El 16 de diciembre de 1689, tras la “Gloriosa Revolución”, el Parlamento inglés aprobaba el Bill of Rights. Allí se puede leer:
«That excessive bail ought not to be required, nor excessive fines imposed, nor cruel and unusual punishments inflicted;»
Por vez primera, una ley recogía la prohibición de imponer castigos crueles o inusuales. Comienzo con este ejemplo, porque es una demostración de una de las características de un derecho arbitrario. Los redactores de esa norma no estaban pensando en la pena de muerte, la tortura o los castigos físicos, que les parecían estupendamente bien. Estaban pensando en “uno de los nuestros”.
Titus Oates, un clérigo inglés, había denunciado una falsa conjura de católicos para matar a Carlos II y colocar en su lugar a su católico hermano, el futuro Jacobo II. Como consecuencia de sus falsedades, se inició la caza de brujas que se conoce como “complot papista”. Cuando se descubrió que el clérigo Oates era un perjuro, fue condenado a la picota, a unos azotes y a ser despojado de sus hábitos, mientras la chusma le tiraba huevos. Tras la revolución, los protestantes rehabilitaron al tipejo y, a fin de evitar que pudiera repetirse algo así, incluyeron la prohibición de los castigos crueles e inusuales. Se podía seguir torturando sin problema, siempre que el torturado fuera un bribón o un papista, pero no se podía poner a un clérigo en la picota.
Hablo de arbitrariedad como podría hablar de privilegios. Un privilegio es, etimológicamente, una ley privada. Por definición, los privilegios legales deberían ser excepcionales. Sin embargo, como veremos a lo largo de estos artículos, han sido norma cuando se habla de crímenes de lesa humanidad. Incluso en el nacimiento y funcionamiento del producto más refinado de esta evolución, la Corte Penal Internacional, esos privilegios están presentes de una manera muy notable. La pregunta es ¿un sistema legal arbitrario se legitima sólo por su objeto y por sus producciones o no?
El derecho internacional no existe, en realidad. Ya sé que esta afirmación puede levantar las iras de mucha gente, pero intentaré argumentar. Eso que llamamos derecho internacional es una excrecencia de los derechos nacionales y de acuerdos entre desiguales basados en la fuerza. En cierto sentido, se parece más a un contrato que a otra cosa, pero con una diferencia esencial: un contrato es un acuerdo obligatorio porque un poder superior a ambos contratantes puede imponer su cumplimiento. No hay un poder superior a los Estados nacionales que pueda hacer tal cosa. La ONU, el Consejo de Seguridad, las instituciones supranacionales, sólo son efectivas en la medida en que quieren los propios Estados, en particular las superpotencias. No creo que haga falta argumentar mucho sobre esto. El sistema penal internacional sigue siendo correa de transmisión del Consejo de Seguridad de la ONU, un lugar en el que cinco naciones —una de ellas no democrática y otra dudosamente democrática— tienen derecho de veto. Esas cinco naciones han utilizado ese derecho, vergonzosamente, a lo largo de siete décadas, cuando les ha interesado.
Esta realidad —la inexistencia de un poder supranacional real— implica que sólo se persiga a aquellos “criminales” que los Estados quieran que se persiga. Ni siquiera es preciso que el Estado en cuestión sea especialmente poderoso: hizo falta que las promesas de transferencia de fondos a Serbia incluyeran como requisito la entrega de Milosevic al Tribunal Internacional para Yugoslavia para que el Gobierno de ese país se decidiese a cumplir con esa exigencia. Al final, casi siempre es algún pringado cabeza de turco el que termina pagando.
Hay muchas personas que piensan que esto no es un obstáculo, que se trata de hacer camino. Puede ser, pero yo, más que un defecto en un sistema imperfecto, creo que es un defecto estructural. Puede que veamos con agrado que un criminal —en sentido vulgar— sea “juzgado” por sus crímenes en algún lugar de los Países Bajos o de Tanzania, pero esa sensación no convierte un ejemplo de privilegio y arbitrariedad en un sistema legal.
Esta es la primera y radical falla del sistema.
