En la primera parte de este artículo comentamos los clásicos fundamentales que abordan la temática de la guerra nuclear, producidos fundamentalmente en las décadas de 1950 y 1960, así como durante el “revival” atómico de los años 80. Pero se quedaron fuera algunos títulos que abordaban el peligro nuclear desde otras perspectivas y que también son dignos de mención, así que es hora de hablar de esas otras películas sobre el Apocalipsis del Átomo.
Aventuras bajo el hongo nuclear
El “boom” del cine nuclear de los años ochenta no solamente se reflejó en películas como El día después o Threads que describían con crudeza cómo sería una hipotética guerra atómica. Nuevos miedos nacidos del programa de defensa de Ronald Reagan y de las reavivadas tensiones entre las dos superpotencias, se colaron incluso en el cine de entretenimiento más convencional como telón de fondo para las peripecias de los protagonistas.
La taquillera Juegos de guerra (1983) retornaba, bajo un engañoso barniz de aventura juvenil, a las preguntas de antiguos films como aquella Punto límite de 1964. Es decir: ¿hasta qué punto resultaba sensato manejar un arsenal que podría destruir la civilización en el caso de que alguno de sus sistemas de control fallase? Si en los años 60 la principal preocupación había sido la falibilidad de los controles humanos, en los 80 —con el desarrollo del escudo antimisiles conocido como “la guerra de las galaxias”— tocaba cuestionarse hasta qué punto la tecnología informática ofrecía muchas más garantías. En la película, un joven “hacker” se colaba en la red de computadoras del Pentágono y al creer estar usando una sencilla simulación a modo de videojuego, desencadenaba un sistema automático de respuesta nuclear que ponía al mundo al borde de la Tercera Guerra Mundial. El formato de thriller para todos los públicos servía para plantear interrogantes más bien inquietantes: ¿es seguro poner la defensa en manos de unas máquinas que, por muy evolucionadas que estén, desconocen los efectos y las implicaciones morales de sus actos? ¿Y si de repente, en alguna parte, una computadora tiene un fallo y nos encontramos con una lluvia de misiles atómicos surcando nuestros cielos? Juegos de guerra fue un gran éxito a nivel mundial y, aunque no era tan dura como El día después, contribuyó a reflexionar sobre las medidas de seguridad de los mecanismos de respuesta nuclear y a verter verdaderos ríos de tinta sobre la necesidad de efectuar un completo desarme atómico.
También en un contexto de aventuras se desarrollaba la curiosa Miracle mile (“Setenta minutos para huir”, 1988). Era una película de bajo presupuesto con un comienzo poco prometedor en plan “chico conoce chica”. Los diez o quince primeros minutos de la cinta pueden parecer desalentadores: un romance chapucero con los peores defectos del cine de los años ochenta. Pero cuando la temática nuclear entraba en el argumento el film daba un giro interesante e incluso puede decirse que a partir de ese momento contiene algunas secuencias bastante logradas (especialmente en el segundo cuarto de película), sobre todo teniendo en cuenta los escasos medios con los que fue rodada. En el argumento, el protagonista conoce a una chica y tras pasar el día juntos se cita con ella por la noche para recogerla en el restaurante donde trabaja como camarera. el protagonista decide hacer una siesta para estar más fresco al llegar la noche, pero le falla el despertador y se duerme. Cuando se despierta ya de madrugada y acude al restaurante, ella hace horas que se ha marchado, y es entonces cuando empiezan los mejores minutos del film. En ese momento el protagonista se acerca accidentalmente a una cabina de teléfonos y contesta por error la llamada de un soldado destinado en un silo nuclear, que quiere avisar a su familia de un holocausto atómico inminente que el gobierno no ha comunicado a la nación. A partir de ahí se producen algunas interesantes escenas con —salvando las distancias— ciertos aires hitchcockianos, en la parte más aprovechable del metraje. Aunque no es una gran película, resulta pueril por momentos y arrastra los defectos típicos de la serie B de su tiempo, la historia es original y desde luego merecería conocer un “remake” que pudiera extraer todavía más partido de la premisa principal.
