La gloria de John McEnroe siempre irá vinculada a Wimbledon. Por supuesto están los cuatro US Open, las cuatro Copa Davis, los cuatro años seguidos como número uno del mundo… las peleas, los insultos, las bodas con actrices, los coqueteos con las drogas, la fama del niño americano ochentero y todo lo que eso conlleva… pero las imágenes de verdad de McEnroe remiten a Londres: a su descubrimiento en 1977, semifinalista con 18 años, a su mítica final de 1980 contra Borg, ese tie-break que ganaría 16-14 después de salvar cinco bolas de partido… todo para perder en el quinto set contra el sueco.
McEnroe es un pelo encrespado rodeado de una cinta incapaz que grita “You can not be serious” a un juez de silla que solo puede guardar silencio, esperar al interventor, amenazar con un “warning”. McEnroe es la rabieta contra Connors en la final de 1982, el chaval enloquecido bramando contra todo lo que se mueve, el público silbando y el veterano con cara de “¿nos dejamos de tonterías ya y acabamos esto o nos vamos a pasar el día llorando como niñas?”
Jimmy Connors, ese protomourinhista.
Wimbledon fue parte del histórico 1984, cuando McEnroe ganó 82 partidos y solo perdió 3, el mejor balance de la era open, el principio del fin para el iracundo neoyorquino. Después de aquel año inmaculado, las lesiones y los matrimonios rotos: solo una final más de Grand Slam, el US Open de 1985, derrotado ante el impávido Ivan Lendl, el hombre de las nueve finales consecutivas en Flushing Meadows, cosa que probablemente nadie iguale jamás.
Y con 33 años, Wimbledon era de nuevo el escenario mágico para “Big Mac”, el reto de su última temporada, ya fuera del top 20 de la ATP pero aún con ese toque irrepetible, esa facilidad para el golpe imposible, el revés cortado sin bote, la volea desde cualquier posición… McEnroe había empezado su carrera enfrentándose a Borg y a Connors y la estaba terminando luchando contra Courier, Agassi y Sampras, con los que ese mismo año compartiría triunfo en la Copa Davis.
El año empezó bien: cuartos de final en Australia, un torneo que detestaba y en el que solo participó cinco veces en sus dieciséis años de carrera. Después del tradicional fracaso en Roland Garros —correr es de cobardes—, el estadounidense, ya sin la cinta y sin tanto pelo rebelde, aún con el mal genio pero ya sin los silbidos, se presentaba en Londres para su baile final, consciente de que cada partido podía ser el último, que las 54 victorias anteriores sobre la hierba del All England Tennis Club no servían de nada.
Ni siquiera era cabeza de serie. Por mucho que los directivos de Wimbledon hicieran y deshicieran a su antojo no hubo manera de colarle entre los dieciséis favoritos. Su primer set lo jugó ante el brasileño Luiz Mattar y lo perdió. No era un comienzo esperanzador, pero al menos se rehízo para ganar los tres siguientes y enfrentarse a otra leyenda ochentera, el melenudo Pat Cash, australiano de saque y volea, campeón en 1987 y de vuelta al circuito tras años de continuas lesiones.
Cash tenía 27 años en 1992. Parecía que tuviera 38.
Sin embargo, el saque seguía ahí, y la agilidad, y la capacidad para resolver un punto en dos o tres golpes. Ganó el primer set y el tercero. McEnroe estaba a una manga del último adiós pero entonces el cuerpo de Cash volvió a decir “basta” y cedió fácilmente los dos siguientes sets y el partido. Mc Enroe llegaba a tercera ronda, donde David Wheaton no sería rival, como tampoco lo sería el irregular ucraniano Andrei Olhovsky, proveniente de la previa, en octavos.
El sorteo había sido un chollo, de acuerdo, pero para llegar a cuartos de final de un Grand Slam hay que ganar doce sets, sea contra quien sea, y McEnroe se limitó a hacer su trabajo y hacerlo bien. En cuartos de final, esperaba Guy Forget, en la mejor temporada del francés, cabeza de serie número nueve. Forget era un buen jugador, ofensivo y seguro a la vez, el típico tenista de oficio que consigue llevar una carrera larga a base de pequeños triunfos y no fallar demasiado. No era un especialista en hierba y de hecho su camino hasta cuartos había sido una odisea: dos partidos a cinco sets y otros dos a cuatro.