He de aclarar que no pretendo que exista un sistema de Gobierno mundial para que un derecho penal internacional — que merezca este nombre— pueda existir. Bien al contrario: mientras haya en el mundo regímenes que no cumplan el estándar de democracia respetuosa con los derechos humanos de sus ciudadanos, esto sería imposible. No, un sistema legal internacional podría existir sin necesidad de que todas las naciones de la Tierra cumplieran esos requisitos. Para ello sería precisa una ONU restringida en la que fuera condiciones inexcusables para participar que el Estado fuese democrático y que estuviese escrito en sus constituciones y en sus leyes —y se cumpliese razonablemente— el respeto a una lista mínima de derechos humanos. En esa organización el voto no sería por país, sino que se debería corregir — aunque no hasta el punto de que fuera proporcional— por factores como la población. No existiría veto, todo lo más mayorías cualificadas. Se crearía un código penal común que recogiera determinadas categorías de delitos especialmente graves — genocidio, de lesa humanidad y otros que afectasen al bienestar y seguridad del conjunto de las naciones— y un tribunal también internacional con jurisdicción plena en todos los Estados miembros. Y sin ningún tipo de remordimientos, se incluiría la facultad de intervenir en otros Estados no signatarios de producirse crímenes horrendos como el genocidio o los crímenes de lesa humanidad a fin de detener y castigar a los culpables. Esa organización supranacional en realidad funcionaría — en un cierto sentido— como un Estado unitario que impone su fuerza a otras naciones y a sus ciudadanos, sobre la base de un estándar de civilización. La diferencia con la situación actual es evidente: la existencia de un poder judicial independiente con facultades coactivas y la negación radical del derecho de veto a la hora de aplicar esa ley supranacional. Esto que planteo es, lo sé, irrealizable. Lo que más se le parece es el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, del que ya hablaré más adelante.
A lo largo de estos artículos iré explicando hasta qué punto la arbitrariedad y el privilegio están tan enraizados en eso que llamamos derecho internacional de derechos humanos, que no puede seriamente defenderse que cumpla los requisitos de un sistema legal tal y como se entiende habitualmente. Esto no excluye que las decisiones judiciales puedan ser representativas de lo que normalmente llamamos sistemas avanzados. El problema, sin embargo, subsiste: no es que el sistema falle por aspectos casuales, como ocurre cuando un crimen resulta impune porque no se encuentran pruebas contra su autor. Sucede que el sistema castiga conductas iguales a otras que no puede perseguir porque están excluidas de sus jurisdicción. Y eso, en un sistema que pretende ser universal, es, como ya he dicho, un fallo estructural absoluto.
He hablado hasta ahora de una cuestión previa que me parece fundamental. Empecemos ahora con cuestiones temporales importantes en relación con la materia de esta serie de artículos.
Para comprender hasta qué punto lo que llamamos crímenes contra la Humanidad existen como figuras delictivas completas hay que analizar quién las definió, con qué legitimidad, con que amplitud territorial y cuándo. Estas son cuestiones áridas, sobre todo porque sirven para amparar eso que los esforzados de turno llaman tecnicismos de leguleyo. La putada es que, sin esos tecnicismos, esa legislación no puede pretender defender los derechos humanos. Ya veremos en su momento hasta qué punto organizaciones como Amnistía Internacional se pasaron de frenada al defender, en la fase previa a la aprobación del Estatuto de Roma que aprobaba la Corte Penal Internacional, la derogación de ciertos derechos de defensa.
Sobre esta materia hay dos posiciones de partida: una iusnaturalista y otra positivista. El iusnaturalismo siempre encuentra una fuente natural de la que sacar su agua. Y en esta materia, el agua abunda a ojos de la gente. Se supone que a todo el mundo le horrorizan ciertos crímenes –digo se supone porque luego los ciudadanos se aprestan a ejecutarlos si el ambiente es propicio. El positivista cree que de las situaciones de fuerza organizada llamados Estados se deriva la existencia de una organización jurídica, y que los derechos y las obligaciones exigen una puesta en escena, casi siempre escrita –aunque sea para dejar constancia de que la costumbre puede ser fuente del derecho. Siempre he pensado que los iusnaturalistas son una peste y ellos deben saberlo porque últimamente suelen esconderse bajo disfraces positivistas, para que no les confundan con el papa de Roma, imagino. Algo así pasa con el derecho penal internacional. Veamos por qué.