Otro marco temático que servía para justificar argumentos de aventura era el del posible uso terrorista de armas nucleares, que se puso bastante de moda y llegó incluso a ser material de base para best-sellers literarios como El quinto jinete de Dominique Lapierre y Larry Collins (literariamente flojo, pero muy, muy entretenido y muy recomendable como lectura ligera) o El cuarto protocolo de Frederic Forsyth. Precisamente este último libro conoció una magnífica adaptación cinematográfica en 1987, protagonizada por Michael Caine y Pierce Brosnan. El cuarto protocolo era un thriller de espionaje en el que un agente ruso pretende provocar una explosión nuclear junto a una base estadounidense situada en suelo británico. Simulando que la explosión es un accidente causado por el armamento nuclear de la propia base, el agente pretende forzar una ruptura de la alianza entre EEUU y el Reino Unido, debilitando la OTAN en consecuencia. El cuarto protocolo reflexionaba en torno al peligro que supone el que un pequeño puñado de personas pueda manejar en secreto un arma de destrucción masiva de esas características, aunque en este caso no para ejercer un chantaje terrorista en sí, sino para cambiar la estructura geopolítica del planeta. También advertía sobre la posibilidad de que grupos clandestinos pudieran adquirir por separado y manejar con facilidad los componentes necesarios para construir una bomba atómica. El cuarto protocolo es ante todo un film de espionaje (un magnífico film de espionaje, diría) pero además de ser muy recomendable, muestra una perspectiva interesante sobre el modo en que podrían ser usadas y manipuladas las armas atómicas sin necesidad de misiles, aviones ni grandes despliegues logísticos ni estratégicos.
En tiempos más recientes y también en una nota similar a Punto límite, el “blockbuster” Marea roja (1995) se preguntaba —una vez más— acerca de la falibilidad de los sistemas de control que rigen el uso del armamento atómico, y si llegado un momento de crisis pre-bélica o pseudo-bélica estos mecanismos resultarían efectivos o la destrucción del planeta podría depender de la decisión arbitraria de algunos elementos militares. El argumento era remotamente similar al de la mencionada película de los años 60, aunque cambiando los aviones por un submarino, el cual también perdía el contacto con los centros de mando forzando a su capitán a tomar la delicada decisión de usar, o no, el armamento atómico que lleva a bordo. Al estar aislado y desconocer si sobre la superficie se ha desencadenado realmente una guerra nuclear, la toma de decisiones se convierte en una guerra psicológica en el interior del buque. Dirigida por el taquillero Tony Scott y protagonizada por los no menos taquilleros Gene Hackman y el actor fetiche de scott, Denzel Washington, Marea roja es sin duda una de las mejores películas (para algunos la mejor) de su irregular director. En todo caso es de visionado bastante recomendable, si es que alguien no la ha visto todavía.
Existen otras aproximaciones bastante menos afortunadas, como la flojísima Broken Arrow (1996), en la que también un arma nuclear sirve de excusa para las andanzas de John Travolta y Christian Slater, pero no puede decirse que sea muy digna de recomendación, ya que ni siquiera contiene momentos aislados de brillantez como la medianita y sin embargo interesante Miracle Mile.
El Juicio final en la televisión
“Si una bomba soviética de un megatón fuese lanzada sobre el puerto, la gente que está a siete kilómetros de distancia sería vaporizada en las primeras tres quintas fracciones de un segundo” (Boletín especial)
Durante el susodicho “boom” del cine nuclear en los ochenta fue la pequeña pantalla la que produjo títulos más sólidos y de mayor repercusión, como las citadas El día después y Threads, pero fue también responsable de otros títulos de ficción que, aunque gozando de menor fama, abordaban el asunto desde otras perspectivas muy dignas de consideración.
Resultan particularmente sugestivos los ejercicios de simulación narrativa que, sobre todo en Norteamérica, jugaban con la mezcla entre documental y ficción. Un buen ejemplo fue Boletín especial (1983), producción de la NBC que imitaba —con un afán hiperrealista— la emisión en directo de una gran cadena estadounidense, que emite un boletín urgente con motivo de una amenaza terrorista de carácter nuclear. El espectador podía contemplar un noticiario aparentemente auténtico, en una cadena llamada RBS (versión ficticia de la propia NBC), que interrumpía súbitamente la promoción de un concurso para anunciar la crisis terrorista que se acababa de declarar. Boletín especial pretendía hacer sentir al espectador norteamericano, de manera cercana e inmediata, cómo sería vivir esos momentos de incertidumbre frente al televisor. Una manera como cualquier otra de lanzar un mensaje en contra de la proliferación de unas armas atómicas que podrían terminar causando tétricos “boletines especiales” como aquél… pero en la vida real. La película incluía elementos propios de los noticieros tales como imágenes en directo, comentarios, entrevistas con testigos y gente de la calle, etc. No cabe duda de que Boletín especial era un inteligente ejercicio de simulación, y vista hoy resulta doblemente interesante porque nos sitúa en la piel de un espectador de los ochenta, en la América previa al 11 de septiembre del 2001, y también porque nos permite entender cómo el medio televisivo se percibía a sí mismo en aquellos años.
