“No sé con qué armas se luchará en la Tercera Guerra Mundial, pero en la cuarta se combatirá con palos y piedras”
La cita de Albert Einstein resume bien lo que se esperaba, o aún se espera, en caso de una conflagración atómica generalizada: el fin de la civilización humana tal y como la entendemos hoy. Un asunto lo suficientemente impactante para convertirse en un poderoso motivo de la ficción cinematográfica. Sin embargo, no han abundado las películas que tratasen directamente el tema de un holocausto nuclear y sus consecuencias. Quizá porque los productores lo han considerado demasiado escabroso y deprimente, ya que una guerra atómica no es la clase de desastre del que los héroes de la película pueden salir bien parados gracias a su astucia, su valentía o el amor que sienten unos por otros. El Apocalipsis nuclear es una historia que nunca puede terminar bien, nunca hará que el espectador salga feliz de una proyección porque en una historia así nadie gana nunca, y ello ha hecho que las aproximaciones del séptimo arte —o de su hermana pequeña, la televisión— a este tipo de contenidos hayan sido relativamente escasas. Aunque, eso sí, algunas han sido verdaderamente remarcables.
Nuestro planeta ya ha vivido dos holocaustos atómicos locales: los de Hiroshima y Nagasaki en 1945. Pero tras la Segunda Guerra Mundial el cine apenas se ocupó de ellos. En el bando ganador, los estadounidenses preferían no darle vueltas a la atrocidad que había cometido su gobierno soltando aquellas dos bombas sobre población civil inocente. Los soviéticos, por su parte, no habían tenido responsabilidad directa en los bombardeos pero habían sido aliados —y cómplices— de los EEUU en el momento de las explosiones atómicas. Aquello no era algo que los rusos pudiesen usar como arma propagandística contra sus ahora enemigos americanos, y menos aún porque mientras construían su propio arsenal para el fin del mundo. En el bando perdedor, los japoneses parecían haber procesado el trauma como parte de la humillación global de su país y su cultura, con esa extraña mezcla entre contención y culpa con la que asumieron su total derrota y las calamidades asociadas a ella. Además, en la posguerra los nipones estaban todavía bajo la tutela directa de los vencedores, así que difícilmente podían expresar en voz alta (léase cine) una abierta hostilidad hacia el país que había convertido dos de sus ciudades en un infierno. De todos modos, muchas otras ciudades del mundo habían sido bombardeadas y millones de personas habían muerto de diversas formas atroces durante la guerra. Una muerte es una muerte. Aquellas dos bombas y sus decenas de miles de víctimas directa fueron un asunto sobre el que se pasó página rápidamente.
Sin embargo, el horror inherente asociado a las armas atómicas —más parecidas a una maldición divina que a una bomba convencional, por muy destructiva que ésta pudiera ser— era algo que no podía abandonar fácilmente el subconsciente colectivo. Meses y años después de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, seguían produciéndose víctimas entre quienes se habían considerado afortunados supervivientes, que empezaban a mostrar secuelas de la radiación. Estas personas sufrían los diversos y siempre horribles efectos de la explosión aunque hubiesen estado en regiones circundantes donde la destrucción no era inmediata, pero la contaminación masiva sí. Esto era algo de que no se hablaba demasiado y aun así estaba presente en la mente de todo individuo informado. La sombra de Hiroshima y Nagasaki era alargada.
