctor Oliveros, mi relación con mi madre era de doble vínculo, amor y odio; una parte de mí la quería mucho y otra parte la odiaba, por los manicomios precisamente”.

No sabemos, en definitiva, cuál es el verdadero LMP: si el niño inocente y trágico que aparece en el retrato que le hizo Álvaro Delgado de pequeño, como un pierrot triste de la época azul de Picasso, o el ser enloquecido y atormentado que aparece en otro cuadro del mismo pintor cuarenta años después, como un monstruo difuminado e hiperactivo de Francis Bacon. Seguramente sea una mezcla de los dos, habitando siempre en el mismo cerebro, en permanente lucha.

Quizá lo mejor, en este caso, sería seguir al pie de la letra el consejo del propio LMP y hacer abstracción de su personaje: “Que no usen mi torpe biografía para juzgarme. La literatura no es un modo de vida” (El País, 2 de septiembre de 1984).

Silogismos de la amargura

Michi PaneroEn Después de tantos años Michi Panero ya no es ese chico de 23 años “huérfano y muy mono” que se proclamaba perrito de testigo mudo y servía de hilo conductor de la acción, sino un anciano prematuro que ha recibido bastantes palos en la vida y que no deja títere con cabeza en sus soliloquios devastadores. Aquel niño de 11 años que, a la muerte su padre, se pasó tres días llorando y persiguiendo a la gente para decirle: “¡Éramos tan felices!”, reniega ahora de la nostalgia: “Siempre se mitifica el pasado. Me parece muy legítimo, porque todos tenemos derecho a defendernos de la vida… mejor dicho, de los recuerdos”.

Ya de joven mostraba una absoluta indiferencia ante la verborrea intelectualista de sus hermanos (“¡Me es igual!”) y afirmaba dedicarse a vaguear todo el rato, tanto como pudiera o le dejaran. Fue el único que no se dejó embaucar por la literatura, si bien escribió algunos cuentos, de calidad bastante dudosa, y numerosos artículos. Colaboró con El País y Diario 16, y los últimos años llevaba una columna de crítica de televisión en la revista La Clave de José Luis Balbín.

Frente a la profunda cultura libresca de Leopoldo María, Michi compendiaba la sabiduría cáustica de la experiencia, de la calle, de los pubs… en sus “silogismos de la amargura”:

—Llega un momento en la vida en que te das cuenta de que todo se ha destruido, que has caído en el derrumbe. Que no se puede achacar a grandes dramas ni a muertes ni a tragedias ni a hecatombes. Son todas las pequeñas cosas que han ido destrozándote la vida, son golpes pequeños, que no se notan. Los golpes cotidianos son los que acaban envejeciéndote.

—Lo que es un error es vivir, deberías suicidarte de recién nacido.

Mis hermanos viven desgraciadísimos viviendo lo que han elegido, que es la literatura.

—Tengo el pelo blanco, estoy muy cascado, he estado dos veces a punto de morir, me he quedado medio paralítico, acabaré vendiendo cerillas en la Gran Vía…

—Se me han muerto muchísimos amigos de mi generación, con muertes muy trágicas y jodidas, hay gente que se ha suicidado desesperada, se ha tirado a un puente o se ha puesto en una vía.

—Llega un momento en que dices: “Ya basta ¿no?”. Encima te quitan beber, tienes una mujer que te pega, ganas poco, no te pagan los artículos, escribes mal, envejeces mal, te quedas paralítico… ¿bueno, y qué más?

Después de tantos años termina con el reencuentro de los dos hermanos pequeños. Es un final emocionante, lo mejor de una película fallida (gran error la música, molestísima) que no consiguió alcanzar las cotas de El desencanto. Después de haber estado toda la película metiéndose el uno con el otro, se les ve contentos con el reencuentro (sobre todo a Leopoldo). Hablan, se ríen, hacen bromas… Están a gusto. Vuelven a ser un poco los mismos que cuando eran pequeños, aunque ya nada sea igual. Parece que, al final, la familia sí existe, pese a todo. No se puede escapar de aquello en lo que se nació. Hay un fatum inevitable.

Michi, que apenas puede sostenerse en pie por la enfermedad, camina por los campos de Castrillo apoyado en el hombro de Leopoldo, su antiguo compañero de juegos.

De compras con un poeta maldito

Para terminar este boceto de retrato de familia, reproduciré una historia real que viví hace unos años, tal y como aparece en el libro Ciudades en fragmento. Totalmente verídica (lo juro).