De manera similar, aunque producida en Canadá, Countdown to looking glass (1984) imitaba también un boletín especial de noticias aún más apocalíptico, ya que el avance informativo giraba en torno a una repentina crisis pre-bélica entre EEUU y la URSS. Nuevamente podíamos ver una perfecta imitación de un programa en directo: presentadores, imágenes de corresponsalías, entrevistas, etc., todo ello con un tono realista de auténtica radiodifusión. El objetivo era similar al de Boletín especial: lograr que el espectador imaginase lo que supondría asistir en vivo y en directo a la escalada de tensiones previa a una guerra atómica, para que comprendiese el horror intrínseco que supone la existencia de tales artefactos en los arsenales militares. Aunque había una diferencia con Boletín especial y es que esta producción canadiense optó por intercalar algunas secuencias de narrativa convencional, las cuales mostraban cómo se estaban tomando los periodistas de la emisora las noticias que ellos mismos estaban contando al público. Así, el tono hiperrealista de la simulación televisiva era atemperado por secuencias de drama al uso.
Ya en un registro más convencional se estrenó uno saños después otra producción de la televisión estdounidense, Misiles al amanecer (1990), en la que un grupo de militares soviéticos renegados se hace con el control de un misil atómico y lo lanza contra Turquía, desencadenando un vaivén de medidas y contramedidas de carácter bélico que empiezan rápidamente a ir de mal en peor, y que podrían desembocar en la destrucción de toda la raza humana. Una vez más, como en Alerta: misiles o El cuarto protocolo, el argumento reflexiona sobre el problema que puede suponer el que unas pocas personas tengan acceso a un armamento tan destructivo como el nuclear y puedan utilizarlo de manera arbitraria.
Tras la caída de la URSS y el fin de la Guerra Fría, la televisión dejó un tanto de lado esta temática. Las preocupaciones sobre una guerra atómica pasaron a un segundo plano también en la ficción. Aun así, la pequeña pantalla ha abordado el asunto en alguna ocasión aislada, aunque con poca repercusión o sencillamente con poco acierto. Un ejemplo de ambas cosas (poca repercusión y poco acierto) podría ser la serie norteamericana Jericho, estrenada en el 2006. Tenía sin duda un título y un planteamiento inicial interesantes: situaba la acción en un pueblo llamado acertadamente Jericó, como la ciudad del Apocalipsis bíblico, cuyos habitantes se enfrentaban a un repentino holocausto nuclear. Una idea prometedora… pero desgraciadamente la ejecución fue bastante fallida. El tono de melodrama dominguero chocaba abiertamente con lo que el espectador podía esperar de ese tipo de argumento. Lo que terminaba siendo una serie “de relaciones” bastante gris parecía pesar mucho más que el menguado elemento de ficción apocalíptica, y tras algún buena secuencia en el episodio inicial (por ejemplo el momento en que descubren que la primera explosión nuclear no ha sido un accidente) la cosa perdía fuelle rápidamente. La serie no funcionó; la productora le concedió dos oportunidades —una de las raras ocasiones en que una serie es resucitada tras ser eleminada de la parrilla— pero fue cancelada en dos temporadas consecutivas debido a la pobre respuesta de la audiencia. Y en este caso no podemos culpar a la audiencia, porque Jericho era realmente floja y cometía el error de vender un género, el melodrama con aires de culebrón, falsamente envuelto en las vestiduras de otro, el género apocalíptico.