La pesadilla abstracta
“¿Eres consciente del radio de acción, del área de destrucción de una bomba de hidrógeno? ¡Es demasiado tarde para correr!” (cita de la película «Esto no es un simulacro»)
Las primeras veces en que el cine habló de los peligros nucleares, a principios de los años 50, lo hizo de forma indirecta —e incluso simbólica— en películas de puro entretenimiento. Básicamente ciencia-ficción o terror de serie B. La radioactividad era un fenómeno poco comprendido por el público, aunque ya se conocían muchos de sus efectos físicos sobre los seres humanos. Además, dichos efectos eran demasiado truculentos como para ser mostrados en pantalla, así que en aquellos primeros filmes la energía atómica era sencillamente una excusa para incluir elementos terroríficos en el guión, la fuerza que desencadenaba la aparición de horrores por lo general en forma de monstruos mutantes. Por ejemplo, la película norteamericana El monstruo de tiempos remotos (1953) o su gemela japonesa Godzilla (1954) tenían un argumento similar, describiendo la energía atómica como la causa de que amenazantes bestias con forma de dinosaurio surgieran desde la nada. Bestias que no dejaban de ser una alegoría más o menos consciente de la propia amenaza nuclear que estaba tomando forma por entonces. Lo mismo sucedía con la entretenida y por momentos deliciosamente bizarra Them! (1954), en la que una prueba atómica causaba una invasión de hormigas gigantes que sembraban el pánico y el caos entre la población.
Aún más interesante era la película El increíble hombre menguante (1957), uno de los clásicos más memorables de la serie B cincuentera —especialmente para quien haya tenido la suerte de verla por primera vez durante su infancia, porque en ese caso se transforma en una película inolvidable— cuyo argumento hablaba de un hombre que, estando a bordo de un barco, es bañado por una nube de partículas procedentes de una prueba nuclear lejana. Dicho polvillo radiactivo tiene extraños efectos sobre él, haciéndole menguar de tamaño día tras día, hasta que se ve obligado a llevar una miserable existencia de ratoncillo, defendiéndose de insectos y arañas —para él enormes— usando una aguja de coser como espada. Aparte de las inesperadas cualidades dramáticas del film —de una profundidad y connotaciones existenciales más bien insólitas en películas de serie B— y también de unos efectos especiales sorprendentes para su tiempo (¡hablamos de 1957!), lo cierto es que El increíble hombre menguante fue uno de los primeros títulos de la era atómica cuyo argumento de ficción estaba remotamente basado en hechos reales, y que reflejaba directamente una noticia de actualidad relacionada con los efectos indeseables de las armas atómicas.
Sólo unos años antes, los veintitrés tripulantes del pesquero japonés Daigo Fukuryu Maru faenaban en aguas del Pacífico durante una tranquila madrugada cuando vieron el cielo iluminarse “como si el sol hubiese salido de repente”. El enorme resplandor se desvaneció, pero varios minutos después llegó hasta ellos el lejano estruendo de una gigantesca explosión. Aunque era de dominio público que los EEUU iban a efectuar un test atómico en la región, el barco estaba —sobre el papel— fuera de la zona de peligro, a bastantes decenas de kilómetros de distancia, así que los marineros no se preocuparon demasiado cuando contemplaron la luz del estallido más allá del horizonte. El problema es que los norteamericanos habían subestimado la potencia de la bomba que estaban probando, sus cálculos fueron erróneos y el barco sí estaba en una zona de peligro que en la práctica resultó ser muchísimo más amplia que lo previsto. Al cabo de algunas horas, el viento trajo una lluvia de ceniza que cubrió por completo el buque. Los pescadores, desconociendo que era radiactiva, la limpiaron con sus propias manos. El resultado fue que cuando regresaron a puerto todos ellos se sentían horriblemente mal, manifestando náuseas, quemaduras, hemorragias, dolor en los ojos y en la cabeza, etc. La mayoría de los marineros fueron desintoxicados a tiempo, pero uno de ellos falleció al cabo de unos meses. Y eso que la explosión había tenido lugar a mucha, mucha distancia de donde estaba su barco.