Tendría yo unos veinte años. Era media tarde. Acababa de ver en vídeo con mi hermano Después de tantos años, la segunda parte del documental sobre la familia Panero. Salí a la calle para cortarme el pelo. Cuál sería mi sorpresa cuando, al pasar por El Corte Inglés de Princesa, veo salir por la puerta a Leopoldo María Panero. Sí, allí estaba, en carne y hueso, el mismo personaje que acababa de ver —tan mitificado, tan literario, tan truculento— en el largometraje de Ricardo Franco.

Seguramente, si no hubiera visto cinco minutos antes aquel documental, ni se me hubiese pasado por la cabeza acercarme a Panero, pero como tenía tan recientes aquellas imágenes del poeta maldito (sobre todo las del final, cuando Leopoldo se acerca al lugar en que está sentado su hermano Michi y se ponen los dos a pasear por el cementerio, satisfechos con el reencuentro después de haberse menospreciado durante toda la película) me planteé rápidamente la situación y sopesé los riesgos: desde luego, este hombre no está muy bien de la cabeza y nunca se sabe cómo puede reaccionar alguien así. Lo mismo se quiere casar contigo que te manda a la mierda o te da un mal golpe… Pero su apariencia era tan frágil, tan desvalida, tan tierna, que no había nada que temer.

Iba solo, mirando al suelo, fumando un cigarro. Lo que más me llamó la atención es lo limpito y bien vestido que iba el tío, hecho un pincel, con el pelo canoso perfectamente cortado al cepillo. Caminaba despacio, en dirección hacia plaza de España.

Me puse a su altura. Me acerqué y le dije, con mi educación habitual:

—Perdone, ¿es usted Leopoldo María Panero?

Fue como si le despertase de su empanado mundo de ensueño:

—Eh, sí…

Miraba sin mirar, como quien tiene miedo a algo que no sabe descifrar.

—Es que… bueno, he leído algunos libros suyos y me gustan mucho…

—Ahhhh, gracias… —me dijo sin mirarme, como si no le importase lo más mínimo. Su voz era más un balbuceo gangoso que un lenguaje articulado. De pronto, maquinalmente, se giró hacia mí y me espetó—: Oye, ¿puedes hacerme un favor?

—Sí, claro…— contesté, sorprendido.

Yo ya empezaba a temerme lo peor. A ver qué favor me pedía ahora éste. Lo mismo acababa metido en un lío de drogas o me hacía una proposición indecente, qué sé yo. ¿Quién me habría mandado ponerme a hablar con un loco?

—¿Sabes dónde está Sara?— me preguntó.

—¿Cómo?

Pensé que ya estaba delirando. Seguramente se había escapado del psiquiátrico y no había tomado la medicación.

—Que si sabes dónde está «Zssara», que me han dicho que está por aquí…

—Ahhh, ¿Zara? Sí, creo que está ahí enfrente… Ah, no, ése es de señoras. Espere, que le voy a preguntar a alguien.

Le pregunté a una señora dónde estaba el Zara de caballeros y me lo indicó.

—Pues me ha dicho esta señora que está por allí, en la otra acera, después de cruzar el semáforo…— le señalé a Panero.

Él miraba mis indicaciones con cara de no enterarse de nada, como si aquello fuese un jeroglífico dificilísimo o un enigma imposible de resolver… Imagino que tampoco tenía muchas ganas de esforzarse y concentrar la atención en aquellas nimiedades.

—¿Me puedes acompañar, por favor?— dijo, con voz de pena, casi suplicante, como si fuese un niño perdido en la feria del mundo.

—Sí, claro.

Retrado de Leopoldo María panero por Álvaro DelgadoEmprendimos el rumbo hacia Zara, a paso muy despacio. Él me hablaba mirando al suelo, fumando sin parar. Le daba hondísimas caladas al cigarro, como con desgana. Después de varias caladas, lo tiraba al suelo y se encendía otro. Panero, esa tortuga que fuma.

Íbamos tan despacio que el trayecto duró unos diez minutos. La verdad es que me hacía gracia la situación. Me sentía un poco como Tom Cruise en Rain Man llevándole la bolsa de deportes a Dustin Hoffman.

Fuimos hablando todo el rato. Pero que nadie piense que hablamos de la muerte de Dios o del futuro de la literatura, ni de la Histoire de la folie de Michel Foucault o del cuervo de Poe o de los maravillosos Cantos de Maldoror, ni de sus intentos de suicidio o de sus estancias en el manicomio o de la muerte de su madre Felicidad Blanc. No. Lo cierto es que sólo hablamos de tiendas, precios de ropa, calcetines, calzoncillos y cosas similares. Lo juro.

—¿Y Zara es barato? — me preguntó.

—Pues… Bueno, supongo. Yo creo que sí.

—Es que estos cabrones —se refería a los de El Corte Inglés— me querían cobrar no sé cuánto por unos calzoncillos y una camiseta… No te jode.

