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Hombre blanco de todas las bromas

Cuando oigo hablar a alguien del “humor inglés” inevitablemente se me viene siempre a la mente una escena de Benny Hill persiguiendo a cámara rápida a una enfermera en bragas. Pero sospecho que en realidad quien usa ese sintagma se refiere —aunque no lo conozca— a alguien más parecido a Nigel Barley. El perfecto ejemplo como veremos del clásico caballero inglés irónico, exquisitamente educado y extrañamente asexual.

Nacido en Inglaterra en 1947, tras estudiar en Oxford y Cambridge y doctorarse en antropología, sintió la llamada del trabajo de campo. Si de acuerdo a la definición un tanto cínica de P. J. O’Rourke de las ciencias sociales “La sociología es periodismo sin noticias, la antropología es un conjunto de notas de viajes a sitios donde no hay servicio de habitación  y la psicología consiste en husmear el diario de tu hermanita después de que tus padres la enviasen a rehabilitación” Barley decidió que él también tenía derecho a contar batallitas sobre su viaje a algún lugar fuera del alcance de los turistas. Alguno de los muy escasos rincones del mundo que ya en los años 70 no hubieran experimentado aún una severa aculturización ante el empuje de la modernidad. Un lugar en el que al llegar pudiera decir la frase que siempre había soñado pronunciar: “Llevadme ante vuestro jefe”. Ese destino fue la tribu de los dowayo, en Camerún.

Pero ni todos sus estudios en tan elitistas universidades ni las anécdotas rebosantes de heroísmo y audacia que narraban satisfechos sus colegas más veteranos le prepararon para lo que encontraría allí. De ese choque entre la teoría antropológica y el trabajo de campo, entre su educación inglesa y las costumbres africanas, surgió su ensayo autobiográfico El antropólogo inocente (Ed. Anagrama). No he conocido hasta ahora a nadie que lo haya leído —y son muchos los que lo han hecho— que no se refiera a este libro con el entusiasmo que merece. Las aventuras de este hombre blanco perdido en el continente negro quizá no sean tan arriesgadas como las de Indiana Jones o el Doctor Livingstone, pero sí bastante más graciosas.

Los dowayo no eran una tribu de caníbales que quisieran devorarlo, pero lo miraban raro. Desconcertados ante su aparente falta de apetito sexual (no hay que culparles, hoy en día la ciencia aún desconoce de qué manera se reproducen los ingleses) le atribuían un elevado estatus en su condición de Hombre Blanco, aunque sospechaban que su celo por la intimidad se debía a que por las noches se quitaba la piel para dejar salir al negro que había en su interior. La dificultad de Barley para manejarse en la lengua tonal de los dowayos le llevó inicialmente a llamar “coño” a sus contertulios, pero a medida que iba adquiriendo cierta destreza —aunque siempre con la ayuda de su joven traductor— pudo sonsacarles información antropológica más valiosa. Y es que al margen de bromas, Nigel Barley es un magnífico antropólogo tal como ha demostrado en otras obras suyas como Bailando sobre la tumba.

Respecto a la tribu que lo acogió, su trabajo se centró especialmente en el estudio de las relaciones de parentesco, la influencia de la agricultura en su cosmovisión y el rito de transformación de niño a adulto que gira en torno a la circuncisión (consistente en arrancar toda la piel del pene desde el glande hasta la base, me entran escalofríos sólo de imaginarlo). En relación a su hábitat, eran una tribu que vivía en armonía con la naturaleza… porque no les quedaba más remedio. En más de una ocasión le pidieron que les trajera del mundo civilizado una metralleta para matar a todos esos molestos antílopes que les rodeaban en la sabana. Y es que su interacción con los dowayo no era siempre lo fluida que él deseaba:

– ¿Quién ha organizado este festival?
– El hombre de las púas de puercoespín en el pelo.
– Yo no veo a nadie con púas de puercoespín en el pelo.
– No. Es que no las lleva.

Este diálogo que parece extraído de Monkey Island resulta un buen ejemplo de lo que Nigel tuvo pronto la perspicacia de entender: no basta con aprender el idioma, también es necesario que los nativos te tomen en serio y no quieran echarse unas risas a tu costa convirtiéndote en el blanco de todas las bromas. Steven Pinker ha señalado la ingenuidad de la antropóloga Margaret Mead cuando describió ciertas islas del Pacífico como auténticos paraísos sexuales… tomando como base de su afirmación la frecuencia en el fornicio que los nativos que entrevistó decían mantener. Pues qué iban a contarte, Meg.

