Un día de septiembre de 1941, en plena Segunda Guerra Mundial, Galeazzo Ciano recibió a un ministro húngaro en sus despachos del Palazzo Chigi. “¿Piensa usted que ganará el Eje?”, le espetó el húngaro en medio de la conversación. Tras la visita, Ciano se abalanzó furioso sobre sus diarios: «El nuevo ministro de Hungría, M.Mariassy, es el tipo clásico del trepador de carrera, ceremonioso y creído. ¡Ha querido hacerme preguntas de orden político y ha comenzado por preguntarme si yo pensaba que el Eje ganaría la guerra! Me pregunto qué respuesta esperaba recibir del ministro de Asuntos Exteriores de una Italia en guerra, al que ve por primera vez en su vida. ¡Qué imbécil!».
El conde Ciano, casado con Edda Mussolini, hija mayor del Duce, fue un hombre entregado al lujo de la época; un fascista inteligente y culto que cultivó su jardín no a la manera que enseñó Voltaire, sino de modo que en éste florecieran las llamadas american beauty, el tipo de rosa artificial sobre la que artillar una imagen glamurosa y una vida blanca, de bailes y cóctel. Lo fue a arruinar todo Hitler y su empeño suicida en conquistar el mundo; Ciano, que había puesto sus esfuerzos en conquistar un modo de vida, sufrió los embates del nazismo en Europa como si fueran dirigidos a los salones en los que se enseñoreaba como un pavo real. Grande y atlético, de mandíbula rectangular como la que se le ponían a los viejos agentes del FBI procedentes del campo, Galeazzo Ciano fue un pijo de familia, descendiente de los primeros fascistas italianos, que consumó un braguetazo a principios de los 30 al contraer matrimonio con la niña de los ojos del Duce.
Pasó por varios ministerios, luchó en Abisinia como piloto y finalmente se colocó de ministro de Asuntos Exteriores en un tiempo turbulento. De ahí procede la enjundia de sus diarios, que escribió a tragos, como su vida, mientras dejaba constancia de la locura de Hitler y el desparrame verbal de su suegro; de los días agitados del pacto de hierro entre el fascismo, la ayuda a España, los tejemanejes, casi de chamarileros veteranos, entre las naciones que asistían cadavéricas al inminente funeral de una civilización. Galeazzo Ciano estuvo en todas las salsas, siempre por encargo de Mussolini.
Su último escenario, que fue el que lo llevó a la muerte, estuvo en Alemania. “Mussolini es el primer estadista del mundo con quien nadie tiene ni remotamente derecho a compararse”, le dijo Hitler en su primer encuentro. La relación bascularía de tal forma que la servidumbre afectada del Fürher terminaría trasladándose a Mussolini, humillado al punto de destrozar, bajo órdenes alemanas, su propia familia. Ciano estaba en Berlín porque mucho antes de la guerra el dictador italiano le había encomendado la misión de abrir una brecha entre Inglaterra y Alemania, para lo cual lo envió con un telegrama del embajador británico en la capital alemana que alertaba del peligro del Gobierno de Hitler, “un grupo de aventureros peligrosos”. El nazi estalló, según recoge Ciano en sus diarios: “Según los ingleses, hay dos países en el mundo gobernados por aventureros: Alemania e Italia. Pero Inglaterra también estuvo gobernada por aventureros cuando construyó su imperio. Hoy simplemente está gobernada por incompetentes”.
Era el Hitler transmutado que tantas veces, con horror impasible, refleja Ciano en sus apuntes compulsivos. El líder que se abisma a la locura mediante un proceso casi cinematográfico. En su biografía, un relato magnífico de la vida del Fürher, John Toland relata uno de sus accesos respecto a Inglaterra: “Hacia las doce y media del mediodía del 27 de agosto hicieron pasar a Dahlerus al estudio del Fürher. Hitler lo esperaba solemnemente y clavó la vista en la persona neutral que luchaba por la paz. Goering estaba de pie a su lado, visiblemente satisfecho de sí mismo. Tras un saludo amistoso y breve, Hitler se lanzó a una disertación sobre el deseo de Alemania de llegar a un acuerdo con Inglaterra, que degeneró en una feroz diatriba. Después de describirle sus últimas propuestas a Henderson, exclamó: ‘¡Ésta es la última oferta magnánima que le hago a Inglaterra!’. El rostro se le tensó y se puso a gesticular de un modo muy peculiar mientras se jactaba del poderío militar superior del Reich. Dahlerus señaló que Inglaterra y Francia también habían fortalecido su ejército y estaban en condiciones de imponer un bloque a Alemania. Sin responder, Hitler caminó de un lado a otro de la estancia hasta que de pronto se paró en seco, se quedó con la mirada perdida y empezó a hablar de nuevo, esta vez como en trance: ‘Si estalla una guerra, entonces construiré submarinos, construiré submarinos, construiré submarinos, construiré submarinos, submarinos, submarinos’. Era como un disco rayado. Su voz sonaba cada vez menos clara. De repente, comenzó a perorar como si se encontrara ante un público numeroso, pero no dejaba de repetirse. ‘¡Construiré aviones, construiré aviones, aviones, y destruiré a mis enemigos!’. Consternado, Dahlerus se volvió hacia Goering para ver cómo reaccionaba. Sin embargo, el Reichmarschall no parecía en absoluto perturbado”.
