Para los hombres sedentarios, temerosos de echarse a andar por territorios desconocidos donde todo huele a peligro —y para ello lo mismo da el Zabriskie Point que las derruidas calles industriales de Arganzuela—, solitarios cansados del asfalto y sus canallas, del mezquino mundo que les rodea y de quienes lo habitan, para los prisioneros del hastío, en definitiva, no hay mejor manual de fuga que un libro de viajes.
La literatura de viajes es muy dada a la metafísica y a los exotismos, a las cosmogonías del espíritu y a las melancolías trascendentales. Se habla de los viajes como si cada uno de ellos fuera un tributo al nomadismo paleolítico o un rito de purificación ecuménica. También ocurre lo contrario, desde el momento en que surcamos los aires antes de aprender a montar en bici. La literatura de viajes se amontona en las llamadas redes sociales con fotografías y comentarios inanes sobre cualquier paseo, desde el más cutre, como un interraíl comenzado en Vladivostok; el más habitual, como el fin de semana en Praga o en Londres rodeado de españoles; o el más sofisticado, un paseo nudista con salacot y alfanje por la tundra de Kerguelen capturando lagartijas almizcleras. Ambos extremos son igual de insufribles.
Hace unos meses el pintor Carlos García-Alix me regaló un pequeño librito de Florencio Bello Sanjuán: Libros de viaje y libreros de viejo. Sabía Carlos que me interesaría la segunda parte, la dedicada a los libreros; y debió de intuir, con acierto, que la primera rondaba de cerca una de mis pasiones. Florencio Bello cuenta cómo inició su biblioteca. Aquejado de una fuerte neurastenia durante la guerra civil, el médico le recomendó para su cura un método que consideraba infalible y que otros expendían como receta contra el nacionalismo: viajar. Como las circunstancias del momento lo hacían inviable, Bello los sustituyó por sus narraciones. Su bibliomanía, que hasta entonces le había llevado a acumular numerosos libros valiosos, le permitió nutrir sus estantes —esquilmados durante la guerra— con nuevos ejemplares, y de su catalogación llega a algunas conclusiones. Una de ellas es la relativa a los libros de viajes por España escritos por los propios españoles:
“Los españoles, han escrito como han podido ver los lectores, viajes por todas partes del mundo. En cambio de España no llegan a dos docenas los que se han cuidado de escribir sus impresiones de viaje. Han hablado de España muchísimo. Estamos hasta la coronilla de oír esa eterna cantilena, que ya se ha hecho un tópico, de la tierra parda de Castilla; de las torres mudéjares; del Arcipreste de Hita y del sol abrasador; pero un libro que nos haga conocer España, que nos conduzca de región en región, de ciudad en ciudad, un libro, en fin, como cualquiera de los infinitos que se han hecho sobre Italia no se ha escrito todavía. ¿Por falta de plumas? No, ahí está Pío Baroja que ya ha descrito en sus novelas casi todas las regiones españolas […] Galdós no ha dejado región alguna por descubrir en sus Episodios Nacionales; Pereda Santander, Palacio Valdés Asturias y Cádiz; pero ¿libro de viaje por España? Ninguno. De los buenos escritores hay que remontarse a Ponz o a Villanueva de fines de siglo XVIII el uno y principios de XIX el otro […] Alarcón y Escalante escribieron algo; más próximos a nosotros, la Pardo Bazán, un librito; Ortega y Munilla dos o tres crónicas; y ya en nuestros días, Camba, Fernández Flórez, Salaverría, Azorín, Sanchiz, pero a salto de mata, como si dijéramos […] De modo que para conocer a España o hay que recurrir a Jorge Borrow y a Ricardo Ford y a la peste de los escritores franceses, o cargarse de paciencia y apechugar con las obras de veintitantos tomos del XVIII y el XIX. Si contra lo que creemos existieran esos libros, confesamos que no han caído en nuestras manos por no haberlos visto”.
Es posible que Bello tenga razón, pero por otro lado no cabe duda de la calidad de los libros escritos por quienes, aun siendo españoles, han dado en recorrer los caminos de su país. Luis Bello y su serie Viaje por las escuelas de España, es un ejemplo. El mismo Camba, ya citado, Gaziel y por supuesto Josep Pla. También Unamuno, Neville, Jorge Ferrer-Vidal, Jesús Torbado y María Dolores Serrano; de los actuales, Alfonso Armada y Alonso de la Torre han escrito excelentes cuadernos de derrota. Pero de entre todos quisiera destacar cuatro, escritos en diferentes épocas, que dan conciencia y expresión exactas de un tiempo y de un país. Acaso sean los mejores libros de viaje escritos en España, los más limpios, sin las metafísicas y los existencialismos que parecen incorporar a sus páginas casi todos los escritores que se echan al camino. Ordenados cronológicamente son los siguientes: Lazarillo español, de Ciro Bayo; Judíos, moros y cristianos, de Camilo José Cela; Gracia y desgracias de Castilla la Vieja, de Ramón Carnicer; Ebro/Orbe, de Arcadi Espada.