El incidente del Daigo Fukuryu Maru terminó de demostrar que no hacía falta estar cerca de una explosión atómica para sufrir sus consecuencias y que incluso a decenas de kilómetros cualquier persona podía convertirse en víctima de la explosión y morir en el momento menos previsto al cabo de semanas, meses o años. La idea comenzó a calar entre el público: las armas nucleares no sólo eran enormemente destructivas por el inmenso poder que liberaban en el instante de la diabólica detonación, sino también porque vertían en la atmósfera un tipo de veneno capaz de llegar a cualquier rincón viajando por el aire y el agua. Si se producía una guerra atómica, el estar lejos de un objetivo estratégico no era garantía de supervivencia. Y un número suficiente de explosiones nucleares podría crear una nube radioactiva capaz de envenenar todo el planeta… y etonces no habría lugar donde esconderse.
Esto era lo que cualquier ciudadano de los años cincuenta albergaba en el fondo de su cerebro. Sólo era cuestión de tiempo que el cine se hiciese eco de esto con algo más que meras fabulaciones de ciencia-ficción y simples monstruos con cuerpo de lagarto.
El fin de la civilización
“Tu problema es que quieres respuestas fáciles, y no las hay. La guerra realmente comenzó cuando la gente aceptó el estúpido principio de que la paz podía ser mantenida preparando nuestra autodefensa con unas armas que no podrían usarse sin cometer un suicidio. Todo el mundo tenía bombas atómicas, y contra-bombas, y contra-contra-bombas. El mecanismo se nos fue de las manos y ya no podíamos controlarlas. Lo sé bien, yo ayudé a construirlas. En alguna parte, probablemente, algún pobre tipo miró a una pantalla de radar y creyó que había detectado algo. Supo que si dudaba un segundo su país podría ser borrado del mapa. Así que apretó un botón y el mundo se volvió loco” (La hora final)
En 1959, la película norteamericana La hora final (“On the beach”) afrontaba finalmente las posibles consecuencias de una guerra nuclear de manera directa, sin necesidad de sublimar los miedos colectivos en forma de monstruos fantásticos, aunque el rodaje estaba aún sujeto a las limitaciones estilísticas y sobre todo censoras de su tiempo. Los estragos físicos del síndrome radioactivo y otros aspectos visualmente truculentos de un holocausto nuclear todavía no podían ser mostrados explícitamente en pantalla, así que el film empezó a indagar tímidamente sobre cuáles podrían ser los efectos psicológicos sobre una población enfrentada a un casi seguro fin del mundo. En el argumento de La hora final, Australia era el único país del planeta que había sobrevivido a una guerra nuclear global y sus habitantes trataban de salir adelante como podían, haciendo frente a la escasez de petróleo y otros inconvenientes nacidos de la desaparición del resto de la humanidad. Pero llevando, pese a todo, una vida relativamente normal. ¿El problema? El resto del planeta está cubierto por una nube radioactiva asesina y es cuestión de meses —o quizá incluso semanas— que dicha nube pueda alcanzarles también a ellos. El futuro de los supervivientes depende, pues, del capricho de los vientos. La incertidumbre sobre cuánto tiempo les queda de vida choca con los deseos de mantener una existencia cotidiana lo más civilizada posible, pese a que el pegamento del tejido social esté deshaciéndose cada día que pasa y la gente se deprime más y más ante la idea de un fin difícilmente evitable. Dirigida por Stanley Kramer y con un reparto bastante notable —Gregory Peck, Ava Gardner, Fred Astaire, Anthony Perkins— La hora final centra su interés en el modo en que cada personaje, según su edad y condición, asimila la desesperante idea de que se aproxima el Juicio Final. La película está llena de grandes actuaciones, diálogos brillantes y algunas secuencias verdaderamente memorables, aunque el tono general de melodrama convencional puede descolocar a quien esté acostumbrado a películas apocalípticas posteriores, que son con diferencia mucho más duras. Aun así, situada en su tiempo y en el contexto del Hollywood clásico, La hora final consigue ser convincente y lo bastante profunda para hacernos llegar su mensaje, por ejemplo con la pareja que se pregunta si su bebé llegará a cumplir el primer año —y si merece la pena traerlo al mundo— o con el gobierno repartiendo pastillas de suicidio entre la población, para ahorrar sufrimientos innecesarios en caso de que finalmente llegue a Australia la radiación que ha fulminado al resto de la población de la Tierra. La hora final fue el primer clásico del cine de la era atómica.