—Es que es lo que tiene El Corte Inglés —razoné, con toda la sabiduría que Dios me ha dado—, que tienen de todo pero es un poco más caro… Zara sólo tiene ropa y es más barato.

—¿Y venden calzoncillos en Zara?

—Pues no estoy seguro, pero me imagino que sí.

De este estilo fue toda nuestra conversación. Sólo un par de veces insistió en preguntarme, un poco desconfiado:

—¿Seguro que vamos bien por aquí?

—Sí, sí. Si está ya aquí al lado…

Cuando llegamos a la puerta del Zara, preferí hacer mutis por el foro. Pensé que lo mismo a Panero le daría por bajarse los pantalones delante de las dependientas para probarse los calzoncillos y que se iba a montar un escándalo circense en el que prefería no verme envuelto.

—Bueno, pues ya estamos aquí —le dije señalándole la entrada de Zara—. Yo le dejo, que tengo que ir a cortarme el pelo.

—Muchas gracias —me dijo.

Parecía un agradecimiento muy sincero, como si le hubiese rescatado de un naufragio o algo por el estilo.

Mientras me alejaba, me giré un momento para echar un vistazo y vi cómo entraba en la tienda el último poeta maldito.

leopoldo maría calle

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23 Comentarios

  1. Pingback: Jot Down Cultural Magazine | Los Panero, un fin de raza literario (I)

  2. Jose Maldoror

    Me gustó mucho ‘Después de tantos años’, más descarnada y ‘verité’ que ‘El desencanto’; y, curiosamente, recuerdo que me pareció que funcionaba muy bien la melancolía de la banda sonora con alguna, si no recuerdo mal, inesperada y emotiva incursión de música celta… Es una de mis películas ‘especiales’.

  3. Me han gustado los dos artículos, que he leído en orden inverso. Descriptivos, abiertos, sin retórica ni pretensiones de groupie.

    No he visto la segunda parte de Ricardo Franco y he aprendido cosas nuevas.

    Una de las curiosidades de la transición española es que se utilizase el término ‘desencanto’ popularizado entre los progres por la primera peli como el síntoma de una decepción de los antifranquistas activos ante las limitaciones de la política posterior.

    Parece tal absurdo hacer una conexión de esa idea con el ‘desencanto’ de los Panero que siempre me ha intrigado saber si hubo o no tránsito léxico del título de la película a la jerga política. Me parece una extraña coincidencia.

    De nuevo, me ha gustado. La próxima vez que esté perdido en Princesa ya sé que no tengo más que preguntar.

  4. garrufedo

    Como todo jovencito pretencioso comencé a leer a Panero para tener material para ligar con las chicas. Soltar un verso, así, sin avisar del estilo «cuando el somormujo me diga su palabra» o parecido. Y qué mal resultado me dio este tío en mis maniobras amatorias. Va fatal para conjurar el amor.

  5. Como el primero, también este me parece un artículo magnífico, Ernesto. Magnífico, de verdad.
    Y, como dice Tadeus (o eso entiendo yo), sin poses.

    Recuerdo que me habías contado esa anécdota, alguna vez en Madrid. Es sorprendente y triste. Como triste es todo lo que cuentan ambas películas; muy triste.

    Un abrazo.

  6. Genial ‘El desencanto’. Supe de los Panero gracias a una gran canción de Nacho vegas, El hombre que casi conoció a Michi Panero. Supongo que tú eres el hombre que casi conoció a Leopoldo Panero.

    http://planetamancha.blogspot.com

  7. Nota aclaratoria: Michi Panero jamás colaboró en El País, y sí lo hizo en cambio en El independiente durante el tiempo de vida de aquel periódico. Y sus algunos de sus cuentos eran cojonudos.

  8. Por si a alguien le interesa, he aquí una digresión novelada sobre Leopoldo María Panero

    http://volet-ohsweetnothing.blogspot.com.es/2009/10/si-satan-soy-yo-que-esperabais.html

  9. Muy buenos artículos sobre la tortuosa familia Panero, de la que mucho se ha dicho, escrito, filmado… Este hecho ha contribuido a la mistificación de los aspectos más oscuros de esos personajes, a la deriva en mundo cambiante al que no han sabido o querido adaptarse.

    El elogio de la locura es un tema antiguo y recurrente.

    Si algo puedo añadir al debate sobre ellos, es que en mi humilde opinión, felicidad, normalidad, estabilidad familiar son conceptos reñidos con la intelectualidad perversa.

    Son multitud los hijos desquiciados de genios, aplastados por la sombra de sus progenitores cuando no devorados psíquicamente por esos mismos padres.

    Por el bien de mi prole, me alegro de ser un zote.