Los otros peligros de la energía atómica
“Sabía que esa vibración no era normal” (El síndrome de China)
Hemos hablado extensamente de los 50, los 60, los 80 e incluso los 90, pero habíamos dejado una década fuera y no sin motivo. La década de los 70 no fue particularmente prolífica en cuanto a cine de temática nuclear. Los años de la llamada “distensión” en la Guerra Fría habían disipado temporalmente los peores temores sobre una inminente Tercera Guerra Mundial. Otros muchos acontecimientos políticos y sociales habían desviado la atención del público y los misiles atómicos dejaron de constituir una de las principales preocupaciones del ciudadano y, por ende, de la ficción cinematográfica. Las guerras convencionales —como la del Vietnam—y el relativo acercamiento entre EEUU, la URSS y China hicieron olvidar, aunque fuese de manera transitoria, los ejercicios de defensa civil, los simulacros y los refugios subterráneos repletos de víveres y artículos de supervivencia básica en previsión de un posible Juicio Final.
Pero fue precisamente en los 70 cuando se empezó a abordar la posibilidad de que una catástrofe nuclear no tenía por qué estar necesariamente relacionada con una escalada bélica entre las dos superpotencias u otras naciones. Algunas películas trataron el tema nuclear pero dejando de lado la hipotética contingencia de una guerra abierta como único motivo de un desastre atómico. El más célebre ejemplo fue la magnífica El síndrome de China (1978), película que se cuestionaba no ya el uso militar del átomo sino incluso el uso civil, el uso puramente enfocado a la obtención controlada de energía eléctrica. En el argumento del film, dos periodistas (Jane Fonda y Michael Douglas) descubrían ciertas irregularidades en el diseño de una central nuclear y comenzaban a acosar al director de las instalaciones (soberbiamente interpretado por el gran Jack Lemmon, que se llevó un buen puñado de premios por este trabajo) para intentar averiguar si los reactores atómicos eran realmente seguros. El síndrome de China fue un thriller vibrante, de tensión creciente y varios momentos de clímax muy logrados. La película defendía la tesis de que la energía atómica es peligrosa per se, y de que las centrales nucleares de uso pacífico constituían también una amenaza para la población. En los días posteriores a su estreno, algunos críticos opinaron que se trataba de un simple panfleto demagógico antinuclear sin ningún fundamento, hasta que la realidad se empeñó en darle la razón a la ficción. Resultó que, sólo un par de semanas después de que comenzase a proyectarse en los cines, se produjo un accidente atómico en la central estadounidense de Three Mile Island de características muy, muy parecidas al descrito en el argumento del film. La casualidad unió celuloide y mundo real de una manera inesperada. Gracias a ello, El síndrome de China ha quedado como una de las obras de ficción fundamentales para los detractores de la energía nuclear, pero que por su gran calidad cinematográfica interesará también a los partidarios. Un clásico.
No tan notoria fue Alerta: misiles (1977), dirigida por Robert Aldrich y protagonizada por Burt Lancaster y Richard Widmark. En ella, un antiguo militar recién salido de prisión usa sus conocimientos para apoderarse de un silo de misiles y desde allí chantajear al gobierno norteamericano, amenazando con provocar una guerra nuclear si no se le entrega una enorme cantidad de dinero. Pasó desapercibido, pero fue el primer film en presentar un posible uso terrorista desvinculado del uso bélico, de las armas nucleares. Y naturalmente tenía su interés, empezando por el propio reparto.
El recuerdo de Hiroshima
Qué mejor que cerrar el artículo con referencias cinematográficas directas a los dos únicos bombardeos atómicos perpetrados sobre población civil en el mundo real, en 1945. Aunque aquellas dos bombas eran —con perdón— casi juguetes en comparación con las que podrían usarse hoy, escenificaron en la vida real un horror atómico que para occidente reside sólo en las pesadillas, mientras que los japoneses lo vivieron en carne propia. El doble holocausto de Hiroshima y Nagasaki fue un perfecto ejemplo de lo que podría terminar ocurriendo en el resto del mundo si se produce una escalada nuclear global, con la diferencia de que en este segundo caso los supervivientes no tendrían lugar donde esconderse y terminarían muy probablemente envidiando a los muertos.
