No sabemos cuántos soldados quedaron mancos en la Batalla de Lepanto, pero sí que el más famoso de todos ellos regresó a España nueve años después en una embarcación propiedad de Antón Francés. Era el 27 de octubre de 1580. Tan solo unos días antes el fraile trinitario Juan Gil le había rescatado de las prisiones berberiscas del rey de Argel, Hasán Bajá, donde había permanecido cautivo cinco años. El joven impetuoso condenado al destierro por las heridas causadas a un caballero de la corte volvía convertido en un héroe maduro cuya mente era una turbamulta de experiencias vitales: recuerdos del horror de la batalla, temor y nostalgia por los compañeros que no lograron ser rescatados, y deseos de la recompensa merecida tras tantos años de lucha para mayor honra del Rey y la Cristiandad. Once años de un periplo por el Mediterráneo que nunca pudo olvidar, que se esforzó en relatar una y otra vez a lo largo de su vida para que los suyos pudieran participar de sus hazañas. Lo que en ese momento no podía saber es que el país al que regresaba no era en absoluto el mismo, y que el conjunto de desilusiones provocado por esa futura asunción iba a dar lugar, un cuarto de siglo más tarde, a la novela más importante de la literatura universal.
El momento de desembarcar debió ser, por supuesto, una inmensa alegría. No hay contento que se iguale a alcanzar la libertad perdida, y a ello hay que sumar el contar esa misma noche con un jergón decente y algo de comida en compañía de conocidos y curiosos. Es posible que, al calor de las risas y las preguntas sobre sus aventuras, relatara por primera vez lo que más tarde dejaría por escrito:
“Fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades. Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlo Quinto, de feliz memoria.”
Unos días después, ya repuesto del viaje y el cautiverio, emprendió el camino de vuelta a Madrid. Allí le esperaba su familia, empobrecida tras conseguir a duras penas el dinero del rescate. Ellos ya sabían de la invalidez (que no carencia) del brazo izquierdo gracias a los testigos que, a petición de Rodrigo de Cervantes, habían relatado las hazañas de su hijo Miguel ante un escribano para conseguir que su solicitud de ayuda fuera atendida. Dos de ellos testificaron que el mismo día de la batalla, 7 de octubre de 1571, amaneció con fiebre, y que ante la insistencia del capitán Diego de Urbina para que se quedara descansando, su única respuesta fue: “Aunque esté enfermo y con calentura, mas vale pelear en el servicio de Dios y de su majestad y morir por ellos que no irme bajo cubierta”. Gracias a su valor como soldado, obtuvo sendas cartas de recomendación firmadas por el duque de Sessa y el mismísimo don Juan de Austria. Los sueños de gloria que le inspiraban dichas recomendaciones devinieron en una cruel paradoja: sus captores berberiscos, al comprender que se hallaban ante un héroe, aumentaron la suma a pagar por su rescate.
Es probable que su familia desconociera, sin embargo, que Miguel había planeado hasta cuatro intentos de fuga en Argel para que él y sus compañeros cristianos pudieran escapar. Mientras que cómplices suyos fueron condenados a muerte, a él, verdadero artífice de todo, jamás se le llegó a dar palo alguno: tan solo se endurecieron las condiciones de su cautiverio. Nadie, ni siquiera el propio Miguel, explicó jamás por qué el rey de Argel fue tan benevolente con él. Juan Blanco de Paz, un dominico enemigo suyo cuya delación frustró la cuarta intentona, había llegado a afirmar que el héroe de Lepanto hacía «cosas viciosas y sucias» y mantenía «trato y familiaridad» con los turcos. Las tendencias sodomitas de Hasán Bajá eran conocidas en todo el Mediterráneo, con lo que, antes de partir para España, Miguel recopiló la llamada Información de Argel, en la que varios de sus compañeros de cautiverio confirmaron que era un buen cristiano. Se desconocen las razones que llevaron a Blanco de Paz a delatar y difamar a un compatriota suyo. Algunos biógrafos aducen cierta envidia por el trato de favor recibido por Cervantes, que gozaba de cierta libertad de movimientos por la ciudad. Sea como sea, y a pesar de que la vida sexual y/o sentimental de Cervantes es un tema muy suculento para cierta vertiente de investigación histórica, lo cierto es que Cervantes puso en riesgo su vida cuatro veces para escapar de Argel y que, a la hora del rescate, Hasán Bajá prefirió quedarse con el dinero.
