Me gustan los libros con mapas grandes que puedes recorrer con el dedo, simulando el viaje. Mi dedo viene más que va y por eso se encamina al Sur. Es una cuestión de querencia. A mi primer blog le llamé con el algo cursi nombre de Rumbo a los mares del sur, aun sabiendo que el run away to sea te puede llevar, por qué no, a Terranova. Es igual; el impostor inverosímil deserta en Valparaíso. Me gusta El sur, la película de Erice, también en parte porque el Sur no aparece y porque suena La oriental de Granados. Cuando Eco escribió El péndulo de Foucault, esa genial colección de novelas, nos contó la historia de Jim el del cáñamo, que es Kurtz, que es Dios paseando por Londres entre desconocidos que alaban sus obras. Jim, el poeta, viaja al Sur, desengañado, al pasado.
No quiero ser críptico. Acaso todo lo más —sí, esto es un homenaje—, pretendo cierta concisión porque es mucho lo que se puede decir de El Sur, el más grande de los cuentos de Jorge Luis Borges, y no quiero perderme en las introducciones como tantas veces hago. Borges, supongo, quiso encontrar siempre la palabra precisa, con el riesgo inevitable de que algún lector la hallase pedante o descompensada. Esa pretensión no parece demasiado compatible con la naturalidad del discurso. Cuando el relato encalla y la idea no es feliz del todo, ese procedimiento sólo satisface al Borges malo, ese que burlonamente se describe a sí mismo escribiendo “a manderecha del poste rutinario” en El Aleph. El Borges malo no es Borges, claro, aunque puede ser un cierto lector de Borges.
En El Sur no hay ninguno de esos excesos y el autor acierta en todo, en el asunto, en la extensión, en la descripción. Acierta también en la renuncia inicial a un leitmotiv de su obra: la naturaleza necesaria de cada cosa, de cada hecho, por trivial que pudiera parecer. Curiosamente, esa renuncia produce un efecto más duradero que la escritura en la piel del jaguar, los recuerdos de Funes o las máximas de Juan de Panonia.
Su ritmo es prodigioso. Nos engaña la apariencia de que no haya nada memorable en los nombres, sucedidos y fechas con que nos presenta a Juan Dahlmann:
«Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso.»
Esas pocas palabras bastan para saber lo que importa del bibliotecario Dahlmann. Borges le añade algún color, con el uso de esos “acaso” indolentes, como el propio personaje. Dahlmann sólo se apresura —apurado— porque ha encontrado un ejemplar de Las mil y una noches. También es acertada la elección del libro, porque todas las referencias al Sur, en este artículo, son literarias —y no me salgo del tema del cuento— y ahí podemos incluir las noches de Bagdad. Son literarias dentro de cada obra. Lo que hace grande a El Sur es que ese lugar deja de ser literario para Dahlmann, aunque siga siéndolo para todos los que han recorrido un mapa con un dedo, fuera o dentro de un relato.
Repentinamente, el mundo rosado que una vez fue carmesí, de Dahlmann, se rompe. Borges, economizando y sin énfasis, nos cuenta que “ … desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz”. El magistral párrafo en el que Dahlmann pasa de un “arrabal del infierno” al infierno mismo, odiándose, odiando alternativamente su identidad y su físico, su humillación y la barba que le eriza la cara, sin embargo, es sólo un escueto paso hacia delante. Dahlmann sigue siendo Dahlmann. Borges no escoge la enfermedad, ni la conciencia de la muerte y el lloro del personaje, para plantear una tesis manida. No hay un cambio vital que empuje al personaje a escapar al Sur. Dahlmann no deja su trabajo como alto ejecutivo, aprende a tocar la mbira y se compra una casa en el Cabo de Gata para convertirla en un hotel con encanto. Sólo decide convalecer en la estancia con eucaliptos balsámicos.
“A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos” dice Borges, en una de las pocas ocasiones en las que se permite una afirmación innecesaria. Hubiera bastado con contar cómo fue en un coche de plaza y cómo volvió de la misma forma, cambiando la fiebre por la frescura, para que pensásemos —tal que Dahlmann— que a la realidad le gustan las simetrías inexactas, como en los juegos infantiles en los que hay que hallar diferencias. A las leves disonancias Borges las llama anacronismos porque quiere decir con una palabra que el pasado no vuelve. Ese ínfimo exceso queda rápidamente perdonado, porque es el preámbulo de esto:
«La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.»
Aquí comienza realmente el relato, con el viaje de Dahlmann. Los milagros de Shahrazad no pueden ser más maravillosos que la mañana y que el hecho de ser. El autor se esfuerza en transmitir la sensación del que se ha sentado en un tren, acompañado por un libro, y lo ha dejado entrecerrado para permitir el sol. El hombre Dahlmann, además, persiste, y por eso se imagina desdoblado; uno avanza por el día otoñal y el otro está encarcelado en un sanatorio.
Dije antes que Borges, en contra de su obra, renuncia inicialmente a su obsesión por la naturaleza exacta de las cosas y los hechos:
«Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura.»
Dahlmann no es un héroe borgiano todavía. Sigue soñando y en sus sueños está “el ímpetu del tren”. Lo que sí cambia es el escenario. El coche ya no es el mismo. “La llanura y las horas” lo han transfigurado y las cosas dejan de ser casuales: la tierra se hace —es— elemental y desaforada. Lentamente notamos una sensación sin ambigüedades. El mundo que rodea a Dahlmann es vasto y perfecto, a la vez que íntimo y hostil. No hay contradicción en los adjetivos. Por eso Dahlmann empieza a sospechar que ya está viajando al Sur, porque el viaje al Sur es —ya lo sabemos— un viaje al pasado. Aún así, Dahlmann sigue moviéndose en un mundo literario. Es como esos artistas que buscan lo auténtico, lo primigenio, llevándose de lastre todas sus categorías, camino de Tahití o Reunión o Bahía. Para él “la caminata” es “como una pequeña aventura”. Incluso el hombre viejo, “reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia” está cosificado, es expresamente un símbolo irreal del Sur.
El ocioso Dahlmann, el soñoliento Dahlmann, el perplejo Dalhman, sólo desaparecen, cuando ve en ese viejo una “cifra —ya real— del Sur (del Sur que era suyo)”, cuando, sin pensar, recoge la daga que le lanza el Sur. Borges no escribe que Dahlmann lo haga sin pensar, pero sí nos lo dice, y su método es maravilloso:
«Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas.»
“Se inclinó y sintió …” Ahí ya no está el hombre que leía las Mil y una noches. Luego ya sí piensa:
«No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas…»
Los dos párrafos finales son inefables, si me permiten el oxímoron:
«Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.»
Cambien “empuña” por “empuñó” y la fuerza del relato disminuye irremisiblemente. La razón es simple: abandonamos la somnolencia y cogemos el cuchillo que acaso no sabremos manejar.
Imagino que sabrá que Borges compartía su opinión, es decir, que lo consideraba su mejor cuento.
Bueno, sé que pensaba eso cuando lo publicó a mediados de los cincuenta. No sé si luego mantuvo su opinión.
En El Sur suena La Oriental pero también, y bien geográfico, En er mundo:
http://www.youtube.com/watch?v=216iSDKurJY
http://www.youtube.com/watch?v=P8BSbG68jR8
Un placer leerle, ha provocado esto:
http://solymoscas.blogspot.com.es/2012/03/borges-taurino.html
Un saludo
¿Para cuando la continuación de los artículos sobre el derecho internacional?
Pronto, TSK.