En esta misma estela de estudiar los efectos psicológicos de un conflicto atómico sobre la mentalidad del ciudadano medio, pero en una escala de medios y calidad bastante menor que La hora final, surgieron en esos años otros filmes que que expresaban pensamientos similares sobre el modo en que una amenaza global podía afectar al comportamiento de los civiles inocentes.
Menos lograda, aunque muy significativa por el país de donde procedía —Japón— era La última guerra, estrenada un par de años después que La hora final. En este film una familia nipona sufría un incierto destino ante el desencadenamiento de un inminente conflicto nuclear global. La película tenía unos efectos especiales apreciables dada la época, con un tono moralista que evidentemente no podía olvidar lo sucedido en 1945 en Hiroshima y Nagasaki. El mensaje era dramáticamente antinuclear, como resulta fácil suponer, aunque el resultado artístico no era muy redondo. Por su parte, la película norteamericana Panic in the year zero! (1962) estaba dirigida con un limitado presupuesto por el célebre actor Ray Milland (el de Días sin huella de Wilder y protagonista de la desasosegante El hombre con Rayos X en los ojos) y la verdad es que fallaba como película, pero contenía el germen de algunas cuestiones válidas: ¿empezarían los seres humanos a comportarse como animales cuando se viesen irremisiblemente confrontados con ese Juicio Final? El argumento era un tanto simplista y degeneraba en lo convencional en aquellos años, con pandilleros, venganzas y alguna que otra boutade ideológica discutible, pero no dejaba de plantear alguna pregunta interesante aunque la propia película no lo fuese tanto. Algo más aprovechable era Esto no es un simulacro (1962), otro producto de serie B con medios aún más modestos, en la que un grupo de policías de una ciudad pequeña reciben extrañas órdenes de emergencia —cortar carreteras, controlar a la población, etc.— sin conocer muy bien el motivo. La película se preguntaba si al descubrir los policías que la razón de aquellas medidas era un inminente ataque nuclear, podrían mantener algún asomo de orden y disciplina. En definitiva, si podría el tejido ético y el contrato social de nuestra civilización sobrevivir a esos momentos de intenso terror universal.
Estas películas de final de los 50 y principios de los 60 se cuestionaban el efecto de una posible guerra nuclear sobre el comportamiento de los ciudadanos, pero incluso entonces —pese al terror atómico imperante— la opinión pública tendía a pensar que sus dirigentes no serían lo bastante insensatos para dejar que semejante catástrofe sucediese. Hasta que en 1962 se produjo la Crisis de los Misiles en Cuba… y los dirigentes dejaron de parecer tan sensatos.
¿Quién tiene el dedo sobre el botón?
—“Los rusos se rendirán, y la amenaza del comunismo se esfumará para siempre.