De poco habrían de servir sus hazañas en el Madrid de 1580. El Mediterráneo, campo de batalla favorito de la cristiandad durante años, ya no era una prioridad. El imperio otomano había firmado un acuerdo de paz con Venecia, dando fin a la Liga Santa. Los valedores de Miguel, don Juan de Austria y el duque de Sessa, habían muerto. Lepanto ya era sólo un recuerdo. Honroso, sí, pero nada más. Por si fuera poco, el rey no se encontraba en España. Su objetivo principal ya no era defender la fe de Cristo más allá de sus fronteras, sino ampliarlas con nuevos territorios: Enrique I, rey de Portugal, había muerto sin descendencia. Felipe II, rey de España, Nápoles, Sicilia, Cerdeña, Duque de Milán, Soberano de los Países Bajos y Conde de Borgoña, a la sazón sobrino por línea materna de Enrique I, reivindicó su derecho al trono enfrentándose a otros candidatos.
Así las cosas, a nadie le interesaban los problemas de los cautivos en tierra infiel: el Mediterráneo es un mar pequeño, y Portugal, en cambio, era dueña de muchas colonias y de una buena red de relaciones comerciales con China y Japón. Podemos imaginar la incredulidad de Miguel, que por aquella época ya habría empezado a escribir El trato de Argel, una de sus primeras comedias, en las que el soldado cautivo Saavedra (obsérvese la “coincidencia” del apellido) sueña con encontrarse con el monarca para recordarle que en Argel continúan quince mil cristianos cautivos:
Todos, cual yo, de allá, puestas las manos,
las rodillas por tierra, sollozando,
cerrados de tormentos inhumanos,
poderoso señor, te están rogando
vuelvas los ojos de misericordia
a los suyos, que están siempre llorando.
Las esperanzas dudosas han de hacer a los hombres atrevidos, pero no temerarios, con lo que Miguel se dirigió a Tomar, donde se encontraba Felipe II para ser coronado rey de Portugal. Dicho y hecho: en el mes de mayo, y quizá a causa de su experiencia en tierra de turcos, se le encarga investigar en Orán (que en aquella época era plaza española) si las tropas otomanas tenían alguna intención oculta de romper el acuerdo de paz. Poco se sabe del resultado de esta labor de espionaje que terminaría cerca de mes y medio después; el hecho de que esta fuera la primera y única misión de este tipo encomendada a Cervantes no nos permite suponer que el monarca quedara demasiado satisfecho. Quedaban así truncadas las esperanzas de medrar en el ejército: el héroe cautivo nunca llegaría a ser capitán. A pesar de todo, obtuvo una comisión de 100 ducados, en concepto de “ciertas cosas del servicio de su majestad”.
De vuelta en Madrid y sin fuente de ingresos, poco tardaría en comprender que no siempre vale más buena esperanza que ruin posesión: era vox populi en el vecindario que la necesidad había enseñado a sus hermanas, Andrea y Magdalena, que satisfacer a maridos insatisfechos era un modo como otro cualquiera de ganarse el pan. No disponemos de testimonios que nos permitan conocer los sentimientos contradictorios que debió sentir Miguel. Pero podemos sospechar que los años en Argel y su contacto con gentes de todo tipo y condición le habían enseñado la virtud de la tolerancia. Si los turcos permitían a los cristianos mantener su religión, una idea por la que las diversas naciones se mataban entre sí, ¿en nombre de qué podía él recriminar a sus hermanas los medios por los que entraba en casa el pan que les daba la vida? ¿Qué importaba en una situación así el honor del apellido, el linaje de la familia? Tanto más sabiendo que él no se encontraba en disposición de aportar unos ingresos continuados.
Pero en los ánimos encogidos nunca tuvo lugar la buena dicha, y Cervantes decidió probar suerte en la corte de Madrid, donde antiguos amigos suyos habían conseguido medrar. Será así como conocerá nuevos enemigos a los que no conseguirá vencer: la burocracia y las intrigas políticas. Altos cargos de palacio no veían con buenos ojos la política imperialista del monarca. Son los llamados castellanistas, encabezados por el secretario real Mateo Vázquez, y que, como Miguel, consideraban indecente el tremendo gasto que suponía la coronación de Felipe II: se estimaba que una expedición a Argel para liberar a los cautivos hubiera costado bastante menos que las prebendas concedidas a los nobles portugueses para convertirlos en aliados. Las condiciones económicas de Cervantes, que ya comenzaban a acercarse a la miseria, le llevan a buscar el favor de Vázquez, que acababa de conseguir que cayera en desgracia su compañero y rival Antonio Pérez, líder de la corriente papista, enfrentada a la castellanista. Decidido a que no le flaquee el espíritu, y pues que las letras requieren espíritu como las armas, el alcalaíno pondrá por escrito los, a su juicio, desaciertos y vergüenzas en que estaba envuelta tan poderosa tierra.