Aunque, como explicamos en la primera parte, los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki fueron ignorados durante mucho tiempo por las dos mayores industrias cinematográficas del mundo, la estadounidense y la japonesa, que eran precisamente las de los dos países implicados en la masacre. El celuloide nipón no trató el tema mientras estuvo bajo la estrecha supervisión de los vencedores, y tampoco lo hizo más adelante, cuando Japón finalmente gozó de autonomía expresiva. Siguió sin producir films de ficción que hablasen abiertamente de Hiroshima y Nagasaki, en parte debido a una intrincada combinación de culpas y complejos, además de por una nueva relación de alianza con los EEUU y una progresiva americanización cultural del Japón. Así, la ficción cinematográfica japonesa casi siempre abordaba el asunto mediante circunloquios o metáforas, hablando de la amenaza nuclear en abstracto pero ignorando que la habían padecido en su propio territorio y sobre dos ciudades habitadas repletas de mujeres, niños y los pocos hombres no combatientes que quedaban entre la población. De todos modos, un trauma semejante podía obviarse pero no olvidarse, estaba profundamente enraizado en el subconsciente colectivo del país y era cuestión de tiempo que acabase emergiendo de manera inequívoca en la gran pantalla, como ya había hecho en algunos documentales (ya que sí hubo varios documentales nipones que trataron el asunto, pero que estaban destinados únicamente al consumo interno).
Uno de los primeros ejemplos notables de referencias a los dos bombardeos en la ficción cinematográfica moderna llegó en el formato de dibujos animados: Gen el descalzo (1983) era la adaptación de un cómic autobiográfico, obra de Keiji Nakazawa, un dibujante que en la vida real, durante su infancia, había sobrevivido a la explosión de Hiroshima. El argumento de esta versión cinematográfica abordaba finalmente los hechos reales de 1945 de manera inequívoca y directa, aunque todavía supone un clásico ejemplo de la extraña (para nosotros) mezcla entre horror, culpabilidad y vergüenza con que aquel país había asimilado los bombardeos. Gen —el niño protagonista— no sólo ha de padecer los efectos de la bomba atómica, sino también el desprecio de sus propios compatriotas debido a que su padre es un pacifista que había hecho objeción de conciencia y se había negado a luchar en la guerra. Finalmente, la gran pantalla sacaba a colación la visión de los japoneses sobre uno de los acontecimientos más terroríficos del siglo XX. Y esa visión estaba repleta de complejos indescifrables y heridas todavía abiertas muchas décadas después.
Ya en formato de película convencional y con actores reales hubo otra producción japonesa, Lluvia negra (de 1989, no confundir con la norteamericana Black rain), que también dejaba de disfrazar el trauma atómico de su país bajo referencias oblicuas. De hecho, el argumento hablaba abiertamente y con dureza de las consecuencias de la radiación sobre los supervivientes del bombardeo de Hiroshima, recordando al resto del planeta que los horrores contados en filmes occidentales no eran sólo cosa de ficción, sino que habían tenido lugar en territorio japonés.
También por aquel entonces, Akira Kurosawa rodó Sueños, su película más experimental, en la que trasladaba varios de sus sueños y pesadillas al celuloide (literalmente, se dedicó a filmar una representación de lo que soñaba cuando dormía). Una de aquellas pesadillas hablaba de un accidente atómico y mostraba al famoso monte Fuji al rojo vivo, una tétrica representación simbólica del poder destructivo del átomo en acción. Evidentemente se trataba de una representación onírica, poética e irrealista del horror nuclear, pero mucha gente quiso ver en ello un recuerdo de Kurosawa a Hiroshima y Nagasaki, en la mejor tradición japonesa de sublimar el bombardeo y referirse oblicuamente a ello disfrazándolo de otra cosa. Sueños es demasiado abstracta y elegíaca como para hacer interpretaciones sencillas o claras de su contenido argumental, ya que —si hacemos caso al propio Kurosawa— se trataba de la mera representación de fantasías irracionales (aunque en algunos momentos los diálogos pudiesen contener mensajes morales más o menos explícitos). Sea como fuere, su descripción surrealista de los efectos de la radiación resulta absolutamente fascinante, al menos para quien —todo sea dicho— esté dispuesto a afrontar la experiencia de ver una película tan, tan lenta y tan carente de ritmo narrativo, que por momentos parece más una pintura que una película propiamente dicha. Desde el punto de vista meramente artístico, la aproximación de Kurosawa al horror atómico fue desde luego la más original en el plano estético y una de las más particulares desde el punto de vista filosófico, además de enormemente absorbente como experiencia audiovisual cuasi psicodélica. Después de Sueños, sin embargo, Kurosawa sí trató directamente el recuerdo de Hiroshima y Nagasaki en el melodrama Rapsodia en agosto, aunque de manera más centrada en los diálogos y sin la abrumadora espectacularidad visual del episodio El monte Fuji al rojo vivo.