—Eso no son más que tonterías. No te equivoques. Habrá generales rusos que reaccionarán exactamente como lo haría yo: la mejor defensa es un buen ataque. Si ven que hay problemas, recuerda lo que te estoy diciendo, atacarán y no les importará un comino lo que haya dicho Marx” (Punto límite)
El traslado de misiles soviéticos a Cuba, camuflados en falsos barcos mercantes, y el cerco establecido por la marina norteamericana en torno a la isla caribeña tuvieron al mundo en vilo durante varios días. El ultimátum de Kennedy advirtiendo a los rusos de que no se acercasen a Cuba y la posibilidad de que los rusos lo ignorasen parecían poner a las dos superpotencias al borde de un conflicto bélico abierto, que podría muy rápidamente degenerar en ataques nucleares masivos que acabasen con la Historia del hombre. Aunque nunca sabremos cuán cerca se estuvo realmente de dicho acontecimiento, lo cierto es que la Crisis de los Misiles pareció una película en tiempo real, la gente se sintió al borde del desastre y en aquel momento el público pensó que realmente se había evitado el holocausto por los pelos. Lógicamente se disparó el escepticismo sobre la capacidad de los poderes políticos y militares para mantener a raya la amenaza global que ellos mismos habían creado. Por primera vez desde Hiroshima y Nagasaki —cuyos bombardeos atómicos fueron considerados una especie de desmán propio de los primerizos usos del átomo y algo que no se repetiría— el ciudadano sospechó que los responsables de evitar un conflicto atómico global podían no ser “tan responsables”. El cine, como la gente de a pie, dejó de preguntarse solamente cuáles serían las consecuencias de una guerra nuclear y empezó a divagar sobre las posibles causas… que, una vez reducidas al absurdo, resultaban invariablemente imbéciles.
La película más célebre en reflejar este nuevo estado de ánimo fue Dr. Strangelove (1964) de Stanley Kubrick, una divertidísima farsa en la que los líderes de las dos superpotencias nucleares eran retratados como una pandilla de lunáticos, incapaces, alcohólicos y extremistas. Una desorganizada caterva de sujetos disfuncionales que estaban a cargo de la decisión más importante del planeta, o sea, cuándo podría producirse el Juicio Final. Con un enloquecido guión a mayor gloria de actores como Peter Sellers y George C. Scott, Dr. Strangelove abundaba en lo infinitamente estúpido que resulta poseer un arma que puede destruir incluso a aquellos que la crearon si se deciden a usarla. Una película que, pese a ser una comedia negra en toda regla, daba mucho que pensar y además usaba por primera vez —que a mí me conste— las fascinantes imágenes de los hongos nucleares de una manera poética. No deja de resultar curioso que alguien como Kubrick, cuya especialidad no era precisamente el humor —todo el mérito de la hilaridad del film reside en sus actores y en su guión, porque el genial director no tenía el pulso de un Lubitsch o un Wilder— haya sido uno de los pocos en crear una gran comedia a partir de una temática tan sórdida como lo es la guerra atómica. Dr. Strangelove expresaba en voz alta lo que muchas personas ya sospechaban en sus casas: las armas atómicas no son algo que los seres humanos pudieran sentirse seguros de saber manejar.
En un tono más serio, pero cuestionándose también la sensatez de los líderes de la Guerra Fría, y preguntándose asimismo si resultaba seguro y lógico tener a seres humanos falibles al mando de un arma de destrucción global, Sidney Lumet dirigió la apreciable Punto límite (“Fail safe”, 1964), en la que actuaban nada menos que Henry Fonda y Walter Matthau. En ella, los norteamericanos responden por error a un falso ataque nuclear soviético, enviando varios aviones para lanzar cabezas nucleares sobre la URSS como represalia… pero poco después los mandos militares descubren que la alarma era producto de un desafortunado malentendido e intentarán abortar la misión, pese a perder la comunicaciòn con los pilotos. Así, el film plantea una situación extrema —pero verosímil— de descontrol organizativo, para que los gobernantes se plantearan si eran realmente conscientes de que cualquier pequeño fallo en su sistema podía conducir a la humanidad hacia una catástrofe dantesca de la que ya nunca podría recuperarse. Al igual que Dr. Strangelove, esta Punto límite ponía de manifiesto la pérdida de la fe de los norteamericanos en la prudencia de quienes tenían el dedo sobre el botón. En la URSS, probablemente, ocurría tres cuartos de lo mismo, pero por aquel entonces resultaba impensable un film similar que criticase a las autoridades y fuese tolerado por el régimen soviético.
