Cierto es que en los últimos años ha habido varios y muy intensos enfrentamientos entre Barça y Chelsea. Con “últimos años” me refiero desde la temporada 2004-05, cuando Mourinho llegó por primera vez al Camp Nou. Han sido eliminatorias volcánicas en las que ha habido de todo. Golazos, juego duro, polémica arbitral (mucha), euforia y desolación. Sin embargo, en ninguno de estos precedentes se ha dado la situación en la que ambos equipos se encuentran enfrascados esta semana: que el Barça tenga que remontar al Chelsea en el Nou Camp. Sí ha ocurrido al revés, que sea el Chelsea el que tenga que remontar en casa; y también que sea el Chelsea el que tenga que remontar en el campo del Barça. Se ha dado, incluso, el mismo resultado que el de la semana pasada: 1-0 a favor de los blues en Stamford Bridge, aunque fue en un partido de la liguilla. Pero en ninguno de los múltiples cruces que desde 2005 hasta ahora vienen protagonizando ambos equipos se había dado esta vicisitud. Hay que remontarse a la temporada 1999-2000 para encontrar un precedente similar.
No fue un Barça especialmente bonito el de aquella temporada. Todavía no se sabía, pero el barcelonismo estaba por vivir su peor época, la que corresponde a la etapa de Joan Gaspart al frente del club.
Eran, desde luego, otros tiempos. El Barça de aquella Liga perdió ¡12 partidos! y quedó segundo. En esta solo ha perdido tres y va a volver a quedar segundo (aquí tenemos la prueba definitiva y fehaciente sobre la NO existencia de Dios, un Dios justo y cabal, quiero decir).
Aunque solo han pasado 12 años, las diferencias son abismales. El Depor conquistó la Liga con unos irrisorios 69 puntos, el Atleti todavía le ganaba al Madrid, aún a costa de descender, y Mourinho saltaba como loco de contento en la zona técnica cuando el Barça marcaba un gol.
Al equipo culé le tocó vivir varias noches aciagas ese año, empezando por una sonora derrota en el Bernabéu, por 3-0, en un encuentro en el que los chicos de Van Gaal no olieron la bola. Uno de los goles, además, fue de Anelka, cuya aportación al fútbol esa temporada se concretó en tres chispazos (¿para qué más?) de pura genialidad: el mentado gol al Barça, otro al Bayern y uno, de muy bella factura, en un amistoso contra la droga. Unos números que se ha empeñado en imitar, curiosamente, el jugador que le echó del Chelsea, Fernando Torres. Y que, también curiosamente, solo le metía goles al Barça cuando jugaba en España. Ellos sabrán.
También tuvo lugar ese año la surrealista eliminatoria de Copa contra el Atlético de Madrid, en la que Barça hubo de retirarse por contar solo con 9 jugadores para disputarla. El partido se jugaba en medio de una jornada de encuentros amistosos entre selecciones, que esquilmó a la plantilla titular blaugrana, quedando solo siete efectivos del primer equipo. El reglamento recogía que solo podían jugar tres jugadores de las categorías inferiores, lo que dejaba al Barça con 10, de los cuales dos eran porteros.
Esa temporada, además, el Valencia revolcaría al Barça en las semifinales de Champions, con goleada incluida. Y, lo peor de todo, el Madrid ganaría su octava Champions. Todo eso el año en el que se celebraba el centenario del club.
Sin embargo, no todo fue tristeza y desolación. Hubo una noche de tregua, una noche mágica. Un encuentro bonito y muy emotivo: el 5-1 ante al Chelsea, en los cuartos de final de la Champions League. Ahora, un partido como ese puede diluirse y pasar más o menos desapercibido entre el torbellino de grandes victorias a las que el Barça está abonado pero entonces, y teniendo en cuenta el erial que atravesaba el equipo, una remontada de ese calibre se conservaba como un tesoro. Vista con perspectiva y en comparación con los enfrentamientos supersónicos de los últimos tiempos, esta eliminatoria puede resultar algo naïf, pueril, incluso ingenua. Pero terriblemente bella.
En aquella ocasión, el Barcelona venía de perder cuatro partidos seguidos. 0-3, frente al Mallorca; 3-0, frente al Oviedo; 3-0, contra el Atleti y 3-1 en el partido de ida, ante el Chelsea. Cuatro derrotas como cuatro soles, redondas, perfectas e impepinables. La tragedia, por tanto, se mascaba en la Ciudad Condal.
Lo grotesco de esta situación empezó a gestarse unas jornadas antes, concretamente el 2 de Abril. Aquel día, el Barça logró una victoria cómoda frente al Valencia, también por 3-0, pero Guardiola se lesionó. Casualidad o no, los cuatro encuentros siguientes se saldaron con derrotas para el conjunto de Van Gaal, y en todos hubo un factor común: no jugaba el capitán.