    • «Felicidad, normalidad, estabilidad familiar son conceptos reñidos con la intelectualidad perversa.»

      Maravillosamente cierto, el dedo en la llaga.

  10. Increíbles los dos artículos sobre los Paneros, es bueno siempre recordar el lado oscuro de la literatura española que aportan estos personajes (como personajes mismos y como escritores).

    Soy de Las Palmas de Gran Canaria, y he visto en diversas ocasiones a Leopoldo María transitando por las callejuelas… cuando lo veo, siento ver una especie de mito personificado… si no tienes ni idea de literatura, ni de quien es, simplemente observaras a alguien que no esta en sus cabales y roza la mendicidad.

  11. J Colón

    En ‘El desencanto’, Luis María deja esta joya:
    “La sociedad, más que por intercambios mercantiles, se rige por intercambio de humillaciones”.

  12. Qué alegría toparme con ‘El Desencanto’ en La 2. Pude verla por tercera vez. No tiene desperdicio.

    http://planetamancha.blogspot.com.es/2013/02/el-desencanto.html

  13. Me parece que hablas con un tono despectivo y de autosuficiencia cuando narras tu encuentro con Leopoldo María….como si tú fueras «normal» y él un pobre loco de mirada perdida…En fin que sigas tan cuerdo….pero la buena literatura la hace él, no te olvides.

    • Hola Yo. No había visto este mensaje hasta hoy.
      No era mi intención ser despectivo, ni mucho menos. Solo contar lo que vi.
      En cuanto a lo de normal Vs loco, sí, la verdad es que me dio esa ligera impresión…
      Totalmente de acuerdo con lo de la buena literatura. Se hace lo que se puede.

  14. Pingback: Los Panero, un fin de raza literario (I) | Lejos del tiempo

  15. josé manuel

    Para mí una película culto. Michi nunca escribió el guión de El desencanto como lo escribes en la primera parte. No hubo tal y eso lo dejó claro Jaime Chávarri. Lo que sí admitió o intuyó es que Felicidad Blanc era la única que preparaba las intervenciones.

  16. Como bien comentan por aquí arriba, narras tu encuentro con Leopoldo María con un desdén desmesurado. Cuando además, sí, es él el que escribe la buena literatura. Él y, curiosamente, muchos más de discutible cordura, y —por desgracia— a tu juicio poco merecedores de respeto por esto último ¿?

    • Hola Inés, si así lo veis ya varios por algo será. Me gustaría entenderlo por si quisiese reescribir ese pasaje algún día.
      Por mi parte, traté de contarlo sin desdén y con respeto, pero también sin literatura, sin toda esa carga mitificadora, como si ese hombre desvalido y raro que me encontré no hubiese escrito un solo libro.
      Respeto muchísimo a los locos. Además, pese a que aquí me toca el papel de cuerdo, nunca se sabe dónde puede acabar uno.
      Un saludo.

  17. sergio javier morell

    Hola,a mí me pasa algo parecido,pienso,si nadie lo ve sera que estoy equivocado,así que expondré mí teoría,tomaspa lo medio dice.Hace tiempo que no puedo evitar que se me pongan los nervios de punta con presenciar,aunque solo sea de reojo,andando por la calle,por ejemplo,un maltrato infantil,si el maltratador resulta ser el padre,cosa muy posible,solo basta pensar en todos los años, con sus días,que le quedan al niño que aguantar ,sin remedio,a un canalla.No puede salir indemne.Por aquí arriba se dice de Panero padre que fue brutal y alcohólico.Para mí lo corrobora Michi cuando dice»lo que es un error es vivir,deberías suicidarte de pequeño».De una infancia así se podrà salir de varias formas,una destrozado,otra,paradójicamente,maltratador.

  18. sergio javier morell

    Gracias por el enlace,he visto el vídeo.Es muy interesante que Michi proponga ver la película como una alegoría,su familia igual a su país.La hipocresía de hacer ver que se es una sociedad ideal,la Franquista, cuando en realidad…Vuelvo a la misma idea,una sociedad no pude salir bien parada con consignas del tipo»este mundo es un valle de lágrimas al que hemos venido a sufrir…o con actitudes que son la esencia del fascismo,sumisos y aduladores con los poderosos,abusones y crueles con los débiles,consignas y actitudes emanadas de la autoridad(los padres) que vela por la educación de los súbditos (los hijos),autoridad con potestad absoluta.Una locura,imposible salir indemne.

  19. Tu paseo con Leopoldo María hacia Zara me ha parecido un relato fresco, inocente y despojado de artificios y lugares comunes. Sentiste lo que la inmensa mayoría habríamos sentido. Aunque yo creo que no habría tenido valor para acercarme.. Enhorabuena

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