Mientras los estadounidenses se mostraban escépticos con los gobernantes, los británicos —siempre más cínicos— daban por hecho que estábamos en malas manos y que el Apocalipsis era una posibilidad nada remota. En el Reino Unido existía la idea de que una guerra nuclear podía estallar en cualquier momento. Peter Watkins creó el estremecedor docudrama The War Game (1965) para la BBC, en que —como a finales de los cincuenta— volvía a poner el énfasis no en el origen de la guerra nuclear sino en sus efectos. Sólo que esta vez se llegaba mucho más lejos mostrando esos efectos que en ninguna película antes, sin limitarse únicamente a las consecuencias psicológicas. De hecho, la propia BBC terminó negándose a emitir el trabajo de Watkins por considerarlo demasiado perturbador. La película quedó, pues, inédita. Sólo fue estrenada en TV dos décadas más tarde, tras el éxito de El día después y Threads. El público no estaba preparado para The War Game, que se adelantó demasiado a su tiempo.
Los ochenta: la explosión del cine nuclear
—“¿Qué has visto?¡Tú vienes de Kansas City! ¿!Qué has visto!?
—Yo estaba en la autopista, a unos 45 kilómetros… no estoy seguro. Estaba en lo alto, en el aire, directamente sobre el centro de la ciudad. Era como el sol… explotando” (El día después)
“¡Jesucristo!… lo han hecho… ¡lo han hecho!” (Threads)
Tras una relativa escasez de títulos durante los setenta (citaremos algunos en la segunda parte de este artículo), el asunto retornó con fuerza en los 80. Varios factores contribuyeron al “boom” de la temática nuclear en el cine durante aquella década: uno, el retorno de la tensión entre las dos grandes superpotencias tras una etapa de tranquilidad, debido sobre todo al desarrollo de sistemas de defensa estratégica (como la famosa “Guerra de las Galaxias” de Ronald Reagan) que pusieron muy nerviosos a los soviéticos. Estos intentos de crear un escudo protector frente a los misiles del enemigo levantaron muchas ampollas, ya que según muchos rompería el delicado equilibrio —la “destrucción mutua asegurada”— que había prevenido a los gobernantes de usar el arsenal nuclear contra el rival. El otro factor fue la relajación de la censura cinematográfica y televisiva, que empezó a permitir escenas más truculentas en pantalla grande e incluso en las cadenas de televisión. Entre una cosa y otra, el cine de la era atómica alcanzó cotas de dureza nunca vistas antes y curiosamente algunos de los mejores y más famosos títulos procedieron de la televisión.
La película más famosa de esta oleada —y aunque era buena, no era necesariamente la mejor— fue El día después (1983), que provocó un verdadero shock cuando fue estrenada en la TV norteamericana (tras lo cual se paseó por las pequeñas pantallas de medio mundo así como por salas de cine). Se centraba en la vida de un grupo de personajes de una pequeña ciudad cercana a Kansas City. Durante el tramo inicial se nos mostraba el día a día de esta gente, enfrentada a problemas perfectamente cotidianos, con un inocuo tono de drama dominguero. De repente, la película daba un giro chocante: estas personas normales se veían obligadas a hacer frente a un inesperado Apocalipsis cuando estallaba una guerra nuclear y un par de misiles caían sobre la cercana Kansas (la escena del ataque atómico estaba muy lograda, era bastante espectacular y con buenos efectos especiales para su tiempo). A partir de ahí, los supervivientes tenían que hacer frente a una nueva y dura existencia en un nuevo mundo, un entorno devastado, envenenado por la radiación, con una humanidad embrutecida por la desesperación, donde el futuro parecía cada vez más negro y no había esperanza para prácticamente nadie. Por primera vez desde la no estrenada The war game, un film recorría todo el proceso de una guerra atómica: desde la tensión creciente previa al conflicto, pasando por el bombardeo en sí, y finalmente las consecuencias para la población civil. Era algo que el público nunca había visto en pantalla y menos con detalles escabrosos sobre la decadencia física de los infortunados supervivientes, que en muchos casos terminaban envidiando a quienes habían muerto en la explosión.