Ciro Bayo. Lazarillo español: guía de vagos en tierras de España, por un peregrino industrioso (1911)
Nadie habló mal de él. Ni Valle ni Baroja, que eran peritos en maledicecia. Al revés: le dedicaron grandes páginas y algunos elogios, ellos, que los medían con usura. Cansinos ni le menciona en sus memorias, llenas de habladurías y de pullas que hacen que sus páginas sean como las tapias erizadas de vidrios. Se ganó el respeto entre la cofradía de escritores, tan poco dados a regalarlo, por su bondad, su inteligencia, su erudición y su verdad. Porque en un mundo donde la mentira, el engaño y la pirueta eran la llave que abría las puertas de los círculos de escritores, la presencia de don Ciro fue una sorpresa que paralizó las burlas de todos. Fascinaron sus correrías por América, que publicó en amenísimos volúmenes. Que el valor de esos libros no radica en el exotismo de tipos, paisajes y aventuras lo demuestran los dos libros que dedicó a sus andanzas por España. El primero de ellos fue El peregrino entretenido. Y el segundo este Lazarillo español, de lenguaje más decantado y reposado, con un excelente humor que dota a cada paso, a cada anécdota y a cada tranco del camino de una alegría difícil de hallar en otro sitio.
Fue un año climatérico lo que echó a don Ciro Bayo a los caminos de España. Partió desde Madrid, cruzó tierras manchegas hasta llegar a Andalucía y quebró hacia el norte por Levante para terminar en Barcelona. Se acompañó al principio por uno de esos vagos profesionales, gente que caminaba España como forma de sustento y que todavía hoy en día recorren los pueblos. Van de parroquia en parroquia demandando caridad. Eran recibidos con desconfianza, y los últimos que vi fueron despedidos del pueblo a pedradas por un puñado de críos. Pero en este libro de don Ciro apenas caben estas maldades. En todas partes se le recibe bien, incluso allí donde nada más entrar paró en la cárcel, por extraño que parezca. Todos aquellos a quienes encuentra en el camino le reciben cordialmente, mucho más si para ganarse el duro echa una mano en la vendimia, o herborizando por los montes.
Como ocurre en los libros de Josep Pla, también los personajes de éste hablan como su autor. Ciro Bayo lo justifica en algún momento como fórmula narrativa, lo que le da veracidad a un libro que hace dudar en muchos momentos. Que emprendiera ese viaje me parece incontestable. Ahora, conviene dudar de que todo lo que en él se cuenta fuera verdad. Son muchas las anécdotas, muy variadas, ingeniosas y divertidas, siempre con un trasunto de moraleja al final. Es posible que muchas de ellas las basara en cuentos de antiguos autores griegos o latinos, adaptadas a sus andanzas de vago o peregrino industrioso. Porque de ello trata el libro, de las industrias que ha de ingeniar el peregrino para subsistir por los caminos de España. Una guía y un manual basados en la experiencia propia del autor.
Camilo José Cela. Judíos, moros y cristianos (1956)
En los estudios sobre los libros de viaje de Cela aparece éste como discípulo de Ciro Bayo. Podríamos decir, como aquel joven mecánico al que Trapiello le preguntó si tenía novia: “algo de eso hay”. Las semejanzas son evidentes: un hombre que se echa al camino, aparentemente con lo puesto, y un lenguaje cuidado y apegado a la tierra que pisa. Después de eso, nada, como no sea esa misma España que transitan ambos, prácticamente la misma desde tiempos de Cervantes. Antes de 1959 y de la llegada del Plan Nacional de Estabilización Económica, ¿qué diferencias de paisaje podría haber entre 1911 y 1956, pese a los cuarenta y cinco años transcurridos entre la publicación de ambas obras?
Cela recorre Castilla, marcando sus límites en el prólogo de forma muy precisa, desechando algunas regiones pertenecientes a Castilla la Vieja que él no consideraba estrictamente castellanas, como La Rioja o Santander. Esta precisión de su prólogo se ve extrañamente rota cuando habla de su intención de viajar hasta el extremo oriental de la provincia de Soria, cosa que finalmente no hará, sin que se halle en el libro justificación alguna. Es una de las abundantes delicias del libro, el hecho de que “el vagabundo”, como a sí mismo se llama Cela, toma la derrota que mejor le viene en cada momento, sin ser prisionero de los planes o las estrictas normas previas. Un vagabundo pretende ser un hombre libre.
Judíos, moros y cristianos tiene también algo del manual o de la guía cirobayesca, pero con intenciones eruditas. Así como don Ciro se dedicó a herborizar por los montes para ganarse el sustento, Cela se dedica a la lexicografía, recogiendo con cuidado variantes del habla, palabras, letrillas, canciones y expresiones de todos aquellos lugares por donde pasa. Pero no sólo es eso. El Cela vagabundo es más resabiado que el de Ciro Bayo, sin duda. Fuma colillas que recoge del suelo, se muestra impertinente con quienes se topa en el camino y recibe respuestas desabridas a sus intentos de trabar conversación con los indígenas, gentes de nombres improbables, de oficios ya extintos. Es la España de la posguerra y el paisaje podría ser el mismo de 1911, pero ¿y las gentes? Tal y como nos las describe Cela, parecen más hoscas y desconfiadas, como eran esos tiempos de privación y de yugo. Pero Cela no se ceba en los defectos, casi se muestra velazqueño al mostrarlos. Aunque podría parecer que se distancia de todo lo que cuenta, al hablar de sí mismo en tercera persona, nada hay más próximo al pueblo y a la tierra que ese vagabundo que reflexiona, bebe y come en compañía de las gentes más dispares. Hay un sedimento regeneracionista en estas páginas que parece arrastrado por las gentes del 98. No en vano finaliza el libro frente a los toros de Guisando, “donde, mejor o peor, se fundó España”.
“El vagabundo, a la vista de los perdidos toros de Guisando se siente casi dichoso al encontrarlos tan pobres, tan mudos, tan recoletos. Quizá estén mejor así —amarga imagen de España—, vivos de milagro”.
(Continúa)
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