Repertorio canónico del cultureta todoterreno
Este mes: el cuadro más caro del mundo
En ocasiones, cuando arrecia esta adormidera del calor vespertino de principios de otoño y me acomodo en la tumbona del balcón, amodorrado entre las macetas para vegetar la tarde como un inoperante saltamontes sestea en el tallo de un hinojo, me da por imaginar lo que podría hacer si dispusiera de ciento cincuenta millones de dólares en mi cuenta bancaria. Sí, soy de esa clase de individuos que se pasan la vida pensando en lo que harían con esa fortuna en vez de pensar cómo conseguir ganarla. Y bueno, las respuestas son muchas y variadas. Podría comprar algo de ropa para que las chicas no saquen el bolso y me den monedas cuando intento invitarlas a ellas a una copa. Podría comprarme un coche. Uno que funcione, quiero decir, y que no me sirva sólo como trastero con ruedas con un maletero que llenar de morralla inservible. Podría fundar mi propia revista con el nombre inicial que propuse para Jot Down —me respondieron con un “la próxima vez que propongas un nombre así te echamos de la revista y llamamos a la policía”— y llenarla de artículos sobre temáticas para las que normalmente no encuentro salida aquí, como las maquetas de heavy metal que grabó Leonard Cohen en sus inicios (¿soy el único que las ha escuchado? ¿Nadie más ha disfrutado con temazos del calibre de Sensitive iron fist o Motorpoetry?) o el Diez razones por las que Pep Guardiola no podría protagonizar Harry el Sucio. En fin, cosas útiles en las que emplear el dinero.
Pero un buen día, hojeando —con hache— una de esas revistas ilegibles que descansan en la sala de espera de uno esos sitios en que deberían entretenernos dicha espera en vez de martirizarnos con revistas del corazón y catálogos de muebles, vi un listado de las diez pinturas más caras del mundo. Y entonces tuve una revelación. Cuando necesite ciento cincuenta millones de dólares, sólo he de ir a Leroy & Merlin, comprarme una buena lámina de contrachapado, algunos botes de pintura y un destornillador. Después, voy a casa, uso el destornillador para agujerear los botes por su parte inferior y dejo caer chorritos de colores sobre la madera, hasta que obtenga algo como esto:
Lamento decir que la imagen no es el resultado de mi propio trabajo —les recuerdo que estoy haciendo la siesta en el balcón— sino que se trata de Nº5, 1948. Suena a código de clasificación de una colección de tebeos, pero no: es el nombre de una obra de Jackson Pollock y es actualmente la pintura más cara del mundo. La compró un millonario mexicano con nombre de vecino del cuarto —David Martínez— y pagó por ella ciento cuarenta millones al anterior propietario. Pero si ahora cualquiera de ustedes, amigos lectores, decide adquirirla cuando termine de pagar la hipoteca, el precio ha aumentado en la nadería de quince millones. Pero no se preocupen; esto del arte es como lo de los pisos. Siempre habrá alguien que lo comprará más caro.
No voy a caer en proferir obviedades sobre la factura del cuadro en cuestión. Cualquiera puede mirar la imagen y llegar a sus propias conclusiones. A mí me recuerda a una mesa de la sección infantil del MacDonald’s tras la celebración de un cumpleaños, o quizá al suelo sin barrer del taller de un ebanista, pero tampoco soy un experto en arte y sé que puede haber ahí dentro significados ocultos que están más allá de mi aprehensión —también con hache—, como los hay en la mancha de moho de un limón si la contemplamos al microscopio. Vamos, cuando un millonario se gasta semejante dineral en un cuadro no hablamos de mi tía la de las tragaperras sufriendo un buying spree en el “Todo a cien” de los chinos y llegando a casa con baúles en miniatura y paragüeros con la imagen del Empire State, sino de un comprador millonario que supuestamente tiene asesores fiscales, agentes de bolsa, asistentas en liguero y abogados varios que le recomienden sobre la conveniencia o no de la inversión. Sé que el cuadro no cuesta lo que cuesta (aunque sí vale lo que vale) debido a sus cualidades estéticas, que son más parecidas al suéter de lana de alguien que ha pasado la noche durmiendo en un contenedor que a un lienzo de Caravaggio, sino que cuesta lo que cuesta por motivos puramente monetarios: un cuadro pesa y ocupa menos que un montón de lingotes de oro, no se puede esparcir bajo el sillón como un sobrecito de diamantes y es dudoso que el ejército norteamericano venga a conquistarlo como sucede con los pozos de petróleo. De acuerdo, un cuadro es en sí una buena inversión, puedo entenderlo.
