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Hitchens contra los chamanes

Christopher Hitchens

En la foto fuma rodeado de un grupo de muchachos, mirando todos con atención y algunos con encantamiento a un orador casi del todo oculto. El extranjero del cigarrillo presta atención a las palabras del orador (casi tan cruciales como sus manos) pero no parece dispuesto a creerle. Esa, da la impresión, no es su noción del diálogo. Tiene el escrutador algo de navegante, casi iba a decir de corsario; ha visto esta escena otras veces y en otras tierras, se nota que está de paso y a la vez que volverá. Un visitante con ganas de testimoniar los fraudes y tropelías de los hipnotizadores y exponerlas sin tardanza al juicio, la hipocresía o la estupidez del mundo. Es un testigo y también un denunciador, no tardaremos en saber que es un periodista. Del chamán, político, sanador, actor o vendedor callejero, solo se ven las manos. Quieren impartir una orden, imponer un camino, comunicar una revelación o vender un remedio. Tal vez solo acompañan un chiste. Al forastero no le hacen mucha gracia.

La prosa de Christopher Hitchens (Reino Unido, 1949-EEUU, 2011) se parece mucho a este retrato que, en Calcuta, le hizo Sebastiâo Salgado. Solía ver lo mismo que veía la multitud, no siempre de la misma manera. Solidario, no populista. Ciudadano del mundo, extranjero en Washington, británico de Orwell, Johnny Walkeryté. Moralista irónico que escribió —se trata de una de sus páginas más hilarantes— sobre la historia y la literatura contemporánea de la felación, no sin reivindicar el liderazgo estadounidense en esa práctica hasta no hace mucho (incluso en los países menos pacatos de Occidente) poco democrática. Muy de Hitchens eso de ver en la democratización del blowjob una victoria del progreso.

Hitchens fue un púgil intelectual peso pesado: cultivaba la pirueta retórica y la ironía oxoniense, sabía reírse a carcajadas de los demás y a veces de sí mismo, pero en la mayoría de sus apariciones salía a argüir, casi iba a decir a noquear. Hitchens —tal vez él hubiese preferido otra comparación— tenía algo de devoto ilustrado de San Miguel Arcángel, lanza en mano contra la superstición y el despotismo, monstruos gemelos. Sus causas lo convirtieron en poco menos que un cruzado: un hombre en constante confrontación con el fanatismo y la tiranía, la blandenguería intelectual o el crimen al servicio de cualquier credo. Muchos reclaman o admiran esta vocación crítica: Hitchens además la ejercía con evidente fruición y frecuente puntería. Fue un hombre de pensamiento que no dejó de visitar el ágora y el bar, a diario y no siempre como espectador, por lo general con una novela, un ensayo político y muchos periódicos a la vista. Este sagrado bebedor fue además (había que conocer al enemigo) un lector acucioso de textos sagrados. Leer y escribir eran no solo formas de ciudadanía y felicidad, sino de apostasía.

Hay quien dice (no otro que el filósofo británico John Gray) que Hitchens tenía algo de creyente ideológico: «aquel que borra la realidad cuando no concuerda con su fe«. Es una crítica pertinente, pero habría que añadir: fe en la razón, no en los dogmas. Como buen polemista, a veces solo le importaba tener razón. Como buen periodista, Hitchens tenía algo de abogado. Pero el mismo comentarista afirma: «cuando abandona las certezas de la ideología, es un escritor de una incomparable veracidad«. Hitchens quiso demostrar que la fe (en cualquiera de sus formas) es una capitulación a menudo sangrienta y siempre fraudulenta del entendimiento y la libertad. Visto el auge de los fanatismos religiosos en el mundo entero (Hitchens diría que todas las religiones tienden al fanatismo), ¿no era, acaso, un derecho a defender? Sin derecho a la blasfemia —al más crítico disenso— la tolerancia es mero temor. Sin debate, la literatura política era o una forma de solipsismo o de beatitud.

