Los años noventa constituyen la última edad dorada de la filmografía de Woody Allen. Es esta década (y más concretamente los años que van de 1992 a 1997) la única etapa de su carrera que admite comparación con el período comprendido entre 1977 y 1989, definido este por la entrega (casi regular, con más o menos sonadas excepciones) de una gran obra al año desde Annie Hall hasta Delitos y faltas, y que ya tratamos pormenorizadamente en la primera y la segunda parte de este artículo.
Decíamos allí que, con Delitos y faltas, Allen había conseguido la que bien puede ser su película más perfecta, sombría y desalentadora. Quizá desorientado por la elocuencia y lucidez de su propio discurso pesimista, Woody cambiará radicalmente de tono en su siguiente film, refugiándose en una historia que supone la antítesis de la anterior: arranca por tanto la década con Alice (1990), una inocente y algo simplona fábula moralista, deudora de la Julieta de los Espíritus de Fellini, en la que Mia Farrow encarna, una vez más, a una mujer frágil engañada por su marido que hallará en la magia el único recurso para buscar vías de salida a una existencia monótona y frustrante. Muy en la línea del presente cambio de discurso, Allen reserva esta vez a Alice un destino mucho mejor que el que reservó a la Cecilia de La rosa púrpura de El Cairo, caracterizado por un comportamiento moral de la protagonista en las antípodas del de Judah Rosenthal en Delitos y faltas: y es que Alice encontrará la paz espiritual en la propia entrega y ayuda al prójimo, inspirada por la Madre Teresa de Calcuta. La desorientación de Woody es más que aparente.
En Sombras y niebla (Shadows and Fog, 1991), como ya hiciera en Recuerdos e Interiores, Allen vuelve a “enfundarse el traje de Zelig”, copiando el estilo de otros directores mientras intenta volver a encontrar el propio. La película, con una sugerente fotografía en blanco y negro de Carlo di Palma, recupera el aspecto visual del expresionismo alemán y de películas como M (Fritz Lang, 1931). El guión es, eso sí, la adaptación libre de una obra teatral del propio Allen (Muerte, que puede encontrarse en la antología Sin plumas), a la que cambia el final y añade nuevos personajes. La historia transcurre en una ciudad europea indeterminada a principios del siglo XX. Allen interpreta a Kleinman, un hombre apocado despertado en mitad de la noche para colaborar con una ineficaz patrulla callejera en la búsqueda de un asesino en serie. Esta búsqueda será, sin embargo, más existencial que física, plagada de referencias a la muerte y a la falta de respuestas de la ciencia o la religión a ella, con la magia y la evasión, nuevamente, como únicas vías de escape aparentes. En su particular odisea nocturna por calles oscuras, Kleinman pasará por el laboratorio de un forense, una iglesia, un prostíbulo e incluso un circo. Por estos escenarios desfila un reparto impresionante: Mia Farrow, John Malkovich, John Cusack, Jodie Foster, Kathy Bates e incluso Madonna. Ello no impide que la película sea bastante irregular. Sin embargo, pese a la insatisfacción general del conjunto, Sombras y niebla transmite una cierta magia, quizá provocada por el hecho de que la historia transcurra en una única noche, rodada como si de una ensoñación se tratara.
Allen recuperaría la plena forma al año siguiente con una película tan magistral como sorprendentemente adaptada al momento de su estreno. Maridos y mujeres (Husbands and Wives, 1992) detalla, en tono de documental, la progresiva destrucción del matrimonio de los personajes de Woody Allen y Mia Farrow. La realidad imita al arte, hasta tal punto que el rodaje concluiría días antes de que ambos rompieran su relación (que no su matrimonio, pues nunca estuvieron casados ni vivieron bajo el mismo techo) en la vida real. En las semanas previas al estreno la prensa amarilla hacía su agosto revelando los detalles íntimos de la separación: Farrow habría descubierto la infidelidad de Allen con Soon-Yi Previn: 21 años, hija adoptiva de Farrow desde 1978, cuando esta la adoptara junto a su entonces marido, el músico André Previn. En la batalla legal que siguió por la custodia de los hijos (dos adoptivos, uno biológico) de Farrow y Allen, ella le acusaría de abusar sexualmente de una de las hijas de la pareja, cargos que Allen siempre negó y de los que finalmente fue absuelto, si bien perdió la custodia de los tres hijos. Allen y Soon-Yi, que tiene ahora 41 años, son pareja estable desde entonces, se casaron en 1997 y tienen dos hijas.
El paralelismo de Maridos y mujeres con la vida real (con el personaje de Allen atraído por la joven estudiante que interpreta Juliette Lewis) colmaba en apariencia las ansias de morbo de parte de un público que, quizá por primera vez, se acercaba a una de sus películas. En cualquier caso el film se ve mucho mejor ahora, con la distancia que otorga el paso del tiempo. Es una película deslumbrante, novedosa en su aspecto formal: Allen rueda por primera vez cámara al hombro, con rápidos y violentos movimientos que transmiten la inestabilidad de los personajes. El trabajo de los actores es también excelente, con el director Sydney Pollack en uno de sus escasos papeles protagonistas, Liam Neeson antes de su salto a la fama con La Lista de Schindler y Judy Davis bordando el primero de sus típicos roles de mujer histérica que Allen recuperaría con acierto en comedias posteriores.