Es conocida la Epístola a Mateo Vázquez, escrita durante el cautiverio y cuya autenticidad ha quedado demostrada en los últimos años; pero será en La Galatea, su primera novela, donde el posicionamiento cervantino contra los portugueses se haga más patente: en ella, el “rabadán mayor de todos los aperos”, trasunto de Felipe II, exige que la pastora Galatea, belleza de Castilla, se case con un rico portugués, lo que provoca un alzamiento de los castellanos. En febrero de 1582, Cervantes escribió la siguiente carta al castellanista Antonio de Eraso, un antiguo amigo suyo que, además de ser uno de los protegidos de Vázquez, era el secretario del Consejo de Indias:
“En este ínterin me entretengo en criar a Galatea, que es el libro que dije a vuesa merced que estaba componiendo. En estando algo crecida, irá a besar a vuesa merced las manos, y a recibir la corrección y enmienda que yo no le habré sabido dar.”
En la misma carta, Cervantes solicitaba algún puesto vacante en las Indias que no le sería concedido. Al igual que en la audiencia en Portugal, de nada habrían de servirle sus antiguas cartas de recomendación: el duque de Sessa y don Juan de Austria no sólo estaban muertos, sino que, en vida, fueron afines a los papistas de Antonio Pérez. La Galatea se publicó en 1585, con la licencia y privilegio firmados por el mismo Eraso en nombre del rey.
Podríamos tomar la irónica casualidad como una señal del destino, pues lo cierto es que, a partir de ese momento, escribir se convirtió en la principal fuente de ingresos de Cervantes de la que tengamos noticia: como el año que es abundante de hambre suele serlo también de poesía, es en torno a esta época cuando Miguel comienza a estrenar sus primeras comedias, nombre genérico que se daba en la época a las obras de teatro. Algunas de ellas tardarán en publicarse: en 1615 aparece el volumen llamado Ocho comedias y ocho entremeses nuevos nunca representados, en cuyo prólogo escribe:
“Compuse en este tiempo hasta veinte comedias o treinta, que todas ellas se recitaron sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos ni de otra cosa arrojadiza; corrieron su carrera sin silbos, gritas ni barahúndas. Tuve otras cosas en que ocuparme; dejé la pluma y las comedias, y entró luego el monstruo de naturaleza, el gran Lope de Vega, y alzóse con la monarquía cómica; avasalló y puso debajo de su jurisdicción a todos los farsantes; llenó el mundo de comedias propias, felices y bien razonadas.”
El joven Lope de Vega, en efecto, no sólo logró un éxito rotundo; también fue el creador de un teatro nacional español, como Shakespeare en Inglaterra o Molière en Francia. El Fénix de los Ingenios merece, como mínimo, un artículo en exclusiva, y otro tanto sucede con la rivalidad entre los dos autores. Quedémonos hoy, entonces, con esas otras cosas de las que Cervantes tuvo que ocuparse.
En primer lugar, su vida sentimental, no demasiado alejada de sus problemas económicos: el 12 de diciembre de 1584 contrajo matrimonio en Esquivias con Catalina de Salazar, una joven de diecinueve años a la que sólo había conocido unos meses atrás. Llama la atención que Cervantes, tan dado a dejar apuntes autobiográficos en sus textos, no dejara ninguna referencia sobre ella. Es posible que lo hiciera por no dañar su intimidad, pues no todas las verdades han de salir en público, ni a los ojos de todos. Aún así, pronto se dispararon las sospechas de que se trataba de una boda de conveniencia: por un lado, la familia de Catalina disponía de ciertas rentas; por otro, ese mismo año había nacido Isabel, hija natural de Miguel con la esposa de un tabernero de Madrid. Por si esto fuera poco, Cervantes nunca pensó en Esquivias como residencia definitiva.
Sus frecuentes viajes a Madrid, Toledo y Sevilla en busca de trabajo darán su fruto en 1587, en plena guerra contra Inglaterra. El corsario inglés Sir Francis Drake había hundido naves españolas con licencia de Isabel I. Miguel es nombrado Comisario Real de abastos para la Armada Invencible, un puesto que le dará más problemas que satisfacciones, más inconvenientes que dinero. No debía ser un trabajo muy bien considerado: de estos comisarios escribiría Mateo Alemán unos años mas tarde que “destruyen la tierra, robando a los miserables y viudas, engañando a sus mayores y mintiendo a su rey”. Pero, al fin y al cabo, el andar tierras y comunicarse con diversas gentes hace a los hombres discretos.