Aún más realista y angustiosa era la británica Threads (1984), con una estructura muy similar a El día después, sólo que centrada en el Reino Unido, más concretamente en Sheffield. También se nos presentaba a un grupo de personajes atareados con sus preocupaciones cotidianas, pequeñas peripecias de cada día que en ocasiones les parecen muy importantes… hasta que estalla la guerra nuclear y en un instante sus vidas cambian completamente. Para quienes sobreviven, el planeta se transforma en una pesadilla. Threads no disfrutó de tantísima fama como El día después, pero también dejó huella en muchos espectadores. Era bastante más escabrosa y sin embargo también más creíble que su equivalente norteamericana. Tenía menos efectos especiales, pero su clima de tensión y horror estaba todavía más logrado. Había en ella algunos momentos dramáticos que en su sencillez resultaban verdaderamente asombrosos, como cuando un par de amigos que se habían refugiado bajo una camioneta para protegerse de lo que pensaban era un bombardeo convencional (porque no conciben que una guerra nuclear fuese realmente posible) se quedan boquiabiertos al volver a ponerse en pie y encontrarse contemplando un hongo atómico en la distancia. Uno de ellos, totalmente hipnotizado, dice “Jesucristo… lo han hecho ¡Lo han hecho!”. Hay muchos detalles inquietantes en esta fantástica película (incluido su inesperado y desasosegante final) pero quizá ayude todavía más al escalofrío del espectador saber que los vídeos de instrucciones sobre cómo sobrevivir a una guerra atómica que se muestran en el film —aparecen varias veces en los televisores de los protagonistas o en los escaparates de las tiendas— son totalmente reales, grabaciones verdaderas elaboradas por el gobierno británico para ser emitidas en caso de un conflicto atómico y que la BBC tenía en sus archivos. Escalofriante.
Más intimista, sin escenas de explosiones ni espectaculares exteriores, pero también deprimente, era Testamento final (1983). Le valió un Oscar a la actriz Jane Alexander por su angustioso papel de madre que intenta sacar adelante a los suyos en mitad del infierno posterior a una guerra atómica. Basada más bien en la pequeña epopeya familiar de interiores y no tanto en el cataclismo colectivo, es una aproximación más modesta pero igualmente convincente a las inhumanas consecuencias de la devastación nuclear. Una tragedia familiar con una opresiva atmósfera de condenación de gente inocente. Otra película filmada en un tono intimista y con un asombroso poder emocional fue el largometraje Cuando el viento sopla (1986). Pese a tratarse de un film de dibujos animados —que eso no desanime a ningún cinéfilo, esto no es cualquier film de dibujos animados, doy mi palabra— es posiblemente una de las películas más tristes que se han estrenado jamás. La acción se centra en una entrañable pareja de ancianos ingleses que viven en la campiña y son completamente ignorantes respecto a todo lo que supone el estallido de una inminente guerra atómica. Creyendo que los bombardeos serán similares a los de la Segunda Guerra Mundial, se les escapa la magnitud de las armas de destrucción masiva que se van a emplear. Incluso piensan que una bomba atómica debe de haber caído “cerca de su jardín” cuando su casa es terroríficamente sacudida por la onda expansiva (ya que ni siquiera conciben el verdadero poder de una explosión que, en realidad, ha tenido lugar a kilómetros de su vivienda). La enternecedora inocencia casi angelical de los dos simpáticos protagonistas, y su incapacidad para comprender las implicaciones del infierno en el que están metidos (se alegran de haber sobrevivido al bombardeo, cuando en realidad eso es sólo el principio de sus peores sufrimientos) contrasta con el horror del espectador, quien sí entiende la situación y los ve languidecer y enfermar a causa de la radioactividad, cuyo efecto ellos dos no entienden y de la que se creían seguros porque confiaban ciegamente en los inútiles consejos de las autoridades. Cuando el viento sopla no tiene momentos demasiado explícitos ni gruesos, pero su intensidad dramática es tremebunda. Es poética y por momento incluso dulce, pero también muy dura y emocionalmente agotadora (sí, aunque se trate de animación). Además, contiene probablemente la escena más bella que se haya filmado nunca sobre un ataque nuclear, que combina sin problemas el horror de la destrucción con tintes artísticos y líricos que encajan como un guante en el tristísimo argumento.