En conversaciones con Ciano, Mussolini se muestra hasta flemático cuando se refiere a Inglaterra. Aunque el tono es intempestivo, el análisis que hace de Gran Bretaña es puramente british. Por ejemplo, al acabar de entrevistarse con Hitler en 1938, Mussolini se inclina hacia su expectante yerno: “En un país donde se adora a los animales hasta el extremo de construir cementerios, casas y hospitales para ellos, y donde se dejan herencias a las cotorras, puedes estar seguro de que ya se ha instalado la decadencia. Además, dejando de lado otras consideraciones, es también una consecuencia de la composición del pueblo inglés. Hay cuatro millones de mujeres de más. Cuatro millones de mujeres sexualmente insatisfechas, que crean artificialmente un cúmulo de problemas con el fin de excitar o apaciguar sus sentidos. Al no poder abrazar a un hombre, abrazan a la humanidad”.
Ese año, recuerda Toland, un diputado británico que frecuentaba la Alemania de Hitler escribió: “La mortalidad infantil se ha reducido drásticamente y es considerablemente inferior a la de Gran Bretaña. La tuberculosis y otras enfermedades han disminuido notablemente. Los tribunales penales tienen poco trabajo y las cárceles nunca habían estado tan vacías. Es un placer observar la buena forma física de la juventud alemana. Hasta las personas más pobres van mejor vestidas que antes, y sus rostros alegres atestiguan su buena salud psicológica”. Se refería al éxito de las Juventudes Hitlerianas, el siniestro conducto de adoctrinamiento del régimen nazi. No todos los políticos británicos fueron tan deslumbrados por los años felices de la Alemania de los años 30. El embajador informó a Londres: “A los escolares alemanes los educan de forma metódica, mental y físicamente, para defender a su país. Pero me temo que si este gobierno, o un gobierno alemán posterior, llega a exigírselo, estarán igual de preparados para ir a morir en el suelo extranjero”.
¿Y Ciano? Podría decirse que observaba el espectáculo del mundo desde una prosa desconfiada, a menudo casi de cirujano, tomando notas de secretario y moviéndose de aquí allá hasta acabar enjaulado en su propia contradicción, perseguido por todos. Su mujer acabó publicando un libro, escrito por el periodista Albert Zarca, sobre los años tremendos titulado Piquete de ejecución para un fascista; en el libro ella se deja bien hasta el punto de concederse cierta ascendencia sobre Hitler. También narra el espectáculo que siempre suponía el comilón Goering (“a veces sentías la presencia de alguien detrás de ti, o ver a un soberbio león que se acercaba a la mesa para devorar un bizcocho. Esta bestia dejaba pasar muy gentilmente su cabeza sobre tus rodillas, mirándote y relamiéndose sus hocicos”), del que contaba que se vestía según para que caza: “Para la caza del bisonte, por ejemplo, se transformaba en un cazador del siglo XV, con vestimentas totalmente idénticas a las de aquella época. Luego, si tenía que hacer inmediatamente otra cosa, se cambiaba y podía vérsele con un uniforme que no tenía nada que ver con los que estaban en vigor, sino que había sido creado especialmente para él, en un tejido cuyo color oscilaba entre el violeta y el rosa… Y la sorpresa aumentaba, porque, a este color, cuando menos original para un mariscal, añadía toda una batería de puñales, dagas, condecoraciones y cordones de todos los colores. En una palabra, Goering, por un sí o por un no, cambiaba de vestimenta, de anillos y de fajinas cuatro o cinco veces por día, si no más”.