En el siglo XIX los ingleses impusieron una prohibición internacional de la trata de esclavos. ¿Era legal? No, claro. Tampoco era ilegal, porque no existía sino en los sueños de algunos tratadistas, un derecho internacional. Era un acto de fuerza basado en la potencia de la Royal Navy. Hay que esperar hasta 1926 para que se apruebe la Convención sobre la Esclavitud y esperar hasta 1970 para que Omán (el último Estado en hacerlo) la firmase “… bajo el inspirado liderazgo de Su Majestad el Sultán Qaboos bin Said…”. Naturalmente, que se alegasen razones morales para apresar barcos o para intervenir en países no implicaba que existiesen como tal unos derechos universales. Simplemente se afirmaban razones de caridad cristiana —por ejemplo para proteger a los cristianos de las persecuciones en Turquía.
Más tarde, algunas naciones pensaron en utilizar esas cuestiones de caridad y humanitarismo para justificar necesidades presupuestarias. Como ciertos modos de matar eran caros, podía resultar buena idea firmar tratados por los que los Estados se comprometieran a limitar su fabricación y uso; tratados que eran perfectamente denunciables, naturalmente, y que fueron incumplidos con gran alegría. De ese impulso surgieron los primeros convenios que regulaban la cosa de la guerra. En 1907 cuarenta y cuatro países suscribieron la Convención de la Haya para la resolución pacífica de las controversias internacionales que sustituía uno previo de 1899. Entre sus signatarios están todos los que siete años después se embarcarían en la Gran Guerra. Su lectura es interesante porque describe con exactitud hasta qué punto estamos en presencia de un texto legal: todo el rato se usan expresiones como “sería deseable” “cuando las circunstancias lo permitan” y otras similares, y se advierte expresamente de que los sistemas de intermediación no tienen contenido obligatorio.
Cuando tras la Guerra Mundial los ingleses y los franceses se plantearon crear un tribunal que juzgase a Guillermo II por la invasión de la neutral Bélgica y por la guerra submarina, los norteamericanos —sin duda por un interés estratégico— alegaron que un Jefe de Estado, conforme a un tradición que se remontaba a cuando el derecho de los reyes era de origen divino, era inviolable. Merece la pena destacar esto: conforme a una cierta interpretación —que hoy nos parece aberrante— del “derecho natural” los reyes eran absolutamente inmunes. Claro, eso no evitó que los ingleses le cortasen el cuello a uno y echasen a otro. Digo esto para remarcar el cambiante aspecto de lo que nos parece conforme a no a ese supuesto “derecho natural”. Algo parecido terminó sucediendo con el juicio a dirigentes turcos por el genocidio armenio, resultado del Tratado de Sèvres.
Hasta la 2ª Guerra Mundial los únicos tratados que tenía un contenido mínimamente completo y obligatorio eran las Convenciones de la Haya y de Ginebra (el primero se remonta a 1864 y se relaciona con el nacimiento de la Cruz Roja) sobre el derecho de guerra. Gran parte de esos tratados reunían y resumían las reglas de numerosas naciones, muchas de las cuales se habían inspirado en las Instructions for the Government of Armies of the United States in the Field, el también llamado código Lieber, por el nombre de su autor, y que tenía una finalidad reparadora, como es habitual. Tras un conflicto, la Guerra de Secesión, Lincoln quería poner límites que permitiesen una reconciliación nacional.
La Convención de La Haya de 1899,que sí regulaba de manera muy clara obligaciones en caso de conflicto internacional respecto de los soldados, los heridos, los prisioneros, el inicio y cese de hostilidades, y la ocupación de territorio enemigo, por ejemplo, incluía, en su parte preliminar, la que se llamaría “cláusula Martens”:
«En espera de que un Código más completo de las leyes de la guerra pueda ser dictado, las Altas Partes contratantes juzgan oportuno hacer constar que en los casos no comprendidos en las disposiciones reglamentarias adoptadas por ellas, los pueblos y los beligerantes quedan bajo la salvaguardia y el imperio de los principios del derecho de gentes, tales como resultan de los usos establecidos entre naciones civilizadas, de las leyes de humanidad y de las exigencias de la conciencia pública»
Se suele definir esta cláusula como un precedente del concepto de crimen contra la Humanidad. Si se trata de eso sólo, de un precedente, habrá que admitir que sí. Como lo son también por ejemplo algunas menciones sueltas en los tratados citados y en algunos comités nacidos a raíz de la Primera Guerra Mundial. Ahora bien, ¿es eso derecho? ¿Se puede hablar de normas completas que codifiquen ciertas conductas como crimen contra la Humanidad?
Lean de nuevo la cláusula. ¿Les parece a ustedes algo parecido a: el que matare a otro será castigado como reo de homicidio a la pena de tantos años de cárcel?
A mí tampoco.