Pero lo que realmente me intriga es: ¿por qué este cuadro y no otro? Eso me lleva a reflexionar sobre la figura de Pollock, cuya gran aportación artística al mundo —o al mundo que yo puedo entender— es haber inspirado una película que era una excusa más para que saliese en pantalla Jennifer Connely en sus más aterciopelados años (iba a decir “amelocotonados” pero no quiero que se me tome por un garrulo superficial que no ve más allá del escote). Es cierto que Pollock tiene algunos cuadros graciosos; es decir, a veces mezcla los colorines con gracia, en una especie de combinación entre el cubismo de Picasso y la adorable entropía visual de un preescolar pintando con ceras. A veces es como si Joan Miró hubiese intentando por una vez hacer un cuadro de verdad pero mientras salía a por tabaco se lo hubiese hecho trizas su perro. En todo caso, Pollock tiene cuadros que puedes contemplar con cierto interés si estás en un solitario museo y no hay un grupo de estudiantes noruegas cerca, o si estás buscando motivos originales para un papel de envolver regalos. No es mi intención cargarme por las buenas a cualquier artista sólo porque no me atraiga especialmente su estilo: como (im)perfecto snob que soy, estoy dispuesto a considerar la idea de que existe el Arte en un trapo de limpiar biocicletas por el que alguien ha pagado bastante más de lo que yo tengo “ahorrado” en mi cuenta bancaria.
Si yo fuese más inteligente que el comprador del cuadro, tendría todo ese dinero que él tiene, así que ¿quién soy yo para opinar? Si Nº5, 1948 es la pintura más cara del mundo es porque alguien que tiene más millones que yo, y por tanto más criterio, más asesores y más significación pública, así lo ha visto conveniente. Humildemente asumo mi incomprensión al respecto, aunque eso suponga sentirme levemente incómodo cada vez que pago cinco euros en el mercadillo por una lámina de Paul Klee con la que adornar mi habitación. Sé que no es exactamente lo mismo que tener un Pollock original colgando sobre tu coronilla tras la mesa de tu despacho con vistas a Manhattan, pero el (im)perfecto snob ha de amoldarse y combatir el mayor de sus peligros —el qué diran— de manera conforme a sus posibilidades presupuestarias.
Además, luego pienso que yo he pagado cinco euros y el otro tipo ha pagado ciento y pico millones. Y qué quieren que les diga. Es cierto que echo de menos los yates, los palacios, las audiencias con el Papa y sobre todo las asistentas en liguero… pero me siento un poco menos estafado. Y, tranquilizada mi conciencia, vuelvo a sucumbir a la modorra, cómodamente apoltronado entre las macetas y soñando con los girasoles de Van Gogh. Quien hace lo que puede no está obligado a más. Excepto claro, el perfecto snob, quien de buena gana firmaría una hipoteca para tener en su casa un cuadro original de quien sea, como Dios manda. Pero yo no soy un perfecto snob. Aún no he madurado tanto.
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Sr. Lopez-Neyra,
Siento que las niñerías del pequeño Pollock le hayan interrumpido su agradable tarde en el balcón.
Si por cada vez que alguien desprecia el arte con simples frases de ¨Yo también se hacer ésto¨ o ¨Parece un dibujo de mi sobrino¨ recibiera un céntimo, ahora mismo usted estaría pujando por el cuadro al lado del señor David Martínez.
Empiezo a estar un poco cansao del ‘argumento’ (por calificarlo de una manera) de la declaración de incompetencia, y cito «Si yo fuese más inteligente que el comprador del cuadro, tendría todo ese dinero que él tiene, así que ¿quién soy yo para opinar? Si Nº5, 1948 es la pintura más cara del mundo es porque alguien que tiene más millones que yo, y por tanto más criterio, más asesores y más significación pública, así lo ha visto conveniente. Humildemente asumo mi incomprensión al respecto…». El a todas luces falaz argumento, consigue que los que estén de tu parte rían tu sutil ironía, y los que no, admiren tu tremenda insensatez (obvio a los que no tengan sentido del humor, no merecen ser personas).
Por todo lo demás, no entiendo como estos artículos se cuelan en la revista.
Miguel estoy contigo. Me pasa lo mismo con estos cuadros. A mí al menos me gusta que al tratar de apreciar una obra no me quede con la sensación de que me la hayan colado.
Además no deja de ser irónico que el proceso madurativo mental de uno tenga que encaminarse a un modelo de perfección observativa que sea capaz de valorar un cuadro lo más pueril posible. Y esto, claro, a mi me confunde creándome frustaciones contínuas que terminan por dejarme afectado neurológicamente…
Un abrazo de admiración Miguel.
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Miguel… Buenísimo artículo. Me descojono con todo lo que dices, y además lo comparto al 100%. Ni caso a Kosiesko y a Albert… Está claro que ellos no son (im)perfectos snobs.
Vosotros sois los mismo que pensáis que la única música verdadera es la que escuchaban los príncipes astrohúngaros no?.
Comparar a Caravaggio con Pollock es tal inútil (y síntoma de ceguera mental) como comparar a Mozart con Jimi Hendrix, a Imhotep con Gaudí o cualquier otra comparación sobre cuestiones relacionadas con el arte en cualquiera de sus expresiones.
El arte es atemporal y totalmente subjetivo, y si peco de «snobismo» por saber apreciar tanto a Caravaggio como a Pollock (sabiendo diferenciar siglos, influencias y esas cositas que pasáis por alto) pues entonces, tal vez los «snobs» estemos objetivamente en un escalón por encima, así que no os ofendáis cuando os miremos por encima del hombro con condescendencia.
Un saludo.