En pleno proceso por la custodia de sus hijos y desbordado por la prensa amarilla, Woody realiza una comedia liberadora. No pudiendo rodar con Mia Farrow por motivos evidentes por primera vez en diez años, recupera a su amiga Diane Keaton y decide desempolvar la historia de intriga y misterio que desechó en su día como parte de Annie Hall. Y rueda, básicamente, la comedia perfecta. Misterioso asesinato en Manhattan (Manhattan Murder Mystery, 1993) funciona como secuela jocosa de Annie Hall, con los personajes de Allen y Keaton convertidos en un aburrido matrimonio de clase alta con expectativas y aspiraciones vitales bien divergentes. Ella se consume en la rutina y está ávida de emociones fuertes, mientras que él solo ansía llegar a tiempo a casa por la noche para ver películas de Bob Hope. El visionado de Perdición (Billy Wilder, 1944) la misma noche en que su vecina muere aparentemente por causas naturales desencadena las teorías conspirativas de ella, y la hace sospechar que el marido de la fallecida es un asesino. La habilidad con que Allen envuelve el mismo tema de Maridos y mujeres (la inestabilidad matrimonial, la infidelidad) en una frenética comedia de intriga denota una admirable capacidad de reinventarse a sí mismo.
Por si no bastara, la siguiente película de Allen será otra comedia redonda y, además, de época. Balas sobre Broadway (Bullets Over Broadway, 1994) viaja a los años veinte para contar la historia de un joven dramaturgo (John Cusack) convencido de su enorme potencial artístico que, para obtener la financiación necesaria para el estreno de su obra, se ve obligado a dar uno de los papeles principales a la irritante y estridente novia de un gangster. Las comedias de Allen resultan tanto más deliciosas cuando consigue insertar mensajes ciertamente pesimistas en un contexto ligero y desternillante. En el caso que nos ocupa ese mensaje es que el talento artístico no depende de las aptitudes intelectuales ni de una erudición conseguida con años de estudio, sino que es totalmente natural y puede estar en manos de la persona más inesperada. El más preparado de los artistas puede, así, darse cuenta de lo limitado de su propio talento al compararlo con el de un matón casi analfabeto. Balas sobre Broadway cuenta, además, con dos de los más grandes personajes del imaginario “alleniano”: Cheech, el guardaespaldas interpretado por Chazz Palminteri, y sobre todo Helen Sinclair, la vieja diva del teatro, orgullosa, alcohólica y superviviente de cien matrimonios, a la que da vida una inmensa Dianne Wiest.
Allen prosigue su actividad frenética y ese mismo año rueda para televisión su propia versión (tras la fallida adaptación que de ella hicieran en 1969) de su obra Los USA en zona rusa (Don’t Drink the Water). Al año siguiente baja levemente el ritmo estrenando otra comedia no tan redonda como Misterioso asesinato en Manhattan y Balas sobre Broadway, pero igualmente notable: Poderosa Afrodita (Mighty Aphrodite, 1995), cuento moderno contado por un coro griego clásico, cuyos miembros interrumpen simpáticamente la narración e incluso las acciones de los protagonistas, es la historia de Lenny, marido inmerso en reiterativa y autorreferencial crisis matrimonial, que se obsesiona en encontrar a la madre biológica de su hijo adoptivo, esperando conocer a una intelectual pero encontrando a una simpática, chillona y adorable prostituta (Oscar para Mira Sorvino). Allen maneja los equívocos de la trama con soltura y, por más que se trate de una comedia ligera, resuelve la historia magníficamente. Algo que cada vez se echa más de menos en sus comedias recientes.
En 1996 participa, como actor, en la adaptación televisiva de la obra de Neil Simon The Sunshine Boys (es su segunda colaboración como actor en esta década, después de que en 1991 protagonizara junto a Bette Midler la comedia Escenas en una galería). Mientras tanto distribuye un guión (del que conscientemente habría suprimido algunas páginas) entre un plantel de estrellas, a las que consigue reclutar para su próxima comedia: Julia Roberts, Edward Norton, Goldie Hawn, Natalie Portman, Drew Barrymore, Tim Roth y varios más. Al empezar el rodaje llega la sorpresa para todos ellos: se trata de un musical. La gracia de Todos dicen I Love You (Everyone Says I Love You, 1996) reside precisamente en que los protagonistas no son profesionales, sino que cantan y bailan a la vida como podríamos hacerlo cualquiera de nosotros. La idea parece provenir de los números musicales de los hermanos Marx (homenaje final a Groucho incluido) y concretamente de aquella escena de Hannah y sus hermanas en la que Mickey Sachs recuperaba las ganas de vivir al ver a los hermanos cantar y bailar antes de la batalla final en Sopa de ganso. Todos dicen I Love You es una comedia festiva, vivaz y optimista, extremadamente agradable y rodada en hermosos exteriores (Nueva York en las cuatro estaciones del año, París y Venecia). Impagable el mágico baile final de Allen y Hawn a orillas del Sena, así como ver a Allen acechando a Julia Roberts mientras hace footing al alba entre los callejones de Venecia.