Ya fuera de Japón y en lo que llevamos del siglo XXI, el cine nuclear prácticamente ha brillado por su ausencia, o al menos en cuanto a ejemplos notables de películas cuya temática central sea la energía nuclear y sus peligros. Aunque sí ha abundado el cine que ha usado un entorno post-apocalíptico como escenario para situar sus historias (desde La carretera hasta El libro de Eli, etc.) pero siempre sin tratar directamente el asunto de la energía nuclear y sus efectos, que no constituyen ya un punto central del argumento, porque tampoco es ya una de las principales preocupaciones del público. De hecho, en algunas de estas películas ni siquiera se menciona qué tipo de desastre arrasó el planeta Tierra, así que podríamos interpretar que fue una guerra atómica tanto como un asteroide o el cataclismo que cada espectador prefiera… se podría decir que el recorrido del cine de la Era Atómica ha llegado, por el momento, a su fin.
Pero para quien suscribe la temática nuclear contiene un potencial dramático y narrativo sencillamente enorme, como lo prueba el que, pese a la aguda escasez de títulos, se hayan producido varias películas memorables sobre este asunto. De hecho se han estrenado bastantes más películas de calidad sobre este asunto de las que cabría esperar por pura probabilidad. Hay pocos títulos, pero una mayoría de ellos son aprovechables. El escenario de un holocausto nuclear contiene, en sí mismo, el germen de un thriller perfecto, ya que trata una amenaza global para la que existe una ominosa cuenta atrás, una urgencia narrativa y una sensación de catástrofe inminente que no tienen precio en este arte llamado cine. La propia temática lo pone bastante fácil a la hora de meter al espectador en el nudo emocional de la historia, a poco que el director sea medianamente hábil. Aunque quizá el hecho de que la guerra nuclear se trate de una catástrofe divina (en el sentido teatral del término, esto es, una catástrofe en que los protagonistas rara vez pueden hacer algo para evitarla y sólo se limitan a morir o a soportar sus efectos con impotencia) ha hecho que el cine haya procurado no tratar este asunto más a menudo. El cine nuclear es casi siempre un “cine terminal”, en el que la historia lleva inevitablemente a un desenlace tenebroso escrito de antemano y donde el espectador está condenado a lamentarse por lo que ve en pantalla, pero sin albergar apenas esperanzas hacia los personajes. Es un cine deprimente que obliga al espectador a vivir una especie de luto forzoso, y eso es algo que pocos productores se arriesgaban a poner en pantalla —especialmente en épocas pasadas donde el asunto nuclear estaba más de actualidad—lo cual también explica que la televisión haya tenido un papel tan importante en este género, ya que la menor inversión permitía tomar riesgos temáticos mayores, mientras el cine se estaba absteniendo de poner dinero en películas desalentadoras que no invitaban a las familias a acudir a los cines precisamente.
Aunque hoy en día la posibilidad de un conflicto nuclear nos parece bastante menor que durante la Guerra Fría (y digo «nos parece», porque el caso podría ser precisamente el contrario y el riesgo podría ser mayor ahora: veáse el documental Countdown to zero, del 2010) el género nuclear no debería quedar desfasado. En primer lugar, porque mientras existan arsenales atómicos no es imposible que un día alguien —incluso alguno de nosotros— se despierte de la cama sobresaltado por un tremendo fogonazo de luz y vea un hongo atómico creciendo en el horizonte, señal diabólica de que en breves segundos llegará una infernal onda expansiva (y venenosa). Y en segundo lugar porque es una de esas raras temáticas que lo tienen todo para producir buenas películas, pero que —como ocurre también con el espionaje o el fenómeno OVNI—ha generado menos títulos de los que hubiese sido lógico esperar, o esa impresión nos da. El Apocalipsis nuclear es un asunto que tiene aún mucho, mucho por explotar en manos de cineastas que sepan qué hacer con ello. Además, desde el día en que Stanley Kubrick hizo sonar la canción más bella de la guerra (y lo siento por Lili Marlene), mientras nos hacía ver explosiones nucleares en la distancia, supimos que hay pocas cosas tan terriblemente bellas que mostrar en una pantalla como el lamentable espectáculo de la raza humana causando su propia extinción con el más terrible y estúpido de sus juguetes.