Pocos meses después de comenzar llegó el primer encontronazo: siguiendo órdenes de un superior, Miguel requisó cierta cantidad de grano a unos canónigos de Écija. A pesar de que la Iglesia estaba obligada a pagar dichos tributos, Cervantes fue excomulgado dos veces. Cumpliendo con su deber, el héroe mutilado que perdió su juventud en nombre de Dios y Su Majestad se veía así abandonado de ambos. Aunque más tarde la excomunión fue levantada, el daño ya estaba hecho: el desvelo que se palpa en el poder otorgado a Fernando de Silva en 1588 para realizar en su nombre las gestiones oportunas para lograr el levantamiento nos muestran a un Cervantes ansioso por volver a ser parte de la Iglesia Católica, sea por devoción, sea por tapar el posible origen judío que ya apuntara Américo Castro.
La alta subida de impuestos por parte de Felipe II aumentó la sensación de desamparo de muchos españoles. A nadie podía agradar, pues, aquel tullido que venía en nombre del rey para llevarse lo poco que había. Tras tanto acumular odios, habladurías, acusaciones y envidias, parecía oportuno cambiar de trabajo. Pero no era tarea fácil en una España acuciada por el hambre, con una crisis agravada por el coste económico y humano de las múltiples guerras. La oportunidad le llegará en 1590, cuando quedaron vacantes algunos puestos de cierta responsabilidad en América. La desesperada petición a Felipe II nos muestra a un Cervantes que, una vez más, confía en sus acciones pasadas para lograr un futuro mejor:
“Señor: Miguel de Cervantes Saavedra dice que ha servido a Vuestra Majestad muchos años en las jornadas de mar y tierra (…), particularmente en la batalla Naval donde le dieron muchas heridas de las cuales perdió una mano de un arcabuzazo (…), fueron llevados a Argel donde gastaron el patrimonio que tenían en rescatarse y toda la hacienda de sus padres y dotes de dos hermanas doncellas que tenía, las cuales quedaron pobres (…) y fue a Orán por orden de Vuestra Majestad y después ha estado sirviendo en Sevilla en negocios de la armada (…) y en todo este tiempo no se le ha hecho merced ninguna. Pide y suplica humildemente cuanto puede a Vuestra Majestad sea servido de hacerle merced de un oficio en las Indias de los tres o cuatro que al presente están vacantes (…) porque su deseo es continuar siempre en el servicio de Vuestra Majestad y acabar su vida como lo han hecho sus antepasados, que en ello recibirá muy grande bien y merced.”
La respuesta del Consejo de Indias fue tan breve como descorazonadora: “Busque por acá en qué se le haga merced”. Es posible que gracias a estas nueve palabras hoy podamos disfrutar del Quijote, pero no hay duda de que a Cervantes debieron dolerle como si hubiera perdido el otro brazo. Tras un modo tan gentil de decir que América no necesitaba tullidos sino hombres enteros, el alcalaíno tuvo que contentarse con seguir desempeñando la labor por la que estaba ganando más enemigos que dinero: en marzo de 1591 firmó en Sevilla un poder a su amigo Juan de Tamayo para cobrar en su nombre los salarios atrasados de 276 días. Salarios que, según consta en dicho poder, corresponden a 1588 y 1589. Es decir, con dos años de retraso.
Al menos era un hombre libre. Y la libertad era para él “uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos”. Pero eso iba a cambiar en poco tiempo: en 1592 fue encarcelado casi dos meses en Castro del Río. En 1597 volverá a la cárcel casi medio año, esta vez en Sevilla, a causa de la bancarrota del banquero a quien había entregado parte de los impuestos recaudados. Según la tradición, el Quijote comenzó a fraguarse en esa prisión sevillana, a pesar de que algunos fragmentos pudieran haber sido redactados con anterioridad. El propio Cervantes reconoció en el prólogo que el libro parece “como quien se engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación”.
Parece lógico que sea así. A fin de cuentas, ese fue el punto clave en su descenso a los infiernos: condenado a la inmovilidad de su mano izquierda para mayor gloria de quien terminó mirando hacia otro lado; educado en unos valores humanistas que estaban siendo perseguidos por la Contrarreforma; acusado en falso por miembros de la Iglesia de ser un mal cristiano; decepcionado por el Rey, su política y su justicia; una familia arruinada y deshonrada por el hambre; un matrimonio de apariencia, lejano y sin descendencia; depositario de un pasado glorioso y lejano que de nada servía, derrotado en un presente que se obstinaba en burlarse de él, y condenado a un futuro incierto en un país que se negaba a admitirle. Un mísero país que presumía de grandeza mientras enviaba a los héroes a la cárcel.