En Stamford Bridge, el Barça acusó sobremanera la ausencia de Guardiola. Él era la bisagra del equipo, la pieza fundamental, como ahora pudiera serlo Busquets, con la diferencia de que aquel Barça no tenía a nadie de garantías para el relevo en esa posición. Guardiola, además, se crecía en ese tipo de encuentros. Le sustituyó un barbilampiño y desubicado Xavi, a quien Morris borró del partido. Sin apenas control en el juego, salvo los arrebatos de Rivaldo y Figo, al Barça le cayeron, en apenas 8 minutos, tres goles del Chelsea. Zola hizo lo que quiso durante la primera parte. Clavó una falta directa y fue un peligro contante para la atribulada zaga culé, formada por Puyol, Abelardo, Frank de Boer y Bogarde. En el segundo tiempo, Van Gaal sentó a Puyol y puso a Litmanen. El equipo visitante recuperó entonces algo de color y se encomendó a su tridente atacante. Desnivelado, con gran poder ofensivo pero desbravándose atrás, el Barcelona solo encontró a Figo, hilo conductor de la eliminatoria, que supo aparecer con clarividencia salvando los muebles con un gol que dejaba cierta esperanza para la vuelta.
El conjunto culé regresaba a Barcelona atascado en un espiral de derrotas contundentes. Xavi, sin embargo, parecía tenerlo claro: “Es un resultado muy malo. Pero ahora, con el 3-1, todos estamos convencidos de que pasaremos», dijo al finalizar el encuentro. El ímpetu de la edad, probablemente. La cuestión es que el conjunto azulgrana estaba de barro hasta las orejas.
El partido de vuelta se abrió con ese mosaico gigante en el lateral del estadio que pedía el 2-0 soñado. Los directivos culés, al más puro estilo evasión o victoria, elevaron al máximo el volumen de los altavoces para aumentar la bulla por miedo a que el público no acudiese en masa. No hizo falta, la grada respondió. Pero, sobre todo, respondieron los jugadores. Van Gaal, además, tuvo a bien disponer una alineación con ascendencia mística, que terminó de poner histérico al respetable: el 3-4-3 de Cruyff, casi una imagen de marca. Hesp en la portería, Frank de Boer como central, flanqueado por Reiziger y Puyol. El medio centro defensivo sería Guardiola, recién recuperado, quien se situaría en la parte de atrás de un rombo completado por Gabri y Cocu a los lados, de volantes, y Rivaldo en la media punta, libre como el viento. Arriba Kluivert sería la referencia y, pegados a la cal, Figo por la derecha y Zenden, con el 23 a la espalda, a lo Jordan, percutiendo por la izquierda. Un equipo torero.
La primera parte fue perfecta para el Barça. Rivaldo coló una falta con ayuda de la barrera y Figo hizo el segundo, ya en el descuento, después de trazar una bonita jugada personal y recoger el tiro al palo de Kluivert. El segundo tiempo fue mucho más convulso. Aunque el Barça seguía dominando, Hesp, atendiendo a la larga tradición de porteros reguleros con la que durante años ha tenido que lidiar el barcelonismo (y eso que Hesp no fue, ni muchos menos, de los más malos) contemporáneo hasta la llegada de Valdés, despejó el balón de manera miserable, raso y a los pies de Flo, quien salvó la entrada de Puyol y marcó ajustadita al palo largo, adonde voló el bueno de Ruud empujado por la ignominia. Nada pudo hacer. 2-1 y el Barça estaba fuera. Los minutos se sucedían, uno tras otro (¿de qué otra forma sino?), e iban cercando a un Barça al que se le acababan las ideas. Se mascaba la tragedia cuando a ocho minutos del final el árbitro, el sueco Anders Firsk, señaló una falta lateral a favor del Barça. Allá que fue Guardiola, oteó el amasijo de jugadores que colmaban el área, decidió dónde la pondría, la templó y Dani García Lara, que había salido en sustitución de Zenden, la envió a la red. Eliminatoria igualada y el Camp Nou resoplando aliviado. Lo más difícil estaba hecho. Ahora solo había que confiar en la inercia de la remontada para terminar de doblegar a los ingleses.