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Quizás he echado de menos «Virus (Fukkatsu no hi)», película japonesa de 1980. Es curiosa porque muestra un doble futuro post-apocalíptico. La película comienza con un mundo devastado por un virus. Y los únicos supervivientes son los tripulantes de un submarino y los habitantes de un laboratorio de investigación situado en la Antártida. Los primeros se salvan al haber estado en alta mar, y los segundos, por estar aislados en un entorno que, además, es poco propicio para la expansión del Virus (temperaturas extremadamente bajas).
¿Y qué pinta lo nuclear en esta historia? Pues que estos supervivientes parecen felices y contentos de estar con vida hasta que descubren que un terremoto en Washington podría activar el lanzamiento automático de los misiles nucleares, y atacar la Unión Soviética. Esto causaría, a su vez, que la Unión Soviética respondiese también automáticamente al ataque, lanzando sus misiles hacia Estados Unidos. Siendo el laboratorio científico uno de los blancos, al creer los rusos que era una base de lanzamiento de misiles encubierta.
En cierto modo, está relacionado con lo que habéis comentado en estos dos artículos: el confiar un ataque nuclear a un sistema automático. El mundo se va al garete por culpa de un Virus, todos se mueren salvo unos pocos supervivientes. Y estos pocos supervivientes corren el riesgo de ser aniquilados en un holocausto nuclear causado por máquinas a las que nadie ya controla.
Estoy totnamelte de acuerdo contigo. En España la "conciliación" es poder llevar antes a los niños al colegio, donde les dan de desayunar, y poder dejarles luego toda la tarde en actividades diferentes. Luego los padres y los niños sólo se ven por la noche, cuando ya hay que cenar y acostarse… hum… Y no digo que la culpa la tengan los padres, sino que deberíamos de cambiar el paradigma de familia que queremos tener. ¿Queremos una familia donde los niños se críen con otras personas o donde los padres sean quienes los críen? El problema es que se han cambiado las prioridades. Los hijos deberían de ser una prioridad, y el gobierno debería de ayudar a aquellas madres y padres que quieren trabajar y tener hijos a realmente poder hacer esas dos cosas. Tomemos como ejemplo a Suecia. Allí creo que sí comprenden lo que quiere decir la conciliación, o por lo menos están más cerca que en España. Muchas gracias por tu post, porque es un tema que me llega de verdad (y perdón por el comentario tan largo) :)
Me acabo de meter entre pecho y espalda ambas entregas de holocaustos nucleares y ahora mismo estoy degustando un ansia bastante acelerado en empaparme, otra vez, de muchos de esos clásicos que mencionas en el artículo.
Pero, la razón de comentario es que no puedo evitar lanzar una recomendación sobre el despertar del pueblo japonés ante su desgracia. Me refiero al documental White Light / Black Rain donde, no solo plasma la realidad de las víctimas mutiladas y desfiguradas con toda su crudeza, sino por las nuevas generaciones japonesas que no tienen ni puñetera idea de qué pasó aquella mañana de 1945.
Si no lo conoces, creo que lo vas a disfrutar. Si es lo contrario, me sorprende su pasada por alto.
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Qué tiempos aquellos! Aún recuerdo algún titular del tipo » A punto de provocar una guerra nuclear, por no cambiar una pieza que cuesta 10 ptas»
Añadiría a tu selección «Cuando el viento sopla»
La película japonesa de animación que mencionas, «Gen el descalzo» está basada en un manga («Hadashi no Gen») autobiográfico de Keiji Nakazawa, y publicado en 1973. Es un manga duro, tristísimo, feroz aunque tierno a la vez, y en el que todas esas pautas de comportamiento que en la película se antojan inexplicables quedan bien definidas y cercanas. Este manga forma parte de la lista de obras de lectura obligada en muchos institutos japoneses, y existe una muy buena edición en castellano con el título de «Hiroshima», en siete volumenes, si no recuerdo mal. Merece la pena leerlo, tanto por su temática como por su narrativa y dibujo. Un gran tebeo.
Acabo de leer los dos artículos. Muy buenos e ilustrativos, pero creo que falta ‘Five’ (1951) que creo que es la primera película que abordó este tema. Muy recomendable.
muy buen articulo gracias