Despojado de todo lo que había tenido algún sentido para él, lo único que le quedaba era su ingenio de escritor. ¿Qué podría hacer sino escribir? Un libro divertido, por supuesto, ya que las burlas son las mejores embajadoras de las verdades más urgentes. Un libro en el que un hombre justo sueña con un mundo que es posible y todos le toman por loco; y cada vez que intenta hacer algo le sale mal, pero siempre se levanta de nuevo para seguir intentándolo.
El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha se publicó en 1605. Fue un éxito de ventas desde el principio, como lo atestigua el que a los pocos meses apareciera una edición pirata en Lisboa, o que, tan solo un mes después de su publicación, un centenar de ejemplares zarpara para Cartagena de Indias. La profundidad del libro y los claroscuros de la biografía de su autor han dado pie, con el paso de los siglos, a innumerables lecturas y relecturas; algunas de ellas tan peregrinas como su catalanismo antiespañol, sus claves cabalísticas ocultas o un estudio para desentrañar cuál era el famoso lugar de La Mancha. Todas ellas son validas, por supuesto, pues el Quijote es, más que un libro, un destino inabarcable. Pero, para apreciar la grandeza de su humanidad y el aliento trágico de su humor, no podemos olvidar el tránsito hacia la desolación que recorrió su autor, aquel héroe de Lepanto de cuyo nombre no quisieron acordarse.
Pingback: Aquel de cuyo nombre no quisieron acordarse
Pingback: Aquel de cuyo nombre no quisieron acordarse « Ernesto Filardi
Enhorabuena, magnífico.
Es todo tan actual… quitando que ni yo ni nadie podemos escribir jamás algo como El Quijote, los detalles de su vida me recuerdan a tanta gente de hoy día… ese afán por superarse, por medrar, esa medianía y necesidad de humillarse para esperar algo del poder, esa desolación del caballero derrotado en una playa de Barcelona, que ve alejarse las últimas naves en las que podría embarcar… me recuerda tanto a mí mismo…
Fawkes, muchas gracias ;)
Caballerito, la vida de Cervantes es demoledoramente contemporánea. Su biografía es material de primera para cualquier cineasta social que se precie.
Un saludo.
Enhorabuena. Buen artículo.
Un artículo genial que motivaría al más acérrimo detractor del Quijote para tomarlo entre sus manos y mirarlo con otros ojos. Por culpa de éstas líneas hay que contener las ganas para descubrir a Cervantes y leer, leer y releer su gran obra. Oportunamente, además, pues hoy día nos hace mucha falta.
Increíble cómo palpita la cotidianidad universal en la vida de Cervantes. No sé cómo su biografía es tan desconocida, con lo que éste país se vanagloria de su obra. En cualquier otro país ya habría un mínimo de 10 películas sobre su vida.
Fermosísimo artículo, vive Dios.
Muchas gracias, DGG.
Carlos, vivimos en un país en el que se minusvalora la lección que nos pueden enseñar los clásicos. En Inglaterra, sin embargo… ¡Ay, Inglaterra!
Sol Invictus, no puedo estar más de acuerdo. Y la biografía de Cervantes no es la única. Las andanzas de Lope o Quevedo están a la altura de las novelas y pelis de Jason Bourne.
Melò, agradecéroslo quiero.
Pingback: Jot Down Cultural Magazine | La Alquimia en la Edad Moderna
Pingback: La alquimia en la Edad Moderna | Masoneria357
Hola, amigos. Hoy me metí por estas calles cervantinas y estoy contento. He aprendido mucho y es mucho lo que aporta el trabajo de ERNESTO FILARDI. Sobre todo, en la parte humana, con sus bajezas y miserias que creo que contribuyen a enaltecer más la figura de Cervantes. Lo de la investigación en Orán, como espía de la corona, no lo había oìdo mencionar nunca. Echo de menos la presencia de una mujer y su misterioso papel en la vida de Cervantes, Magdalena Enríquez, a quien Don Miguel da poderes para cobrar unos dineros que le debía la Casa de Contratación de Sevilla. No sé si tenga que ver algo con Juan de Tamayo, a quien, conforme al artículo que comentamos, le da esos mismos poderes no sé sí para cobrar los mismos dineros u otros. Es pàrte del drama cervantino que, el menos en los medios carpetovetónicos, tenga aún que librar fuertes batallas por el reconocimiento y la gratitud. Por mi parte, siempre me quedará El Quijote.
Todas sus historias despues de tantos siglos continuan pasando por desgracia ……SOMOS ASI…..PERO UN OLR Y OLE POR MIGUEL DE CERVANTES!!!!!