Solo dos minutos después del gol del empate, Lebouef cometió penalti sobre Kluivert. El Camp Nou, como el París de Hemingway, era ya una fiesta a la que sólo faltaba ponerle la guinda. Rivaldo, uno de los grandes especialistas que el Barça ha tenido jamás desde el punto de penalti, sería el encargado de darle el tiro de gracia al Chelsea. El astro brasileño había sido, junto a Figo, el mejor de la eliminatoria. De hecho, Rivaldo fue el mejor jugador del Barça desde que llegó hasta que se fue, la estrella indiscutible. Y aquel 19 de Abril del año 2000, la suerte de toda una institución y su afición pendía de un instante: lo que tarda una pelota en recorrer 11 metros. Estaba siendo un año malo, pero se podía enmendar con solo un chut. Todo estaba listo para el broche final, para cerrar una eliminatoria como Dios manda e irse a casa en una nube. Y sin embargó, Rivaldo falló. El balón se fue por un palmo, ni siquiera tocó el poste.
Habría prórroga y el media punta tuvo en sus botas el poder evitarla. El fallo implicaba media hora más de sufrimiento para millones de personas. Rivaldo lo sabía, por eso las manos en la cara, por eso el gesto abatido. Ya conocía esa sensación, la de cargar con la pesada responsabilidad de la derrota. La de que todo el mundo te señale como culpable. Ocurrió en el verano del 96, durante los Juegos Olímpicos de Atlanta, en el estadio de la Universidad de Georgia. Brasil, que partía como máxima favorita después de haber ganado el mundial dos años antes, se enfrentaba con la, a priori, asequible Nigeria—la misma que dos años después echaría a España en primera ronda del mundial de Francia—. Aunque el combinado olímpico no incluía a los mejores jugadores del país, sí contaba con las promesas del fútbol brasileño (Ronaldo, Roberto Carlos, Flavio Conceiçao o Juninho, entre otros) y algún veterano consagrado, como Bebeto. Brasil ganaba 3-1 cuando Zagallo decidió darle carrete al joven Rivaldo, que había comenzado el partido en el banquillo. A falta de 15 minutos para el final, Rivaldo recoge un rechace al borde de su área y sale conduciendo a campo contrario. Mientras avanza, a su lado se van desplegando compañeros, pero Rivaldo prefiere sortear al jugador que le sale al paso. El centrocampista nigeriano le rebaña el balón en el centro del campo y, apenas 4 segundos después, Nigeria mete el segundo. Brasil acabaría perdiendo ese partido por culpa de los dos goles que Kanu metió en el descuento, y fue Rivaldo quién pagó el pato. La hinchada entera le señaló. Y cuando la hinchada entera es un país de 200 millones de habitantes, afecta.
Es muy probable que cuatro años y medio después, mientras disputa la prórroga frente al Chelsea, a Rivaldo se le repita la misma sensación de angustia y desamparo a la altura del estómago que sintió en Atlanta.
Por eso, cuando Figo, después de sortear a tres defensas, es atropellado por Babayaro en el corazón del área, Rivaldo lo ve claro. No cargará otra vez con la culpa. Hay carreras que quedan marcadas para siempre por fallos como ese, y a él el destino le ponía en bandeja la oportunidad de redimirse. No duda. “Piensas que se puede perder por ti. Pero después, en el segundo penalti, debía asumir la responsabilidad y lo hice”, dirá después. Ahora la presión es doble, difícil no quebrarse. La ley de Van Gaal decía que el que fallase un penalti automáticamente pasaba a ser el último de la lista para volver a tirarlos, pero la noche no estaba para bobadas. Y así, decidido, soberbio, chupón y radicalmente bueno, como fue siempre (y lo sigue siendo), coge el balón, lo coloca en el punto de cal, suspende en el aire levemente su rodilla izquierda mientras inclina el cuerpo hacia delante, como hizo siempre, y lo lanza al palo derecho del portero, fuerte y colocado. 4-1. El Barça todavía metería el quinto gracias a un cabezazo de Patrick Kluivert y le daría tres veces al palo.
Soberbio relato; se me ha hecho corto.
Dépor lleva tilde por ser llana acabada en consonante, salta a la vista. Y bueno, prefiero un equipo campeón con unos «irrisorios» 69 puntos a una liga dónde el tercero esté más cerca del último que del primero a falta de menos de un mes para el final de la «competición», pero ese es otro tema.
Buen artículo, por otra parte.
Toda la razón con lo de Dépor, epic fail. Quizá el término “irrisorios” no haya sido el más adecuado, pero en ningún caso quería menospreciar esos 69 puntos. Mi intención era destacar los pocos puntos con los que hace unos años se ganaba la Liga, a los muchísimo que hace falta para llevársela ahora. También tienes razón en lo poco atractiva que resulta la competición hoy día (al no ser que seas merengue o culé). Por lo demás, me encanta el Dépor y me alegro de que vuelva a primera en unas pocas semanas. Saludos
Gracias Guillermo. Confiemos en que el partido de esta noche también se nos haga corto
Maravilloso
Rivaldo eterno!