Lo cual hace pensar que al rehuir la arrogancia etnocéntrica contra la que Montaigne nos advertía (“Cada cual llama barbarie a todo aquello que no forma parte de sus costumbres”)  tampoco conviene caer en el respeto reverencial tan bienintencionado como abúlico que a veces sentimos ante cualquier majadería que ocurra fuera de las fronteras de lo que consideremos nuestro grupo de iguales: “Son sus costumbres… y hay que respetarlas”. Pueden mentir, alardear, tomarte el pelo y en general resultar tan simpáticamente cabrones como cualquier otra persona. Porque las culturas varían pero la naturaleza humana es común.

Pero sigamos con Nigel Barley. Cuando finalmente concluyó su estudio sintió una “alegría histérica” por abandonar ese país, confiesa sin demasiado embarazo. No obstante, apenas pasaron seis meses disfrutando de las comodidades de la modernidad en el Reino Unido… volvió con los dowayo. Quizá porque el paso del tiempo hace olvidar las malas experiencias y recordar sólo lo bueno. De esa segunda experiencia trata Una plaga de orugas (Ed. Anagrama) continuación de El antropólogo inocente e igual de imprescindible. En él profundiza en su análisis de esta tribu pero también habla de la antropología en su conjunto, de las contradicciones de la sociedad occidental y, en fin, de otras muchas cosas que ahora no recuerdo, porque regalé ese libro a una chica el último día que quedé con ella antes de que me dejase plantado. Si lo llego a saber no se lo doy.

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Maqueta funeraria de un criado, un teléfono, el pasaporte (imprescindible para entrar al Más Allá) y una moto para usar en la otra vida.

Tras ese segundo viaje a Camerún Nigel siguió recorriendo el mundo. Viajó por Sudamérica, por Asia y por las islas del Pacífico. De esa dilatada experiencia se sirvió posteriormente para escribir el ya mencionado Bailando sobre la tumba, un fascinante recorrido por las costumbres funerarias y la visión de la muerte existente en otras culturas. Desde la veintena de peticiones que cada año recibe el Manchester United para esparcir cenizas de aficionados sobre el terreno de juego, pasando por la ofrenda de maquetas de papel de electrodomésticos y motos a los muertos chinos para su otra vida, hasta la costumbre de los toraya en Indonesia de guardar los cadáveres disecados en su casa. Un pasaje este último que no puedo resistirme a transcribirlo para concluir este artículo:

“¿Sabes lo que es esto?”, dijo mi anfitrión estirándose para dar una palmada a un gran bulto que tenía en un rincón de su cuarto de estar. Parecía un montón de ropa vieja como la que se selecciona para entregarla a una asociación benéfica y que después uno se olvida de llevar durante meses. Un niño daba vueltas a su alrededor en triciclo, imitando con pedorretas el sonido de una moto. “Es mi abuela”.

Antes del advenimiento de la televisión, ningún hogar occidental estaba completo sin una abuelita que se sentara con los niños y les soltara fragmentos de sabiduría de andar por casa. Muchos hogares de los toraya aún la conservan, pero puede estar muerta. El cuerpo se envuelve en tejidos para absorber los jugos de la putrefacción. Muy pronto, todo el bulto se vuelve bastante inofensivo. Algunos toraya modernos hacen trampas y le inyectan formalina para ralentizar la descomposición mientras la familia moviliza sus recursos y reúne a los miembros ausentes para pasar a la etapa siguiente del funeral. A diario se colocará comida y bebida en un plato puesto en equilibrio sobre el cuerpo.

– ¿No vas a saludarla?
– Encantado de conocerla, abuelita.
Resultaba difícil hacer un gesto. Estrecharle la mano era imposible, pero darle una palmada al bulto hubiese sido una muestra de confianza excesiva.
– Vaya, eso ha estado bien.
– ¿Cuánto tiempo lleva muerta?
Me lanzó una mirada de consternación.
– Nosotros no decimos eso. Esta “durmiendo” o “tiene dolor de cabeza”. No morirá hasta que abandone la casa. Ya lleva durmiendo tres años.
Se puso de puntillas y bajó un enorme radiocasete para entretenerme con algo de música. Me di cuenta de que las cintas estaban almacenadas por orden alfabético sobre el cuerpo, que resultaba una estantería muy cómoda.
– La echarás en falta cuando muera –dije.

 

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8 Comments

  1. Pingback: El antropólogo inocente y la abuela disecada

  2. Alicia

    Hermosamente redactado! Me divertí mucho con el artículo :)

  3. :D Muy bueno, lamento lo del libro, bienvenido al club.

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