Sin embargo, para Baltasar Garzón —y ojo no es el único que lo piensa— sí existía tal codificación. En el auto de 16 de octubre de 2008, en su página 8, dice:
«Es decir, los crímenes atroces cometidos con posterioridad al 17 de Julio de 1936, tenían ya, en aquella época, la categoría de actos prohibidos por el ius in bello (derecho de la guerra) e integraban la categoría de crímenes contra las Leyes y Costumbres de la Guerra y Leyes de Humanidad,»
Sobre este particular, les diré que todas esas normas regulaban el ius in bello en conflictos internacionales, no civiles. El Convenio de Ginebra de 1949 relativo a la Protección debida a las personas civiles en tiempo de guerra expresamente excluye de persecución las graves infracciones (que aparecen en el siguiente párrafo) en caso de guerra civil. Ese convenio que, insisto, es de 1949, introduce una serie de obligaciones en caso de Guerra Civil —por vez primera en el derecho internacional— pero no se impone ninguna sanción en caso de incumplimiento.
Así que, como primera conclusión, no, en 1936 …
“el homicidio intencional, la tortura o los tratos inhumanos, incluidos los experimentos biológicos, el hecho de causar deliberadamente grandes sufrimientos o de atentar gravemente contra la integridad física o la salud, la deportación o el traslado ilegal, la detención ilegal, el hecho de forzar a una persona protegida a servir en las fuerzas armadas de la Potencia enemiga, o el hecho de privarla de su derecho a ser juzgada legítima e imparcialmente según las prescripciones del presente Convenio, la toma de rehenes, la destrucción y la apropiación de bienes no justificadas por necesidades militares y realizadas a gran escala de modo ilícito y arbitrario”
… no eran delitos internacionales si se producían en una Guerra Civil.
Tan instructivo y ameno como me esperaba, Tse. No quiero adelantarme, pero en su idea de la ONU restringida me parece conceptualmente problemática esa facultad de intervenir en estados ajenos a la organización.
La ONU real, claro, tiene todos los defectos que usted señala: una democracia formal donde los poderosos dictan las reglas. Pero no sería la primera vez que un sistema de privilegio y de arbitrariedad evoluciona hacia algo bastante más pasable (pensemos en la mano que tenían los notables sobre cualquier juez hace un par de siglos, y la que tienen ahora). Tampoco es descartable que Rusia y China algún día evolucionen a posiciones que les hagan compartir un mínimo común denominador con las democracias occidentales que permitiría superar la parálisis del Consejo de Seguridad. Y por si esto no fuera suficiente para apostar por la ONU, bueno, como le diría aquel filósofo, la aristocracia es peor que la república, pero preferible a la anarquía.
Sámuel, mi ONU es compatible con la actual, aunque creo que es irrealizable. Es mejor que exista a que no. Pss, a bote pronto supongo que sí. Es como un terreno neutro. Ahora, lo que más me interesa es hasta qué punto lo que produce puede llamarse Derecho. En cuanto a su evolución -la de la ONU- vendrá de la evolución de los Estados, no del organismo. La porquería de la ONU sigue en este siglo XXI con ejemplos muy sangrantes.
No voy a defender a los iusnaturalistas, pues creo que nada es inmutable ni eterno, ni que la naturaleza es la fuente de toda la legislación. Pero su defensa de un positivismo… supongo que De Gaulle pasaría de usted (el tampoco sería iusnaturalista, más bien un realista a la fuerza, pero con principios, bueno, uno, la grandeza de Francia. No es muy bonito, pero no le fue mal), porque total, el tenía cosas más grandes en las que pensar. Yo soy más bien un poco iluso, y comparo la legalidad que usted defiende siempre con algún principio general aunque no esté aceptado en una norma (y lo digo en sentido amplio). Comparo a Petain con De Gaulle. Comparo la Francia de Vichy con la Francia Libre. Comparo la legalidad de uno con la ilegalidad de otro. Creo que ya sabe con cuál me quedo, ¿no?Supongo que, como dijo Enric González, alguna vez hay que mancharse las manos.
Por cierto, y antes de que me diga que mi argumento no es un argumento de autoridad y blablabla… es cierto, sólo soy un abogado de 26 años que acaba de empezar a practicar el derecho fiscal. Usted tiene más experiencia que yo. Un saludo y gracias por contar lo que opina siempre (aunque llame peste a los otros). Me gusta leer lo que escribe aunque no esté de acuerdo con usted.