Ciano, como templado diplomático, tuvo que satisfacer ridiculeces tales como la concesión del collar de la Orden Suprema de la Annunziatta a Goering, un reconocimiento real de Italia que tuvo el ministro Ribentropp por fraguar la alianza entre los fascistas. Cuenta el conde cómo al jerarca nazi se le llenaron los ojos de lágrimas al contemplar la ceremonia de Ribentropp, y el obeso asesino comenzó a agitarse delante de Von Meckensen para suplicarle que él quería su collar. “Von Meckensen me ha contado que le hizo una escena”, escribe Ciano. Comienza entonces una tortura para Ciano y Mussolini, pues el collar sólo lo puede conceder el rey Victor Manuel III y no está por la labor. El dictador le dijo al Saboya: “Majestad, es como un limón que usted tuviera que tragarse, pero en estas circunstancias todo aconseja a que se haga”.
Las relaciones de Hitler con el rey italiano fueron otra de las causas del sinvivir de Ciano. Toland recuerda la visita de cinco trenes de la comitiva nazi a Roma, recibidos con flores, estandartes y formaciones de las tropas fascistas. Antes de pararse, Hitler llamó a un edecán para que transmitiese una información urgente a todos los vagones: en Roma los recibiría un hombrecillo muy pequeño, pero nadie debía reírse; “es el rey de Italia”. El encuentro comenzó mal. Hitler, ofendido por ser recibido sólo por el rey y no por Mussolini, optó por sentarse antes que Victor Manuel III en la carroza de gala. Carroza, por cierto, que despertó el malestar del dictador nazi: “¿No ha oído la Casa de Saboya hablar del automóvil?”. “El banquete y la recepción en el Quirinal no mejoraron la situación. Hitler, mirando de un lado a otro con nerviosismo, avanzó lentamente del brazo de la reina, una figura majestuosa más alta que él. Detrás venía el diminuto rey escoltando a la alta esposa del gobernador. El cuarteto producía un efecto cómico, y Hitler lo sabía. Cuando la reina entró en el gran salón de recepciones, los italianos ejecutaron profundas reverencias o genuflexiones. Varios le besaron el ruedo del vestido. Después de aquel mal trago, Hitler le confesó a su piloto que había pasado ‘una hora horrible”, cita Toland a ese piloto, entrevistado tiempo después
Las anotaciones de Ciano en sus diarios sobre la visita también son curiosas: “El rey sigue mostrándose hostil y considerándolo (a Hitler) una especie de degenerado psicofisiológico. Nos ha contado al Duce y a mí que la primera noche que se hospedó en el Palacio Real, Hitler, a la una de la madrugada, pidió una mujer. Gran emoción. Explicación: parece que no consigue conciliar el sueño si no ve con sus propios ojos cómo le rehace la cama una mujer”. Al día siguiente, el conde, lacónico, se limita a escribir: “Mussolini cree que Hitler se pone coloretes en las mejillas para ocultar su palidez”. Y termina su crónica del viaje relatando la vieja camadarería entre fascistas, con Hitler con los ojos llenos de lágrimas al despedirse de su aliado. La mujer de Ciano, Edda, también diría en su libro que Hitler se emocionó al verla tras el arresto de Mussolini en Italia.
Echado a orgías de alcohol y sexo en sus visitas al Reich, Ciano mantuvo su reunión más importante en Berlín cuando fue enviado por Mussolini para tratar de parar la invasión de Polonia. Se plegó primero ante Ribbentrop, pero sorprendentemente resurgió ante Hitler contestándole con habilidad e ingenio pese a cagarla nada más entrar en el despacho burlándose de los arreglos florales, de los que no sabía que habían sido preparados por Eva Braun. Italia no quería guerra; Alemania sí. “Vuelvo a Roma completamente asqueado de los alemanes, de su líder y de su manera de hacer las cosas”. Le quedaban pocos años para salir del círculo de influencia de su suegro. “Galeazzo Ciano no fue eliminado del gobierno porque tuviera propósitos sediciosos contra mi padre o porque criticara a veces en privado algunas de sus decisiones —¿no hacía mi padre igual con respecto al Führer a pesar de ser su aliado? Todo se debió a que fue víctima de un complot de alcoba. Esto ya está dicho. El gobierno debía renovarse, como exigía la situación. Mi padre aprovechó ésta para desposeer de su puesto a Galeazzo, influenciado por los que deseaban su ruina. Una vez apartado del poder, fue emprendida la operación ‘Ciano, traidor’ por los que consiguieron su salida del Gobierno. Ésa fue su segunda caída”, escribe Edda.