En 1997 Allen cierra el último ciclo genial de su filmografía y salda cuentas con el mundo con la que es, creo, su última obra maestra absoluta. En Desmontando a Harry (Deconstructing Harry) interpreta a Harry Block, un escritor en pleno bloqueo mental, miserable, mezquino, putero, mal amigo y pésimo padre. Dibuja la peor imagen que el puritanismo norteamericano pudiera tener de Woody Allen como persona y la pone al descubierto en un salvaje escupitajo punk a la primera fila. Es una película suicida, en la que las frases se disparan con metralla: “Lo peor del Holocausto no es que perdiéramos a seis millones de los nuestros, sino que los récords están hechos para ser superados”, “Las dos palabras más hermosas de nuestro idioma no son ‘te quiero’, sino ‘es benigno’”, “Entre Dios y el aire acondicionado, prefiero el aire acondicionado”. Allen parte del argumento de Fresas salvajes, de Bergman (el protagonista vuelve a su antigua universidad para ser homenajeado) y lo desmonta a placer (Harry Block fue expulsado de la universidad, y acude al homenaje con una prostituta, su hijo convenientemente secuestrado de manos de su ex mujer, y un cadáver). En plena catarsis, Allen-Block desciende al infierno, donde discute sus experiencias y perversiones sexuales con el mismísimo diablo (Billy Cristal) y, tras comprender que su vida sólo tiene sentido a través de sus personajes de ficción, recupera su capacidad de escribir para poder seguir destripando sus miserias y las de su círculo de amigos, familiares y ex amantes. Desmontando a Harry es la última obra maestra de Woody Allen porque Match Point (sin duda su más notable película desde entonces) es una brillante reformulación de Delitos y faltas, film este que, en cualquier caso, era ya de por sí perfecto. Pero sin embargo Allen nunca ha podido (o ha osado) volver a abordar un diamante negro tan perverso como Desmontando a Harry.
El documental de 1997 Wild Man Blues, que recoge su gira europea como clarinetista de la New Orleans Jazz Band, muestra a un Allen íntimo, frecuentemente cansado y apesadumbrado; también cínico en ocasiones, pero siempre educado en los sucesivos homenajes y actos sociales a los que acude acompañado de su esposa (el documental desvela también dónde guarda los Oscars obtenidos por Annie Hall y Hannah y sus hermanas). Poco después, Woody hace su única incursión en el cine de animación por ordenador, doblando a la neurótica hormiga protagonista del film de DreamWorks Antz (1998).
En la preparación de su siguiente película declarará sentirse demasiado mayor para interpretar su clásico rol de judío neoyorkino acosado por sucesivas crisis personales y rodeado de bellas mujeres. Allen busca a su primer álter ego, y toma una decisión algo arriesgada al decidirse por un actor británico, Kenneth Branagh. La elección es la piedra de toque para que Celebrity (1998) sea mal recibida por la crítica, que solo ve impostura y pobre imitación en el trabajo de Branagh. Vista a día de hoy, sin embargo, su interpretación gana muchos enteros por comparación con la de los actores a los que Allen encomendaría la misma tarea en los años inmediatamente posteriores (Will Ferrell o Jason Biggs). Debido a la permanente sensación de déjà vu de otros films suyos, de lo reiterativo de sus situaciones y de que en ningún momento consiga realmente alzar el vuelo, Celebrity es una película por lo general insatisfactoria, pero correcta y entretenida a pesar de tener una duración inusual (113 minutos) en su filmografía.
Acordes y desacuerdos (Sweet and Lowdown, 1999), retoma el modelo de falso documental de Toma el dinero y corre y Zelig, en este caso a cuenta de otro personaje inventado: Emmet Ray (Sean Penn), “el mejor guitarrista del mundo después de Django Reinhardt”. Como en toda película de Allen, el trabajo actoral es excelente, destacando aquí la interpretación de Samantha Morton como la frágil y sensible novia muda del protagonista.
Al final, sin embargo, Celebrity y Acordes y desacuerdos están atravesadas por la misma sensación de ver algo tan aparentemente correcto como repetido, ya visto en películas anteriores pero no elevado ni reinventado. Es esa sensación, de hecho, la que invade la mayor parte de la filmografía de Allen desde Desmontando a Harry hasta hoy, como veremos en el siguiente (y último) capítulo, en el que podremos contribuir a esa tendencia cada vez más extendida de lamernos las heridas desde la comodidad de nuestra butaca a cuenta de quien nos ha regalado al menos diez obras maestras.
Desmontando a Harry, quizás mi obra favorita de este genio. Gran artículo.
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Estoy prácticamente de acuerdo con la valoración de todas las películas, lo cuál no creo que sea una buena señal para usted, señor Zabala.
¿Tendremos cuarta parte?
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