Hay que ver cómo peleó Hitchens contra miedos, solipsismos y beaterías. Su alegato contra las religiones es una denuncia razonada de los fraudes, crímenes y estupideces de la piedad institucional y de los piadosos profesionales, uno de cuyos últimos avatares es el Hombre fatalmente Bueno de la izquierda. Los creyentes son niños o idiotas deliberados, la fe es la infancia ya no recuperada, sino voluntaria de la especie. Escribió: «Una de las muchísimas relaciones entre la fe religiosa y la infancia siniestra, malcriada y egoísta de nuestra especie es el deseo reprimido de verlo todo destrozado, devastado y malogrado«. La religión, una constante excusa no solo para la discriminación sectaria y el timo, sino para el atropello. Toda religión se funda en el sacrificio, todo altar apesta a sangre. En el siglo XX también el fascismo y el nazismo obtuvieron la aquiescencia o el apoyo pleno de las iglesias cristianas (en Alemania, en Italia, en España, en Grecia, en el Cono Sur), para no hablar de las cerriles teocracias islámicas. Aquellas ideologías estaban basadas, por cierto, en supersticiones religiosas: el endiosamiento del pueblo, la supremacia del clan, la limpieza de sangre, el enemigo teológico, la fascinación por la muerte y el desprecio por las leyes sin amo. A las sectas protestantes norteamericanas, en particular el tan popular mormonismo, Hitchens dedicó páginas tan divertidas como implacables: el fraude no era solo intelectual, sino económico. Los comunistas, por su parte, negaban en teoría la religión solo para sustituirla por un absolutismo ahora ideológico. En el totalitarismo, el ensayista inglés ve la resurrección del espíritu religioso. La adoración del líder, la procurada uniformidad de pensamiento y el enanismo moral de los súbditos eran formas reconocibles de aquel espíritu. Ha habido no pocos casos de humanismo en la feligresía de todas las religiones e ideologías totalitarias, sin duda. Pero caen en el haber más del humanismo que de la fe.

No son verdades nuevas ni sorprendentes pero sí, demasiadas veces, necesarias. Se pueden discutir, no ocultar. Cierto: Hitchens apenas se detiene en el legado estético y en los vericuetos psicológicos de las religiones, y es demasiado severo con el aspecto costumbrista y hasta decorativo de cualquier fe. Su condena de los detentores de la salvación es válida, pero parcial. Lo que no se le puede negar es olfato y pegada. Si hasta el Vaticano, en el proceso de canonización de la Madre Teresa de Calcuta, lo llamó para que obrara como una versión actual del abogado del diablo. Hitchens, halagado, acudió puntual.

Quizá olfateando la humareda de pensamiento mágico y demagogia que viene embelesando desde hace rato a Venezuela, Hitchens visitó nuestro pequeño imperio jesuítico en 2010 invitado por Sean Penn. Dejó escritas sus impresiones en un artículo publicado en la revista norteamericana Slate. Le consternó el uso necrofílico del poder —el cadáver de Bolívar acababa de ser exhumado para mejor conservar sus «restos inmortales», como dijo algún ministro— y le intrigó la psique del caudillo. Le contaron lo de la silla que a veces Chávez deja vacía en caso de alguna intempestiva aparición del Libertador, y le escuchó decir que la existencia de Al-Qaeda, incluidos sus ataques terroristas a Estados Unidos, eran dudosos. No sé nada sobre Osama Bin Laden ni sobre Al-Qaeda que no venga filtrado por Occidente y su propaganda, le dijo. No había garantía, si bien se miraba, ni siquiera de que los yanquis hubiesen llegado a la luna. Racionalista excesivo, Hitchens no quiso percatarse de que también existen formas de incredulidad mágica.

Martin Amis se despidió de su querido Hitch diciendo que era uno de los grandes retóricos (por la calidad de los argumentos y la agudeza de la prosa) que el mundo, queriendo quizá decir Inglaterra, había conocido. Tal vez la hipérbole taxonómica no estaba tan infundada. Su temeridad polémica se demostró incluso después de su muerte. Al trasponer el umbral de la nada y adentrarse en el vacío sideral, Dios se le acercó con cautela y le dijo: «Como probaste mi maldad con tanto denuedo y gracia, te concedo un último deseo moral antes de entrar en el reino de Pantagruel«. Hitchens, como de costumbre, apenas vaciló: hizo que Dios —frecuente perpetrador de barbaridades— invitara a cenar a Kim Jong-il, emisario divino en la tierra.

Creo que estamos autorizados a esperar una crónica no particularmente complaciente de ese encuentro.

 

 

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4 Comentarios

  1. Muy buen artículo, aunque en relación a ese espíritu crítico y escéptico del que se habla he echado en falta alguna alusión a su apoyo a la guerra de Irak. No sé yo si George W. Bush encarna la inteligencia crítica, el escepticismo, la ironía y todo eso, y si los 60.000 muertos que ha provocado esa guerra (según las estimaciones más discretas) están bien muertos porque al fin y al cabo han sido sacrificados en el altar de la Libertad, así que como si son diez millones. Qué importa cada vida humana ante una palabra en mayúscula que invoca una abstracción.

  2. Moe: Acerca de la guerra de Irak sin duda Hitchens se comportó como un ideólogo, en el sentido apuntado por Gray: no quiso ver los hechos que contradecían sus ideas y su generosidad, para mejor seguir defendiéndolas. Hay que decir que no justificó la guerra solo en nombre de la libertad sino de otros derechos humanos, entre ellos la vida de millones bajo Saddam. Se equivocó de estrategia.

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