“El crepúsculo es monótono. Incluso Dios, cuando creó el mundo, necesitó tener alguna noción del paso del tiempo. Creó el día y la noche como medidas de tiempo, porque implican un cambio. Yo propongo una nueva medida de tiempo: el crepúsculo. Porque ya no hay cambio alguno en este mundo” (Cartas de un hombre muerto)
Desde una perspectiva todavía más artística y existencialista trata el asunto del Apocalipsis la película rusa Cartas de un hombre muerto (1986). El argumento comienza poco tiempo después de que se haya producido una guerra nuclear global. Un antiguo premio Nobel de física subsiste en los sótanos de un museo junto a su mujer —muy enferma a causa de la radiación— y para enfrentarse al horror redacta mentalmente cartas dirigidas a su hijo, del que no tiene noticia alguna tras los ataques. Esta cruda película fue dirigida por Konstantin Lopushansky, colaborador de Andrei Tarkovsky, y de hecho la influencia de este último planea por todo el film. Hay poca o ninguna acción, y sí mucho diálogo filosófico, pero no es tan lenta ni tan larga como lo habitual en Tarkovsky. Tiene pocos personajes y un tono que bordea lo teatral, pero eso no impide por ejemplo que las escenas en exteriores sean sencillamente espectaculares, gracias a una impresionante ambientación que reproduce la desolación de un cataclismo mejor que la inmensa mayoría de películas apocalípticas que se hayan hecho (incluyendo algunos títulos posteriores con efectos especiales muchísimo más modernos). Desde un punto de vista visual, el mundo arrasado por la armas atómicas jamás fue mostrado con tanta pericia ambiental y estética. Pese al uso de un filtro para darle a casi todo una monocolor tonalidad sepia—recurso que personalmente nunca me ha convencido— la belleza visual del film ruso es por momentos apabullante, en la tradición del propio Andrei Tarkovsky.
Hasta aquí, hemos hablado de muchos de los trabajos básicos del cine de la era atómica. En la próxima entrega hablaremos de otros títulos del auge de este tipo de cine en los años ochenta, de otras perspectivas cinematográficas durante los setenta, de algunas aproximaciones más recientes y de algunos curiosos experimentos narrativos televisivos en torno a lo que, todavía hoy, podría terminar sucediendo: el Fin del Mundo bajo un infierno de hongos nucleares.
(Continúa)
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Sensacional repaso del cine y TV acerca de este devastador y escalofriante tema. Siempre el cine es una ayuda magnífica para reflexionar hasta de los temas más escabrosos para el ser humano, como es el caso de este texto.
Gracias al autor.
Nucelar.
Se dice nu-ce-lar.
«¡E-ner-gí-a-nu-cle-aar!»
Absolutamente genial.
Los que vimos en la infancia estos títulos tenemos como apuntas imágenes marcadas a fuego en la memoria, el hombre menguante, el vaquero cayendo montado sobre la bomba de Dr.StrangeLove..
En los 80 el miedo atómico y radiactivo se podía masticar. Paralelamente creció por contraste un gran sentimiento de amor por nuestro planeta y la vida, con aquellas imágenes de la lancha de greenpeace volteada por los bidones de resíduos nucleares.. y la conciencia ecológica que vino después.
Especialmente emotiva «Cuando el viento sopla», muy memorable también, con aquellos sintetizadores de Génesis.
Gran post. Enhorabuena.
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Excelente artículo. Gracias por compartir
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