Habría una caída más para el glamuroso yerno del dictador, que tanta relación tuvo con España, a la que dedica páginas y más páginas de sus diarios como intermediario italiano en la Guerra Civil. Tras su destitución, votó, como miembro del Gran Consejo Fascista, a favor de la destitución de Mussolini, del que se había hecho ya declarado adversario político. Pero cuando éste es detenido, huye a Alemania, donde no tiene más que enemigos. Tras la vuelta de Mussolini al poder, liberado por los nazis, Ciano es entregado al Gobierno que había establecido en el norte de una Italia ya prácticamente liberada, y juzgado en Verona acusado de alta traición. La presión nazi obligó a los italianos a condenarlo a muerte bajo la desazón de Mussolini, que estuvo a punto de enloquecer al dejar viuda a su hija predilecta. “Has dejado de ser mi padre”, le escribió ella. Pero el Duce ya era un esclavo, de facto, de Berlín. Se negó a concederle el perdón, que era lo último que podía salvar a Galeazzo Ciano. Junto a otras cuatro personas, el yernísimo fue acribillado por el pelotón de fusilamiento en una escena que un testigo alemán calificó de “carnicería”. Ciano recibió cinco disparos por la espalda, se desplomó en su silla sin acabar de morir y se retorció en el suelo aullando antes de que fuese fulminado por varios tiros de gracia.
“Los cinco hombres ejecutados ese día eran fascistas fieles a Mussolini, pero abatidos por balas fascistas y en nombre del mismo Mussolini”, escribe el italiano Albert Zarca. “El pequeño grupo se detiene cerca de las sillas. Uno de los oficiales italianos hace una señal a los condenados para que se sienten. Estos obedecen y se colocan a horcajadas, con la espalda vuelta al pelotón de ejecución, porque, así lo quiere la ley italiana para los traidores, serán fusilados por la espalda. Falta poco para las nueve y veinte. Unos milicianos atan los puños de los condenados al respaldo de sus sillas, pero, antes de extender las suyas, Galeazzo Ciano hace una señal al prefecto Cosmin para que acerque y le dice unas palabras al oído. Igualmente, Gottardi, antes de dejarse atar, se quita su abrigo y su sombrero y pide que sean entregados a su hijo. Un profundo silencio se cierne sobre el campo de tiro. Una voz salta al aire: es uno de los oficiales que lee la sentencia y los motivos que han llevado a los jueces a pronunciarse así. Cuando la voz se calla, puede oírse un leve murmullo: es De Bono que reza. De pronto, se oye un grito: es Marinelli: «¡No disparen! ¡No disparen!». En el mismo instante, Galeazzo Ciano vuelve la cabeza y fija intensamente sus ojos en los milicianos que van a disparar. Nicola Furlotti, que comanda el tiro, baja el brazo. La primera salva sale de los cañones. De Bono cae fulminado sobre el respaldo de su silla. Los otros ruedan por el suelo, lanzando gritos de agonía. Una segunda salva los acalla. Sólo Galeazzo Ciano gime todavía. Nicola Furlotti corre hacia él acompañado del forense y el doctor Caretto. A una orden de éste, Furlotti dispara una vez con su revólver sobre la sien de Ciano. No es suficiente. Dispara denuevo; Galeazzo Ciano deja de respirar. Ha terminado”.
Edda conserva una fotografía del instante en que Ciano fija la mirada en los soldados. Amenazó con sacar a la luz los cuadernos de su marido si éste era fusilado. Incluso nazis como Himmler hubieran querido los manuscritos antes que la vida del italiano que escribió las impresiones diarias de una época de terror, subido a la ola del fascismo y llevando una vida ampulosa y cínica. “Los Diarios fueron sacados de Italia y editados por los norteamericanos ya en 1945, pero había una primera parte, que fue destruida por las SS y, parcialmente, restaurada. Esa época, que corresponde a la Guerra Civil española, fue editada aquí con una tremenda poda”, cuenta Mariano González-Arnao. En España ya pueden encontrarse las dos partes de los diarios de Ciano, publicados por Crítica en 2004.
Edda Ciano, fanática admiradora de Hitler, murió en abril de 1995. Se le vio por última vez en la presentación de un libro que escribió su hijo Fabrizio y que tituló con elegancia cetrina: Cuando el abuelo fusiló a papá. La vieja Edda calificó la obra de pésimo gusto.
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como nadie comenta aqui?
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Compartí algún tiempo con Fabrizio, Conde de Ciano, que murió hace unos años aquí en Costa Rica. Recuerdo los bustos de bronce de su padre y su madre en el comedor.