Forget estaba aún más agotado que el treintañero cuando entraron en la Pista Central. Tres sets después, estaba reservando billetes para Francia: 6-2, 7-6, 6-3. Mc Enroe, una vez más estaba en semifinales, la primera vez desde 1989, la tercera en un Grand Slam, ¡en siete años! Connors lo había hecho en el US Open de 1991, ahora le tocaba el turno a él, su momento de prensa, fotos y autógrafos, algo que parecía haber quedar atrás.
Quedaban los dos últimos pasos: las semifinales le enfrentarían al ganador del Agassi-Becker, con claro favoritismo para el alemán. Sería un bonito enfrentamiento entre dos clásicos, acostumbrados a partidos de cinco o seis horas en la Copa Davis, dos de los mejores hombres en la red, la técnica americana contra la potencia germana. No pudo ser. Pese a adelantarse en el primer set, Becker no logró evitar que Agassi ganara los dos siguientes. Le quedaron fuerzas para ganar el cuarto, pero en el quinto no aguantó más y se vino abajo.
El cuadro le quitaba un rival más a McEnroe en su cruzada improbable: Agassi era un jugador de fondo de pista, más preocupado por su aspecto que por su juego, en lucha constante contra las convenciones inglesas y acostumbrado a venirse abajo en los partidos decisivos. En 1988, apenas un adolescente, tumbó al mito Connors en los cuartos de final del US Open. En 1992, tendría que hacer lo propio con el mito McEnroe, los dos ídolos de la afición americana, los hombres que conjugaban carisma con títulos, cosa que Andre no acababa de conseguir.
Decir que McEnroe era favorito en ese partido era mucho decir, pero desde luego no había el desnivel en los pronósticos que ahora podemos imaginar: cinco sets para Agassi en la anterior ronda, estilo de juego sobre hierba, dudas psicológicas, un público volcado… Mc Enroe salió de nuevo a la pista central crecido, confiado, a un paso de despedirse de Londres con una final, su primera en un grande desde 1985.
Aquello fue una masacre. Agassi venía de perder dos finales en Roland Garros y otra en el US Open. No podía esperar más. Le dio igual si la superficie le beneficiaba o no, se limitó a no fallar ni un solo passing shot ante las subidas suicidas a la red de su ídolo de infancia. 6-4 el primer set, 6-2 el segundo, 6-3 el tercero. Mc Enroe recogía las raquetas, saludaba con desdén al juez de silla y se despedía del público londinense. Su público, más allá del calor neoyorquino.
El niño terrible se iba para no volver: tal y como había decidido, 1992 fue su última temporada. Llegó a octavos de final del US Open y acabó el número 20 del mundo. No estaba mal para un tipo de 33 años con las articulaciones destrozadas. Casi de inmediato, pasó a comentar partidos y dirigir equipos de Copa Davis. Fue una estrella allá donde estuvo, incluso en la autobiografía. Hoy sigue rompiendo raquetas e insultando árbitros de manera esporádica en el torneo senior. El tenis actual sigue buscando su carisma sin encontrarlo en ningún lado.
El artículo en sí está bien, pero creo que le sobra esa última frase. Creo que el circuito ATP está lleno de carisma, entendiéndolo como «especial capacidad de algunas personas para atraer o fascinar». Con Federer, sobre todo, y con Nadal, lo tenemos casi todo.
Esperemos que Roger no se retire jamás
McEnroe fue un tenista excepcional, el más espectacular y genial que yo recuerde, con una zurda de golpes prodigiosos, una muñeca de seda sin duda ninguna… Lo malo es que acabó convirtiéndose en una parodia de sí mismo, se montó su propio personaje con los que publicitó todo lo que pudo, desde maquinillas de afeitar hasta coches. Hizo de su rebeldía un show hasta rozar la payasada. Su falta de respeto con el rival, con los jueces y con el público le costó más de una sanción.
Es indiscutible su personalidad única, aunque su falta de sobriedad y elegancia deportiva, por muy divertido que fuera, le resta más que le suma a su carisma, que es una palabra de origen biblíco para designar a los elegidos por Dios. Y McEnroe forma parte del Olimpo del tenis.